lunes, 26 de diciembre de 2016

PÚRPURA


       No resulta fácil plasmar por escrito (¡qué absurdo el papel! ¡Qué traicioneras las palabras!) esos momentos dulzones, casi púrpuras, en que el subconsciente, transitorio siervo del sueño, tiene a bien dejarnos fantasear con nuestro ya lejano primer amor, con nuestros primeros besos y nuestras no siempre bienintencionadas primeras caricias; todo ello deliciosamente falseado, claro está, pues de lo contrario sabemos perfectamente que lo heroico devendría ridículo, lo épico cotidiano, la gesta mera sucesión formularia de acontecimientos. Cuando soñamos –y magnificamos– esas aproximaciones deslavazadas, despojándolas de todo elemento sonrojante o accesorio, para volver a fundirnos en un abrazo con Petra, con Juan o con Marta (quizás con un árbol o una columna convenientemente sexualizados), solemos despertar en un estado mental que se debate entre la ira y la nostalgia; la ira sencilla de estar despiertos, la nostalgia compleja de lo que nunca ha sido o nunca vuelve. Quizás en esos momentos de vuelta al sinsentido factual yazcamos (si hubiera fortuna) junto a algún otro de nuestros amados, al lado de una nueva Petra, un nuevo Juan u otra novísima Marta, que nos recordarán que sí, que es cierto, que en realidad amamos, pero todavía somnolientos veremos en ese amor el inequívoco sello de lo posible, cuando lo que se nos ofrecía hace un rato desde el otro lado era nada menos que lo inalcanzable, lo ideal, lo nunca-sido que el subconsciente –acaso por una cuestión de supervivencia– se resiste a olvidar de una vez por todas. Sucede entonces lo más extraño, y es que susurramos (o un-otro-yo susurra) el nombre de nuestro compañero de cama sin saber muy bien a quién nos referimos, a quién anhelamos entre las sábanas, y nos decimos que vale, que de acuerdo, que por qué no, mientras nuestro verdadero yo, definitiva y ya radicalmente despierto, asume las tareas propias de la vigilia palpando a tientas los cabellos despeinados de Petra, de Juan o de Marta, para comprobar finalmente que Marta, Juan y Petra son un conjunto de verdades paralelas a Inés, Rodrigo o Fátima, un reservorio de verdades tan pequeñas que casi, casi parecen mentiras engendradas durante otra noche y en otras almohadas; quizás en aquéllas –concluimos– que ahora soportan el peso de Petra, de Juan o de Marta soñando con nosotros mismos en otro lugar, en otra cama, lejos de allí o incluso fuera de todo.

lunes, 19 de diciembre de 2016

HISTORIA AUTÉNTICA


       Cada noche y para mi asombro, antes de meterse en la cama, el abuelo preparaba metódicamente su invariable infusión de dientes. Yo observaba incrédulo, de camino a mi dormitorio, el vampírico ritual, la dentadura sumergida en aquel vaso siniestro iluminado por el flexo de su mesilla de noche, y concluía, supongo, que sobre gustos no hay nada escrito o que los abuelos eran gente extraña de apetencias no menos extrañas en un mundo de lo más complejo. Pero el caso es que –pobre hombre, el sueño lo vencía antes de tiempo– tampoco esa noche llegaría a bebérsela, y eso era lo verdaderamente incomprensible, lo que a mí más me atormentaba: la gratuidad del gesto, el desperdicio; porque en mi casa no solía consentírsele a nadie aquella extravagancia de colmar un vaso para ignorar a continuación su contenido, y menos durante tantas horas y de aquel modo, con nocturnidad y alevosía. Así que llegué a asumir, quizás para dejar de darle vueltas a un asunto ya de por sí inquietante, que yo había malinterpretado sus intenciones, que mi abuelo preparaba la infusión no para él mismo, sino para cualquier otro miembro de la familia al que en el último momento olvidaba advertir de la exótica y desinteresada ofrenda. Y me pareció, claro, que ese otro destinatario bien podía ser su nieto mayor, o sea, un servidor. El resultado de aquel razonamiento (y de la decisión que lo materializó) fue una severa reprimenda por parte de mis padres, una burla benévola y desdentada de mi abuelo y, en lo que sólo a mí respecta, un insuperable asco retrospectivo que desde entonces me impide disfrutar de cualquier bebida siquiera vagamente relacionada con el mundo de las infusiones.
       Sirviéndome de esta repugnante impostura rechacé el té demasiado aguado que se me ofrecía y cambié inmediatamente de tema, dando a entender a mi improvisada amante que desenterrar fantasmas del pasado no era el mejor modo de poner a punto los engranajes del deseo. Déjenme decirles que la estratagema funcionó, y que ese fue, en cierto sentido, el insólito comienzo de la historia auténtica.

lunes, 12 de diciembre de 2016

JUEVES DE MERCADILLO


       Eran los gritos de la madre, su peculiar manera de entrar en casa, el toc-toc de los tacones, el ruido como de tormenta en ciernes de las bolsas del mercadillo, “Mamá, ¿qué traes?”, los tres hermanos temiéndose lo peor, la ropa vieja o usada o robada o defectuosa o todo al mismo tiempo, prendas de ocasión que siempre les venían demasiado grandes o demasiado pequeñas o sencillamente demasiado horteras, la pesadilla familiar de cada jueves. “Esta camisa le irá bien a vuestro padre”, decía la madre para sí, sin prestar apenas atención a las muecas de disgusto de sus vástagos, “jo, ma, ya tenemos más que suficiente”, la madre cazadora-recolectora examinando sus recientes adquisiciones, presumiendo de que “sólo mil pesetas y además es de marca, esto no podía dejarlo pasar”, justificándose, y los armarios ya repletos de ropa inservible, pasada de moda, calzoncillos tan ceñidos que dejarían estéril al mismísimo Peter North, calcetines “Hike”, sudaderas “Adissa” y otros engendros por el estilo que nadie le había pedido y que nadie necesitaba. Guardarla toda después, claro; acomodarla en baldas, en cajones, en sillas y hasta en puertas. El padre a la hora de comer, después de trabajar, “Ya estoy en casa” y mira lo que te tengo, churri, pruébatela, y “déjame sentarme un momento y ya luego”, aunque nunca había luego porque la madre se limitaba a embutir las nuevas prendas en el vestidor del dormitorio, ajena a las objeciones de su familia, en un ritual monomaníaco e inquietante, y el padre, acostumbrado a sobrellevar o esquivar o ignorar la neurosis de su esposa, raras veces llegaba a darse cuenta de que la camisa que se pondría al día siguiente, “esa camisa es nueva, profesor Blanco”, formaba parte de un nuevo botín, de un reanudado y exitoso asalto al mercadillo municipal. Y años más tarde el hijo mayor que se iba haciendo cada vez mayor y casi hasta deja de ser propiamente hijo de lo puro mayor que se hizo, “mamá, voy a tirar toda esta ropa, que no queda sitio en mi armario”, y la madre que entiende, que comprende o hace como que comprende, “tira lo que ya no te pongas”, y el hijo “pues lo tiro todo”, y la madre prenda por prenda “¿Y esta? ¿Esta otra tampoco? ¡Pues aquella la ponías mucho! Déjame a mí, a ver, que seguro que hay cosas sin usar que le pueden interesar a alguien”, y esa ropa no se volvía a ver por ningún sitio, pero está claro que no la tiraba (cómo la iba a tirar, si estaba nueva) y además apenas pasados un par de meses el armario volvía a estar lleno hasta los topes de todos modos, una cosa increíble, digna de estudio o de llamar a Iker Jiménez o algo. Y al final los tres hijos que se independizan definitivamente y la madre que, a falta de nietos, ya no tiene a quién comprarle más ropa; el marido hastiado de la jubilación que ya no se corta un pelo en repetir “ya está bien, tanta ropa, cojones”, mientras la madre deambula por la casa sin nada que hacer, desprovista de identidad, sin trabajo, haciendo footing por las mañanas, regando plantas por las tardes, ordenando las estáticas habitaciones desocupadas de sus hijos, con los estantes todavía abarrotados de prendas a estrenar, seguro que les hubieran gustado, piensa la madre que una tarde de invierno, después de tragarse la telenovela con el té de las cinco, tiene tantas ganas de llorar que no sabe muy bien qué hacer o qué dejar de hacer para aliviar su sufrimiento, y finalmente entra en el dormitorio del hijo mayor, medio sonámbula o en trance, sube la persiana, limpia un poco el polvo, se sienta en la cama, suspira, vuelve a levantarse y decide abrir de par en par el armario ropero para recibir por sorpresa y a traición una última descarga textil, una avalancha mortal de algodón, de poliéster, de lana, de franela, de pana, de lino, de cuero, de fieltro, de loneta, de percal, de licra, de terciopelo, de hilo, de felpa, de tejidos repudiados que la sepultan sin contemplaciones y bajo los cuales trata, en vano, de distinguir aquella camisa a cuadros que una vez, una vez, una vez, y así hasta que de pronto se rinde y deja de.

lunes, 5 de diciembre de 2016

TAREA URGENTE


       Tremenda cantidad de diputados comunitarios trabajando a jornada completa en la Comisión por el Cumplimiento de las Directrices Convergentes (CCDC) auspiciada por la Unión de Países Occidentales (UPO). Representantes de los estados del sur reclaman puesta en práctica de planes de empleo público y medidas de presión fiscal progresiva. Estados del norte reaccionan priorizando contención del déficit y flexibilizando mercado laboral en el marco de la Unión. Escueta e incendiaria declaración de los grupos minoritarios en favor del abandono del proyecto común y contra las tentativas de estímulo a la inclusión de nuevas potencias. Turno de intervenciones. Votación. Receso. Varios Asesores Altamente Cualificados (AAC) aprovechan la pausa para repartir entre las bancadas de diputados nuevos gráficos, recién actualizados, que muestran la evolución del escenario macroeconómico durante los últimos siete minutos y medio. Fuente dudosa o desconocida. Cifras superpuestas, incomprensibles. Por norma general, un fugaz vistazo a las mismas basta para impugnar las votaciones y reanudar el debate, pero esta vez un diputado excepcionalmente ingenuo, sosteniendo en alto su fotocopia y señalando repetidamente el fluorescente trazo rojo que la invade, decide dar la voz de alarma: “¡Es un pene! ¡Es sólo el dibujo de un pene!”. Vencido el estupor inicial –desalojado el díscolo diputado–, los principales dirigentes de los partidos mayoritarios asumen, como tarea urgente, la necesidad de endurecer con efecto inmediato las Pruebas de Aptitud Psicológica (PAP) para entrar a formar parte del Congreso. Permiso para alterar el orden del día. Se discute. Se delibera. Se vota. Se gana.

lunes, 28 de noviembre de 2016

EL PASADO


       Eran cosas que nos gustaba hacer, cosas absurdas con que paliar nuestro aburrimiento de paletos; Miguel y yo, todavía preadolescentes, demasiado jóvenes para internarnos en el mundo oscuro de las discotecas, demasiado mayores para soportar los fines de semana encerrados en casa con nuestras respectivas familias, solíamos tirarnos al monte cada viernes tan sólo para hacer senderismo por caminos de cabras, para hablar de música, de videojuegos, de tonterías, con nuestras navajas ridículas y mal afiladas; quizás también –no lo recuerdo– para compartir a escondidas el humo de nuestros primeros cigarrillos.
       Una de aquellas tardes (sol, polen, piar de pájaros, etc.), cuando alcanzamos la cumbre del monte de G., Miguel extrajo de su mochila una revista vagamente pornográfica que había aparecido en un cajón de su casa. “Mira, tío: ¡están en pelotas!”. No eran ninguna maravilla: fotografías cutres tomadas en algún decorado de mala muerte, pobremente iluminadas, de mujeres desnudas en poses pseudo-lascivas, con la mirada clavada (demasiado evidente) en el objetivo de la cámara; nada que no me hubieran enseñado con anterioridad Garrido o Dávila en el patio del colegio, mientras los profesores de guardia fingían vigilarnos.
       Cuando quise darme cuenta nos habíamos internado en una zona boscosa. Miguel extendió la revista abierta sobre unas rocas y, frente a ella y sin mediar palabra, se bajó los pantalones y empezó a masturbarse como un energúmeno, ignorando mi presencia. Me llamó la atención el vello incipiente en la base de su pene, que en el mío aún brillaba por su ausencia. Sin saber qué hacer o cómo actuar, me limité a observarlo en silencio, y no sin cierta impaciencia incómoda. Terminó sobre la página de la izquierda, dejando caer sobre los pechos anónimos de una señora entrada en carnes cinco o seis gotitas de lo que entonces me pareció un misterioso líquido blanquecino. “¿Qué es eso, tío?”, acerté a preguntar. “Eso es que ya soy un hombre”, contestó risueño y enigmático Miguel, tratando de recuperar el aliento.
       Nunca volvimos a hablar sobre aquello.

       Años más tarde, ya en el instituto, Miguel y yo empezamos a distanciarnos. Él frecuentaba buenas compañías, gente que presentar sin problemas a los Viejos, mientras que yo, sin haber escuchado siquiera la famosa canción de Lou Reed, empezaba ya a sentir el poderoso influjo de la wild side en mis venas: gamberrismo urbano, alcohol, hachís, skateboards, pintadas, punk-rock y mala gente en general. Cuando nos cruzábamos por la calle fingía no reconocerlo, y él tampoco tardó en hacer lo mismo. Si hacerse mayor consistía en aquello, en renegar de los buenos amigos para juntarse con hijos de puta sin escrúpulos que venderían a su madre por un par de anfetas, entonces podría decirse que me gradué precozmente y con matrícula de honor. Pero los tiempos cambian, y me gusta pensar que algunas personas también lo hacemos.
       Cuando ingresé en la facultad supe de Miguel gracias a Sagasta, un amigo en común de los tiempos del colegio que –quién me lo iba a decir– finalmente pasaría a engrosar las siniestras filas de jóvenes licenciados en Sociología. Me contó que también Miguel le había preguntado por mí en alguna ocasión y que no me costaría demasiado encontrarlo cualquier sábado en cierto local del centro. Apunté el nombre del sitio, que no me sonaba, y resolví dejarme caer por allí “un día de estos”. “Le alegrará verte”, sentenció sin demasiada convicción Sagasta. Desde aquel momento tuve claro que aquel garito era, al igual que mi propia adolescencia (sólo que en formato físico), un espacio a evitar por todos los medios a mi alcance. Aunque en realidad hubiese bastado con algo tan sencillo como no apuntar su maldito nombre.
       Apenas transcurridas dos o tres semanas, sobre las cinco de la madrugada de un sábado terriblemente aburrido al que me estaba costando poner fin, logré divisar desde la puerta de entrada del Kripton, a través de la densa pantalla de humo que nos separaba, la inconfundible silueta (la chepa característica, invariable) del que no podía ser otro que Miguel, acodado hacia el fondo de la barra, bebiendo solo, quizás esperando a alguien. Pedí un cubata de ron y, con el vaso de tubo helándome la mano, animándome a avanzar, llegué hasta él sin hacer ruido, como si mi verdadera intención fuera darle caza –o sencillamente como si tuviera alguna intención en concreto, que no era el caso–. Extendí el brazo izquierdo, abrí la mano, palmeé con firmeza su giba. Qué sorpresa verte por aquí, Miguel. Se volvió lentamente. Era imposible que no me reconociera. Hola. Tardó varios segundos en esbozar una sonrisa.
      
       Nos contamos lo único que se pueden contar dos personas que se encuentran desarmadas frente a su propio pasado: cómo nos había tratado la vida –la nuestra y la de los otros–, qué hacíamos y qué habíamos dejado de hacer, cuánto tiempo habíamos malgastado en lo primero y en lo segundo, hasta que terminamos hablando, como no podía ser de otra manera, de cosas absurdas con que paliar nuestro irrenunciable aburrimiento de paletos. Miguel parecía estar ya bastante borracho, pero seguía bebiendo un whisky tras otro cuando se agotaron los temas de conversación. Lo jodido del alcohol, me dijo, es que uno nunca sabe si toma porque le gusta o si le gusta porque toma. Hacemos el estúpido, Santi; constantemente estúpidos todos. Y siempre somos los mismos; tú eres tú y yo soy yo, y contra eso no se puede luchar ¿me entiendes? Ya lo creo que sí, claro que me entiendes, porque siempre fuiste más inteligente que yo. Eras inteligente, eres inteligente y serás inteligente, y por eso es probable que, por ejemplo, no te cases nunca. Casarse, sí, de matrimonio. Pero yo me caso el mes que viene, macho. Me caso, Santi: te lo juro, hostia. Me caso con una mujer maravillosa, ¿la conoces? No, qué va, cómo la ibas a conocer, claro. Pero ya te digo: guapa, limpia, ordenada, trabajadora… un encanto, Santi; un regalo. Y me voy a casar con ella porque la quiero, porque nos queremos mucho y queremos ser felices ¿sabes? Y vamos a serlo, por mis cojones que sí. Siempre viene aquí a recogerme. Suele, vamos. Bueno, sólo los fines de semana, no vayas a pensar que… ¿Son ya las cinco y media? A veces se me va la mano… con la bebida, digo; y ella me perdona, se hace cargo. Viene siempre. Es… ¿cómo se dice, Santi? ¿Es comprensiva, no? ¿Se dice así o cómo? Ya me parecía. Creo que estoy un poco borracho, tú bebes… bebes poco, Santi. Haces bien, coño. Bebes bien, bebes como Dios manda. Con moderación. ¿Te pido otra o qué? O no: mejor vamos fuera, que nos dé el aire ¿eh? El aire está bien, es bueno el aire.
       El camarero del Kripton llevaba un buen rato haciéndome señas que sólo cabía interpretar como “saca a tu amigo borracho de una puta vez, anda”, así que pagué la cuenta y aproveché la momentánea lucidez de Miguel, su leve iniciativa, para ayudarlo a abandonar el local. Afuera todo estaba tranquilo; la dúctil comunidad de borrachos y/o noctámbulos restantes debía haberse refugiado ya en los after-hours de los barrios bajos. Nos sentamos en la acera empedrada, bajo unos soportales. Encendí un cigarrillo mientras Miguel retomaba su absurdo monólogo etílico. Son cosas, decía, cosas que no entendemos, cosas que no tienen demasiado sentido todavía. Pero lo tendrán, Santi; no pueden tardar demasiado en tenerlo. Tú eras mi amigo y eres mi amigo si todavía quieres serlo; porque no puedes no serlo, ¿verdad? Porque éramos buenos amigos, ¿eh? Esto es así. Y además te quiero presentar a Marifé, que es buena conmigo y ahora vendrá a buscarnos. Ella siempre viene. A veces viene. Suele venir. Ya verás. Nos queremos mucho y vamos a casarnos. ¿Te he dicho que me caso, tío?
       Nos quedamos un buen rato allí sentados, aguardando la llegada de una mujer fantasma que –concluí entonces– segura y comprensiblemente se habría quedado en casa, “recogida”, harta de soportar los excesos de su improbable futuro marido. Imaginé a esa mujer, mientras Miguel seguía farfullando en su jerga incomprensible de borracho, hasta que la vi aparecer finalmente al fondo de la calle, presa de unos andares indignados, dando voces como una histérica, una mujer gorda y zafia que me pareció la antítesis de lo guapo, de lo limpio y de lo ordenado. Marifé –si así se llamaba–, muy poco dispuesta a escuchar mi trágico (por absurdo) discurso exculpatorio, se llevó a Miguel (lo que quedaba de él) a una esquina y lo abroncó largamente contra la pared a base de insultos y humillaciones varias, como si yo no existiera. Sin saber qué hacer o cómo actuar, me limité a observarlos en silencio. Como aquello no tenía visos de acabar en breve, di media vuelta y me fui sin despedirme.
       De vuelta en casa, antes de meterme en la cama, me concedí el capricho de imaginar cómo se reconciliarían aquellos dos al día siguiente –si acaso lo hacían–; una escena de realismo sucio, filmada en un decorado de mala muerte, que vendría a ser algo así como venga, vamos, cabrón chepudo, tienes que prometerme que no volverá a pasar, te lo juro, cari, de verdad que no, ¿lo prometes? Te lo prometo, claro, y te quiero, y la tregua, y el perdón malherido, el futuro marido absuelto, y después los besos y las caricias, las carantoñas repugnantes, y el todavía apestas a alcohol, un juego entre risas, ya gastado, y quizás entonces ella, desnudándose maquinalmente, adoptaría alguna pose lasciva, impersonal, estática, mientras Miguel daba buena cuenta de su súbita erección bajándose los pantalones vaqueros, empapados en sudor, para terminar eyaculando torpemente, a modo de disculpa, sobre los pechos caídos de su cutre amada entrada en carnes.

lunes, 21 de noviembre de 2016

VACÍO DE PODER


       El hermano menor que, aprovechando la idónea ausencia de sus padres, decide dar rienda suelta a sus innatas dotes de escapista ejecutando un complicadísimo truco de bondage para impresionar, en el salón de su casa, a primos y hermanos. Una improvisada cuerda de trompo alrededor de su cuello, fuertemente atada en las extremidades, entrelazando pies y manos a la altura de las ingles –nudo inverosímil, totalmente inédito–, recorre el torso desnudo del temerario aprendiz de Houdini. Tras un par de bruscos movimientos que cualquier observador poco experimentado achacaría al instintivo e irrefrenable deseo de volver cuanto antes al mundo de los libres, el hermano menor, enemigo natural del desenlace prematuro, apoya con cuidado su cabeza contra la alfombra y coge aire. Atención, allá vamos; comienza el espectáculo: un codo que se dobla, una rodilla que cruje, el hombro contorsionado, aparente esguince de tobillo, la cuerda que cede parte de su tensión inicial a la espalda marcada y ondulante, caderas que bailan y enredan y aprisionan y hieren, la respiración lacerada por el nudo que se resiste.
       Los reveses del destino.
       Y también el orgullo aplastado y los gritos de socorro, las lágrimas.
       El hermano mayor, sobre el que pesan ciertas (obvias) responsabilidades cuando los padres se ausentan, que sufre un repentino y paralizante ataque de risa en una esquina del salón. Imparable sucesión de segundos. Ante un vacío de poder que suponen transitorio y acaso breve –ya verás, no te preocupes–, el hermano mediano y los primos intercambian miradas de laxa alarma, gestos abortados, amagos de auxilio, pero ninguno se decide a actuar de momento. 
       Carcajadas mudas. 
       Carcajadas que se desvanecen, y el hermano menor todavía.

lunes, 14 de noviembre de 2016

TRIBULACIONES DEL ESCRITOR COBARDE


       En estos momentos, en algún lugar, seguramente hay otro escritor tratando de escribir un relato mejor que el mío. No pienso ponérselo fácil, por supuesto. Prefiero dejarlo aquí e imaginar el resto, para que nadie pueda demostrar jamás quién de los dos se equivoca.

lunes, 7 de noviembre de 2016

AFUERA LADRABAN PERROS


       La recuerdo pensativa frente al escaparate navideño de El Corte Inglés –sección Libros–, poco después de besarla y poco antes de presenciar, divertido, uno de sus característicos monólogos iracundos; mira, decía, la puta novela negra nórdica para amas de casa aburridas: dos estantes repletos, una decena de autores jugando a ser lo peor de su generación, ¿no es entrañable? Deberías dejarte de hostias y entrarles al trapo, rollo policíaco made in Galiza y que le den a la Literatura. Si no fuera porque también eso se está haciendo, me temo. Y porque resulta todavía más grimoso, claro.
       No convenía interrumpirla cuando tomaba impulso; sobre todo porque corrías el riesgo de perderte otro par de joyas satíricas que ella se guardaría ya para siempre. Nunca dejaba nada para más tarde. Y nada es nada, incluyéndome a mí. Así que, sin mediar palabra y procurando no distraerla demasiado del legítimo objeto de su odio, volví a besarla con cuidado y –me gusta pensar– cierta ternura. Quizás fallé, porque volvió a sumirse en su todavía reciente silencio contemplativo.
       No es tan fácil venderles libros a las amas de casa aburridas, dije –seguramente para reavivar su cólera–; mi madre, por ejemplo, siempre se queja si el ineludible romance no resulta creíble o si la resolución del crimen la obliga a imaginar escenas demasiado escabrosas. No subestimes el paladar de las amas de casa: suelen saber muy bien lo que quieren cuando abren un libro, no son un público tan fácil. Yo sería incapaz de pergeñar una novela por el estilo; haría falta oficio, noches en vela, confección de estadísticas con datos a pie de calle… olvídate, Carmen: mucho curro. Tanto como ahora, pero a cambio de perder credibilidad. Mal negocio, vamos.
       Y mientras tanto te mueres de hambre, Luis.
       No recuerdo si esto último lo dijo ella o lo imaginé yo. Sí recuerdo que volvimos a su piso y que aquella fue la última noche.
       Decir que la quería sería una exageración imperdonable. Ni estaba enamorado de ella ni planeaba estarlo algún día. Pero nos entendíamos bien, y eso no era poco en una ciudad tan pequeña –dígalo, digamos “provincias”, lo estamos deseando–. La amistad se funda a veces, más que sobre filias comunes, en torno a fobias inalterables, y eso es algo que no terminan de entender en Barcelona o en Madrid: el encanto de las pataletas provincianas en las que todo vale porque a nadie importan, porque nadie va a pillarte en un renuncio, porque “nadie” es una palabra que sólo adquiere pleno sentido en la periferia. Pero no íbamos a eso. Íbamos a Carmen, que tampoco me quería.
       Recuerdo que aquella noche, ya en su piso, tras echar un par de polvos rápidos e insustanciales –mero ejercicio físico en buena compañía–, Carmen me preguntó sin mayores rodeos si no me importaría ayudarla a quedarse embarazada. No te asustes, tonto: sólo necesitaré tu semen, dijo sujetando entre sus dedos y blandiendo ante mis ojos, a modo de péndulo, el segundo condón recién atado. Afuera ladraban perros o personas que imitaban a perros, y adentro Carmen esperaba una respuesta.

       Una vez, de niño, mis tíos maternos me llevaron de excursión a una mina abandonada. Cuando nos bajamos del todoterreno me contaron que aquella mina, a la que poco después nos dirigíamos por un sendero de montaña, había sido uno de los más importantes yacimientos de oro de toda Europa. “Oro”, decían. Eso a un niño no se le escapa: oro es riqueza y también peligro; son cosas que uno aprende viendo películas de Indiana Jones. “Pero ya no queda”, zanjaron. Ni siquiera contemplé la posibilidad de preguntar cómo se había agotado; imaginaba sin problemas los excesos y desmanes de civilizaciones pretéritas, onerosas y brutales. Años más tarde descubrí que había sido culpa de los romanos.
       Tras una larga caminata bajo el sol matinal y andaluz, mis tíos se detuvieron frente a la angosta entrada de lo que me pareció una cueva excavada en la roca –“no es una mina, es una cueva”, pensó entonces el niño que una vez fui–. Después se volvieron para mirarme con una sonrisa desafiante que no supe descifrar. Ahora (y sólo ahora) comprendo que aquel niño, su presencia, era una excusa para que dos hermanos muy poco responsables, incorregibles aventureros de andar por casa, se decidieran a llevar a cabo una expedición quizás largamente aplazada y al fin acometida. En realidad éramos tres niños a punto de abrazar la oscuridad de la gruta abandonada, y yo era el único demasiado asustado como para hacerlo.
       Sé que les fallé, de eso no tengo ninguna duda. Apenas franqueamos aquella oscuridad de murciélagos y reverberaciones, el niño dijo basta negándose a accionar el interruptor de su linterna. “No jodas, Luis, con lo que nos costó convencer a tu madre”, dijo entonces uno de mis tíos, humillándome sin contemplaciones. Yo confiaba en ellos, pero aquella confianza tenía sus límites –quizás era el niño el que los tenía–, de modo que, desoyendo acaso por primera vez en mi vida las órdenes de un adulto que no fuese mi padre, di media vuelta hacia el exterior con la absurda esperanza de que mis tíos también lo hicieran. No lo hicieron. Se limitaron a ordenarme que no me moviera de la entrada hasta su regreso; “Tardaremos media hora”.
       Me dejaron solo frente a la cueva, bajo el sol de agosto. Estaba enfadado con ellos, enfadado conmigo, con mi propio miedo insuperable y paralizante. Nunca más, me dije. El límite es un agujero negro en medio del desierto y a partir de ahora sabré reconocerlo cuando se cruce en mi camino, sabré esquivarlo a tiempo o enfrentarlo como un adulto. Pateé unas cuantas piedras, exploré los alrededores sólo para tener algo que contar, algún día, a quien quisiera escucharme. Pensé en la oportunidad de aventura y en la aventura desperdiciada, imaginé las profundidades de la cueva y a mis tíos en la cueva, las burlas de mis tíos en la oscuridad, el oro ausente. Cuando salieron quise decirles que lo sentía, quise disculparme, pero no lo hice. Ellos me mostraron, orgullosos, su botín improbable: apenas unas cuantas piedras con incrustaciones vagamente áureas. “¿Qué has estado haciendo tú mientras?”. Les dije que nada en especial, que sólo esperarlos. Y también que afuera ladraban perros, aunque no se sabía muy bien por qué ladraban exactamente ni si eran exactamente perros.

lunes, 31 de octubre de 2016

RECONSTRUCCIÓN


       Quizás para demostrar que en esto de la reconstrucción de países el empeño en ceñirse a una Hoja de Ruta no es más que una superstición pequeñoburguesa, las autoridades de Buronia (antes Reino de) decidieron rehacer la Capital del Estado sin prestar apenas atención o aun mero socorro a las múltiples ciudades de provincias todavía arrasadas por el hambre y los morteros. Imaginen pues el dudoso espectáculo, la estampa del progresivo regreso a la normalidad aplazada por la guerra, el vaivén de las grúas y el sudor de los operarios de la construcción que se afanan en restaurar el orden y los edificios de la Capital. Entre el enjambre de supervivientes, malolientes ellos –como todos los que sobreviven a costa del horror ajeno–, destaca una señora oscura o vestida de oscuro que se esconde de las patrullas ciudadanas en una bocacalle no demasiado estrecha, una señora no menos culpable, no menos inocente que el resto de damnificados, señora observadora y aparentemente inerte que aguarda la puesta de sol para llevar a cabo un plan cuyo fin ignoramos. Imaginen además que el día, fiel a su juramento, cede su lugar a la noche de los operarios dormidos y los bloques de hormigón exentos de vigilancia, y cómo esa señora oscura, doblemente oscurecida por la falta de farolas, primero duda, después echa a andar y más tarde se interna ya con sigilo en el edificio en ruinas más cercano a la bocacalle que, horas atrás, tan convenientemente le sirvió de guarida.
          Interpreten.
       La señora quiere un bloque de hormigón, claro; la pobre señora pobre de provincias necesita un pedazo de realidad material con que tapar algún boquete inoportuno (la metralla), un poco de maquillaje contra el viento para una casa que seguramente ya no lo es tanto y que quizás, a falta de una cuarta pared en condiciones, debería abandonarse sin remisión y con resignada nostalgia. Ya ven: la vieja historia de los perdedores de la Historia vieja, los anónimos, los provincianos, las señoras y los boquetes oscuros, las vidas y las verdades pequeñas, doblemente oscurecidas por la oscura necesidad de ser recordadas, esa necesidad que tanto y tan bien atrae la atención de los académicos más comprometidos. Pero síganme, se lo ruego, no aparten su mirada de la señora que, creyendo portar un amuleto singular y desproporcionado, antídoto de boquetes, echa a correr entre ruinas y cascotes, con zancada traviesa, levemente amortiguada (va descalza), la señora que de cuando en cuando y sin detener su marcha alza la vista asustada hacia las alturas, hacia el peligro que supondría en estos momentos un vigilante insomne (¡figúrese!), atento, armado, apostado en la azotea de algún edificio cercano, alguien que, como yo, como usted, como cualquiera que alcance a comprender y aun perdonar los caprichos de un destino oscuro e ineludible, no puede permitirse el lujo de hacer la vista gorda estando de guardia, porque en tal caso a ver cómo explicamos mañana que falta un bloque de hormigón de los de importación, de los buenos, sí, de los caros, a ver quién le cuenta al jefe, alguien que (por qué no decirlo) también echa de menos, sin saber muy bien por qué, la figura de un monarca incomprendido y cruelmente asediado por el populacho ignorante, presumiblemente encarnado aquí y ahora por una señora oscura que huye como sólo huyen las ratas, cuando todo está perdido, en mitad de la noche, a través de la mirilla recién calibrada de un rifle de asalto extraordinariamente preciso (primer francotirador de mi promoción) que, como todos los rifles de asalto de este mundo, muchas veces acierta y otras incluso mata y no es menos inocente ni tampoco menos oscuro.
        Ahora dejen de interpretar y escuchen:
       Así escribimos la Historia, con razón o sin ella, quienes velamos por la seguridad en la reconstrucción de la Capital de Buronia, donde señora es solamente señora, Jefe es sobre todo Jefe, hormigón es capital invertido y servidor es padre de familia numerosa con no menos numerosas deudas de juego. Y con esto y apretar el gatillo, si ustedes me lo permiten, quedará todo dicho.

lunes, 24 de octubre de 2016

PUNTO IMAGINADO


       Usted sabe –cree, intuye o simplemente no ignora– que existe (ha de existir) un punto imaginario en el que confluyen el relato, el poema y el ensayo. Ese punto le parece, además, una digna meta hacia la que dirigir su voluntad creadora, sus palabras, sus tercas ambiciones. Lo imagina encerrado (usted, el punto) en el centro exacto de un triángulo equilátero, un punto referencial acostado encima de otro punto perfectamente equidistante, neutro. Inmóvil (usted, el punto), imagina el movimiento de ese punto imaginario que, a fin de respetar los designios de la perfecta convergencia, sólo puede desplazarse verticalmente hacia arriba, hacia los improbables ojos imaginarios que contemplan desde fuera el triángulo que lo acoge. Si tuviéramos un plano, piensa usted, el movimiento de ese punto podría representarse aumentando sucesiva y progresivamente (fig. 1, fig. 2, fig. 3, etc.) su circunferencia: la ilusión del punto que se acerca a uno, a un-otro que obviamente no es, no puede ser usted, pues usted ocupa el centro a ras de triángulo. Imaginemos que los imaginarios ojos de ese un-otro imaginario que contempla el no menos imaginario punto ascendente en el centro del triángulo imaginado son dignos de confianza: ¿Qué verá ese otro? ¿Qué verá que usted no podría ver en modo alguno desde su posición? En efecto, un punto que crece. Pues bien: ese punto imaginario, al ascender, ese punto que visualmente se desparrama en el interior del triángulo hasta tocar simultáneamente sus tres paredes, sus tres lados –relato, poema y ensayo–, debe detenerse precisamente entonces, en otro punto imaginario, un punto que –usted asume– no le es dado contemplar, estando como está abajo. Debe, por lo tanto, confiar en los ojos imaginarios de ese-otro, alguien que se digne gritar “¡Alto!” desde arriba, antes de que el punto ascendente termine por devorar, a lo ancho y en perspectiva, los tres lados del triángulo, volviéndolo totalmente inservible (a usted, al otro, al punto, al triángulo).
       Es la única vía posible.
       Usted nunca hubiera pensado que la existencia del punto imaginario en el que confluyen el poema, el relato y el ensayo pudiese depender de los ojos de nadie. Finalmente tendrá que replantearse la naturaleza, la dignidad de su imaginaria meta, de su punto imaginado, de su lector improbable, y asumir que imaginar ese punto es también lanzar una plegaria o un sordo grito de socorro.

lunes, 17 de octubre de 2016

LAS PERSONAS NORMALES


       Tanto tiempo sin escribir no puede ser bueno, me digo. Desde que el psiquiatra me recetó aquellas pastillas –hará mañana un par de meses– soy incapaz de relacionar imágenes, pensamientos, ideas o recuerdos; no digamos ya trasplantarlos al papel. Es cierto que los ataques de pánico han remitido, y que tampoco he vuelto a tener pulsiones suicidas, pero mi actual agrafía, aun lejos de suponer una fuente de angustia, sí empieza a resultarme vagamente incómoda. Pienso en la escritura como en un amigo que se pierde por culpa de nadie, un amigo que se esfuma sin más, sin despedirse y sin haberse muerto.
       Una vez por semana el doctor Castro trata de tranquilizarme al respecto: es perfectamente normal, me repite una y otra vez, “per-fec-ta-men-te”, dice marcando cada sílaba como si su verdadero propósito fuera enseñarme a vocalizar como es debido. Que los tranquilizantes esto, y los antidepresivos lo otro, y que hay que tener paciencia y háblame de tu madre. Y sonríe: perfectamente normal, dice, como si la normalidad tuviese el legítimo derecho a alcanzar alguna clase de perfección. Perfectamente estúpidos, en tal caso, el doctor y yo; él en su perfecta condescendencia, yo en mi perfecto bloqueo mental –pagando además, perfecta y religiosamente, nuestras perfectamente inútiles sesiones–.
       Si sigo viniendo aquí, a su consulta, me digo, es porque el haber dejado de escribir supone para mí la enésima oportunidad de aprender a hablar, a comunicarme con los demás, los que no quieren o no saben leerme, las personas normales. El doctor Castro es en este sentido –y a pesar de ser psiquiatra– un gran orador; sus palabras, sus construcciones sintácticas (lentamente desgranadas en su mente, sólo posteriormente proferidas) me convencen no ya de que podré curarme algún día, sino de que el lenguaje hablado posee cierta belleza, una belleza atávica, platónica, no-escrita. Yo me limito a decir “Sí”, a decir “No”, aguardando el momento en que la maestría de mi involuntario profesor se traslade, al menos en parte, a mi deprimido cerebro, a mi pensamiento mudo y ágrafo.

       No es verdad; seré sincero: si sigo aferrado a la periodicidad de la consulta es sencillamente porque el doctor Castro me recuerda físicamente a Pessoa.

       Anduve obsesionado con Pessoa incluso antes de ingresar en la facultad de Filología; me apasionaban los heterónimos, la posibilidad de ser varias personas, varios autores, voces variantes, pensamientos encontrados e irreconciliables. Quise aprender portugués tan sólo para difundir su palabra en versión original, plantado, por ejemplo, en el centro de alguna plaza especialmente concurrida, dando voces como un loco. Y si la misión era volverme efectivamente loco, entonces estamos bien cerca de cumplirla, me digo en primera persona del plural, dirigiéndome sin duda a mis todavía inexistentes heterónimos. El doctor Castro, como de costumbre, parece convencido de que estoy hablando con él. Pobre hombre. No sabe que él es Pessoa y que Pessoa nunca es igual a sí mismo. Mi psiquiatra nunca es la misma persona, pero al menos presta atención a lo que digo y me invita a seguir hablando.
       Mientras trato de explicarle que nada está más lejos de mi intención que penetrar el cuerpo fofo y arrugado de mi madre, las facciones del falso doctor Castro empiezan a transformarse en las de Alberto Caeiro. No es lo habitual, me digo, no en mitad de una sesión. Me quedo un rato en silencio, admirando sus ojos profundos de pastor, sus manos callosas y ennegrecidas por el sol y la mugre. Que a qué viene mi mutismo repentino, dice. Tiene narices que me lo diga precisamente él, el poeta de las cosas pequeñas y simples, cuando nada hay más simple y sencillo que el silencio. Debería comprenderme, comprender a todos los que están intentando aprender a hablar como las personas normales. Caeiro hubiese sido un gran psiquiatra, le digo, aunque estoy bastante seguro de que el doctor Castro desconoce al heterónimo que se ha apropiado de su cuerpo y que seguramente le queda demasiado grande.
       Me encuentro más a gusto con Ricardo Reis, le digo, pero el falso Pessoa está ahora muy ocupado tratando de abrirme la boca para depositar bajo mi lengua una pastilla grande y azul. Con Ricardo las cosas –las paredes húmedas de la consulta, los gráficos y los cuadros– rebosan solemnidad y Verdad. Aguardo la lucha a muerte, el momento en que Caeiro sucumba al poder de las palabras nobles ante el alumno aventajado. Parece ser que me he puesto violento hace un rato, eso me dice alguien; los efectos de la pastilla desdibujan parcialmente el rostro de Reis, Castro, Caeiro o Pessoa. Estoy respirando por la nariz; la boca cerrada y pastosa, como un pozo sellado con cemento, se llena de saliva amarga. Mejor así ¿verdad?, dice. La Verdad; ¡lo sabía! El psiquiatra que tampoco conoce a Ricardo Reis acoge en sí al Poeta de todos modos. Pero cuando empiezo a acostumbrarme a sus recién estrenados rasgos –a las bondades del sedante–, creo intuir la inminente comparecencia de Álvaro de Campos.
       Nunca habíamos tenido una sesión tan intensa, me digo –nos digo–. Usted cree ser el doctor Castro, un hombre que básicamente escucha, pero en realidad resulta que es usted Pessoa, un poeta muerto que ya no escribe. El problema es que si ni siquiera Pessoa era únicamente Pessoa, luego usted tampoco puede serlo. Por eso tiene que conformarse con ser el doctor Castro, que es una invención enteramente suya –nuestra–. Usted no es un hombre leído: es un vulgar psiquiatra. Y yo vengo aquí cada semana no a hablar con el doctor Castro, sino a ver en su cara las facciones que usted desconoce y que a mí me tranquilizan más que cualquier pastilla azul. Usted encarna la Poesía, y viceversa. Por eso vengo. Porque ya no escribo y porque quiero aprender a hablar. Pero reconozcamos de una vez que no me comprende, que no puede hacerlo porque no ha abierto un libro de poemas en su vida. Me temo que nuestras sesiones terminan aquí, como un amigo que se despide sin más, sin despedirse y sin haberse muerto.
       El doctor Castro me observa impertérrito. Ligeramente inclinado hacia adelante, apoya sus múltiples codos sobre la mesa de la consulta. Yo no soy Pessoa, me dice. Y tiene tanta razón como yo, como nosotros… pero ¿acaso existe ya un nosotros? ¿Nosotros? ¡Nosotros! Al fin oigo voces en mi cabeza deprimida; quizás sea la irrupción de la locura, el ansiado advenimiento de los heterónimos, me digo. Mi última oportunidad, la única que jamás haya tenido. En cuanto abandone la humedad solemne de esta estancia, me digo, en cuanto termine de extender el cheque a nombre de Pessoa y coja el ascensor y deambule por las calles como el loco en que me he convertido, intentaré entablar conversación con ellos, con esos otros recién nacidos que ni querrán ni sabrán ser yo, mis queridos heterónimos. Quizás en su compañía pueda reunir las fuerzas necesarias para volver a escribir, para aprender a hablar, para dejar de volverme perfectamente cuerdo. Sería fantástico, sobre todo, poder relacionar pensamientos, imágenes; hacerlo otra vez, pienso, y de repente, sin más, sonrío. Como las personas normales.

lunes, 10 de octubre de 2016

HOMBRE MALO


       En el piso de abajo vive un hombre malo. Nunca me he cruzado con él –ni en el ascensor, ni en el descansillo, ni en el portal, ni en los buzones–, pero puedo oírlo cada noche, a partir de las tres de la madrugada. De ese hombre al que no he visto sólo puedo decir que se ríe y que folla como un hombre malo, con carcajadas estentóreas y blasfemias humillantes (respectiva y simultáneamente), y por eso infiero que se trata de un hombre malo. Pero quizás he ido demasiado lejos; y no porque el hombre pueda no ser malo (cosa que dudo), sino porque tampoco tengo constancia de que viva realmente en el piso de abajo, pues bien podría darse el caso de que solamente acuda aquí para reírse y follar con nuestra vecina brasileña –con ella sí me he cruzado un par de veces en el ascensor–; así que corrijamos:
       En el piso de abajo hay –al menos entre las tres y las cinco de la madrugada– un hombre que folla y se ríe como un hombre malo. Mi pareja cree que no es malo, que se trata de un juego erótico, que tanto la risa como las vejaciones verbales y físicas (los golpes) que oímos forman parte de su peculiar ritual de apareamiento. Yo creo que el salto desde “no es necesariamente malo” hasta “no es malo” es demasiado arriesgado, y también creo que la muele a palos noche tras noche sin compasión ni decoro. Puede decirse que en este aspecto mi pareja y yo no estamos precisamente de acuerdo, que cuando oímos colarse a través del suelo de nuestro dormitorio un “¡Te voy a reventar ese puto culo de zorra que tienes!” acompañado de risotadas diabólicas y seguido de un par de (¿tortazos? ¿Azotes tan sólo?), ella infiere un coito responsablemente violento mientras yo contemplo claros indicios de maltrato.
       Mi pareja sí ha visto al hombre; dice que en el ascensor, una vez, con la brasileña, que bajaron juntos en el séptimo; que es un señor canoso, alto, caucásico, corpulento, cincuentón probablemente; y que parece un buen tipo, y que además ella sonreía. Me dice “¡Es que tú ni siquiera lo has visto!”. Pero lo oigo. Vaya si lo oigo. Cada noche imagino, con los ojos cerrados y los oídos alerta, las escenas irrepresentables que transportan los ruidos del Séptimo Izquierda, las aberraciones inducidas por el odio y/o por el deseo de nuestros vecinos. Entonces acuden a mi mente visiones de cardenales y de agujeros, de sumisión forzosa y penetraciones brutales como cuchilladas. La veo a ella, que jamás protesta, que quizás acepta y consiente por miedo, que quizás sea la verdadera maestra de ceremonias –como se empeña en sostener mi pareja– en un affaire desesperado. Pero a él no consigo verlo. Veo (digo bien, veo) su risa de hombre malo, su pene enorme de hombre malo, sus modales de hombre malo, su eyaculación abundante y fétida. Trato de imaginarlo en su corporeidad cruel, siempre infructuosamente. En esos momentos envidio a mi pareja, que tiene constancia de sus rasgos, de su existencia efectiva, mi pareja que ha descartado definitivamente la posibilidad de que sea un hombre malo y se atrinchera en la tesis del sexo reglado como si la mera conjunción de reglas fuese garantía de bondad. La observo durmiendo a mi lado, acostumbrada a los ruidos que han terminado (supongo) por parecerle una nana inofensiva y narcótica. 
       A las cinco de la madrugada, cuando todo ha acabado, me levanto de la cama con sigilo y, preso de algún automatismo ignoto, asalto el cuarto de baño y me masturbo sin ganas, furtivamente, sin saber por qué lo hago, con los ojos cerrados, como lo haría –me gusta pensar– un hombre bueno. Después rompo a llorar y casi consigo ver al hombre malo aseándose un par de metros más abajo. Trato de comprender (en vano) lo que mi pareja asegura haber comprendido y, cuando vuelvo al calor de las sábanas, esforzado en respetar su sueño profundo, palpo a tientas, con delicadeza, la zona inferior de sus braguitas anormalmente mojadas y me digo: “Tiene que ser un hombre malo, un hombre que nos incluye en sus fantasías sin saberlo, un hijo de puta que ha empapado las bragas de mi novia, que quizás la ha obligado indirectamente a masturbarse en silencio, dándome la espalda a mí, al hombre bueno que ha decidido ser bueno porque no quiere o no sabe ser malo, porque le aterra la mera idea de aceptarse y asumirse como tal”.
       Soy un hombre bueno. Me repito que soy un hombre bueno hasta que me quedo dormido y las categorías morales, las bragas mojadas, las masturbaciones en secreto y mi propio carácter dejan de tener importancia. A la mañana siguiente asumo que el hombre malo no tiene por qué ser malo, que quizás el auténtico hombre malo soy yo, pero las dudas comienzan nuevamente cada noche, como un recordatorio fatal, entre las tres y las cinco de la madrugada, mientras mi pareja finge reanudar el plácido sueño de los inocentes.

lunes, 3 de octubre de 2016

IMPOSTORES


       Emilio llega a la conclusión de que nombrar cosas equivale, en cierto modo, a poseerlas. Cuando dice “Jackie” –el nombre de su perro– encierra en un concepto una realidad animada que le pertenece. Cuando se refiere a “Susana” –el nombre de su pareja– sabe que ese vocablo se corresponde con una persona y con una serie de experiencias asociadas a ella. Emilio nombra, y porque nombra conoce, y porque conoce posee. Pero posee únicamente el conocimiento de la cosa que nombra, y quizás no la cosa en sí misma. Es más: Emilio no tendría inconveniente alguno en admitir que el nombre y la cosa nombrada son realidades insolubles, permanentemente disociadas. Dice “Susana”, cierto, pero Susana es para él un perfume, una sonrisa, un leve gesto de la mano izquierda. Hay otra Susana, otro Jackie, que permanecen ocultos a la cognición emiliana. Al otro lado de la puerta se oyen jadeos, gruñidos, una aparente lucha. Emilio podría franquearla y visitar regiones inexploradas de los conceptos previamente acuñados: un perro que es Jackie y no es Jackie, porque su mascota nunca se habría comportado como una alimaña sedienta de sangre; una novia que es Susana sólo en virtud de algunas facciones extraordinariamente marcadas que no acaban de sucumbir a la fiereza de los colmillos. Emilio podría abrir la puerta, pero sólo piensa en el devenir de los conceptos, en cómo estos nacen, se modifican, se falsean, se nombran, se conocen, se poseen. Es entonces cuando llega a una segunda conclusión: al otro lado de la puerta dos realidades designadas luchan evidentemente por sobrevivir; dichas realidades designadas poco o nada tienen que ver con el nombre que las designa o, mejor dicho, han dejado o están dejando de hacerlo. Susana no profiere aullidos. Jackie no roe cartílagos con violencia. Susana nunca golpea las ventanas. Jackie nunca atacaría a sus amos. Y Emilio, que sabe que sólo cuando nombra conoce y que sólo cuando conoce posee, decide que si la cosa y el concepto, lo real y la idea no se corresponden, entonces peor para lo real, peor para la cosa, y aún alcanza una tercera y última conclusión antes de despegar sin miramientos su oreja de la puerta cerrada: que gane el mejor impostor.
       Ganó Jackie.

lunes, 26 de septiembre de 2016

CIUDAD SITIADA


       Hace meses que no nos llegan cartas de la ciudad sitiada, y empezamos a temer por la suerte de sus habitantes, expuestos a los abusos del ejército invasor. Al tiempo que avanzamos, constantemente oímos hablar, en posadas y refugios, de muerte, destrucción y columnas de humo negro, de banderas bárbaras izadas en los edificios de los pueblos colindantes, ya sometidos. Podrían ser sólo rumores, claro está, propaganda terrorista a cargo o al servicio del enemigo; pero nuestro capitán –que cuando oye “muerte” grita “¡Patria!”, cuando oye “destrucción”, “¡Venganza!”, y así sucesivamente– opina que “las advertencias son las advertencias”, negándose entretanto a verificar fuentes o aclarar posibles tergiversaciones.
       Entre los soldados, cansados y ateridos, empieza a abrirse paso la duda. Dudamos no sólo de las intenciones del enemigo, que jamás ha hecho una declaración formal de guerra, sino incluso de su existencia, porque todavía ninguno de nosotros ha llegado a presenciar manifestación alguna de barbarie. Nos llama la atención, por ejemplo, que los niños no hayan interrumpido sus juegos en los caminos, o que las comadres sigan tricotando sonrientes en los bancos, ajenas al horror que –al menos en teoría– nos rodea. Hace un par de noches un anciano que nos había preguntado si estábamos de maniobras, al contestarle yo que estamos en mitad de una guerra, se limitó a sentenciar entre burlas: “Ustedes, los jóvenes, dan crédito a cualquier tontería”. Parecía muy tranquilo y creo que, en efecto, lo estaba.
       No dejo de pensar que, si el enemigo existe, hará todo lo posible por permanecer escondido, que es la mejor opción de cara a una eventual emboscada. El capitán se muestra conforme con mi análisis y me anima a propagar la tesis entre los compañeros, que en realidad ya no saben a qué atenerse. Mientras, él se pasa las noches en blanco, estudiando planos y mapas complicadísimos, comparando datos y estadísticas de otras ciudades igualmente sitiadas y acaso igualmente inexistentes. Algunas veces, cuando me deja echar un vistazo por encima de su hombro a esos papeles sucios y descoloridos, siento la tentación de señalar con mi dedo índice todas las incorrecciones –ríos imaginarios, montañas inventadas, ciudades quiméricas– que los pueblan; sólo gracias al Todopoderoso consigo contenerme. Y es que en el fondo tengo la sutil, remota certeza de que, si el capitán se enterase finalmente de su desvarío y tuviese, por tanto, que aceptar la verdad, habríamos perdido en un instante toda posibilidad de ganar, no sólo esta, sino cualquier otra guerra posterior, real o inventada.

lunes, 19 de septiembre de 2016

QUERATINA


       De una buena amiga aprendí que uno tiene que cortarse el pelo cuando las cosas salen mal, como si el exceso de queratina en nuestro cuero cabelludo viniese a sumar amargura a la ya de por sí amarga tristeza. En los últimos años recuerdo haber visto, sobre la cabeza de mi amiga, formas imposibles, colores sin nombre, estados de ánimo cambiantes y, a veces, también pelo. Me gustaba el pelo de mi amiga, la ausencia de pelo de mi amiga; finalmente me veré forzado a admitir que también ella –queratina aparte– me gustaba bastante.
       Un día la abandonó su novio; me enteré por un amigo en común, porque ella llevaba varios días sin aparecer por ningún lado. En aquel momento pude haber pensado, egoístamente, que al fin se me presentaba una oportunidad, pero la verdad es que mi cerebro se comportó de un modo aún más ruin, formulando una y otra vez un mismo, único, obvio interrogante. Visité, una por una, todas las peluquerías de la ciudad; las de señoras, las unisex y hasta las de caballeros, porque ella siempre se conducía al margen de convenciones. La búsqueda, infructuosa, me abandonó –a falta de más locales– junto al portal de su casa, el lugar donde –me dije más tarde– debí haberla buscado desde el principio. Lamentablemente tampoco estaba allí.
       Hace un par de días leí en el periódico que había muerto P. J., un viejo amigo de mi padre –médico, como él– que investigaba con cierto éxito en el campo de la oncología y que incluso llegó a sonar para el premio Nobel en algún momento de su carrera (esto último lo descubrí en la necrológica). Constaté que cada vez que leo la palabra “cáncer” no puedo evitar pensar en otras como “quimioterapia” o “calvicie”. También pensé en mi padre, en lo unidos que estaban P. J. y él, y en lo poco que nos vemos nosotros dos últimamente. Quise telefonearlo, soltarle un par de frases sentenciosas y compasivas, colgar y a otra cosa, con la sensación del deber cumplido. Cuando me decidí a hacerlo descubrí que mi móvil no tenía saldo. “Papá”, le hubiera dicho, “Papá…”, pero era incapaz de anticipar el resto de la conversación. Salí de la cafetería en que me encontraba para dar un paseo. A pesar de los numerosos cajeros automáticos que me salían al paso en las avenidas me abstuve de recargar el saldo del teléfono móvil. Pude haberlo hecho. No lo hice.
       Mientras caminaba sin rumbo fijo por el centro de la ciudad recordé que caminar sin rumbo fijo es el único modo de caminar, que si uno se dirige a algún sitio en concreto ya no está solamente “caminando”, sino “yendo hacia”, esto es, determinando la finalidad de su marcha, e ignorando, de paso, que las cosas, los edificios o las personas hacia las que uno se dirige bien pudieran no estar exactamente donde uno cree que están. También recordé, mientras observaba a una pareja de ancianos sentada en un banco –ella consumida, él aparentemente sano– cómo mi tía M. había encanecido por completo en una sola noche, tras haberse enterado del fallecimiento de su primer marido, un señor al que nunca conocí y al que deseé retrospectivamente una muerte lo más indolora posible, pues de alguna manera había sido (o había tenido y perdido la oportunidad de ser) mi tío.
       Creo que nunca me he sentido tan triste, a lo largo de mi corta vida, como durante ese paseo (una tristeza irracional, casi hueca). Mientras me cruzaba con viejos y viejas, señores y señoras, personajes unisex y niños y perros, pensé que la existencia estaba hecha de experiencias de otros, alienaciones en tercera persona que nos catapultan hacia el vacío, un vacío que no es nuestro. Seguí pensando en mi padre y en aquella amiga a la que no he vuelto a ver, en mi desconocido tío postizo y en mi pelo descuidado a la altura de los hombros, luchando por convertirse en melena por derecho propio. Y cuando, tras haber llegado sin saber cómo ni por qué al portal de la casa de mis padres, tras comprobar que no había nadie en casa, ni allí ni en ninguna otra parte –signifique “casa” lo que signifique–, cuando decidí que en realidad no tenía razones fundadas para perseverar en mi propia tristeza ajena, más allá del llanto irrefrenable que me oprimía la garganta con su argolla invisible, me dije “No pasa nada, tranquilo”, me dije “Demasiado largo, eso es todo”, y seguí caminando hasta que entré en la peluquería más insalubre que pude encontrar tan sólo para decirle con lágrimas en los ojos al peluquero “Quiero y no quiero cortarme el pelo, ¿haría usted el favor de ayudarme?”, a lo que éste contestó, incrédulo y con las tijeras en la mano, que no, que lo sentía, que no podía, que eso era del todo imposible.
       Afuera hacía frío y no quedaban portales adonde ir, no quedaban amigas, ni postizos, ni padres, no quedaba nada más que un improbable exceso de queratina en mi cuero cabelludo y el no menos improbable recuerdo de mi tía encaneciendo a la velocidad de la luz en una sola, amarga noche.

lunes, 12 de septiembre de 2016

CAFÉ GIJÓN


       Estás en el café Gijón. Escribe, estúpido. Aunque sólo sea para contárselo a tus nietos, para decirles “Una vez escribí un relato en el café Gijón, que no era tan grande como yo imaginaba, ni tan iluminado como decían, ni tan transitado como se aseguraba, pero sí tan caro como para tener que conformarme con pedir un agua mineral del tiempo”. Escribe que estás escribiendo y que nadie se fija en ti, que los camareros deben estar hasta los cojones de bolígrafos, de plumas estilográficas, de libretas, de blocs y de teclados. Imagina que estás en el café Gijón, que estás en Madrid, donde los editores existen y viven y hacen la compra y buscan nuevos talentos. Piensa “No estoy en A Coruña, no tengo que escribir en gallego”, piensa que nadie volverá a atacarte por hacerlo en castellano. Sigue escribiendo: “Estoy sentado junto a la ventana y veo pasar a la gente”. Claro, sólo te salen banalidades (la emoción). Deja escapar de tus labios un breve suspiro de impotencia. Levántate y pide la cuenta. Paga; deja propina, esquiva la sonrisa condescendiente del camarero. Estabas en el café Gijón y todo era como siempre. Imagina, escribe que estabas en el café Gijón, que paseabas por Madrid y todo era como siempre. Sal de la cafetería y piensa “Era el café Gijón y era mentira, aunque lo cierto es que nada cambiaba en modo alguno”. Sonríe. Estabas en el café Gijón y seguías en A Coruña y todo era mentira. No olvides contárselo a tus nietos.

lunes, 5 de septiembre de 2016

¿POR DÓNDE?


       Siga en línea recta. Cuando llegue al primer cruce de caminos coja el primero a la izquierda y siga caminando sin prestar demasiada atención a una serie de imbéciles que tratará de hacerle perder el juicio a base de proclamas incendiarias. Tuerza entonces a la derecha hasta haber comprobado que se trata de un sendero viejo y oscuro, peor acaso que el anterior. Gire, vuelva sobre sus pasos cuantas veces desee, y cuando haya encontrado algún paraje digno de contemplación y alabanza recuerde que, por absurdo que parezca, debe usted continuar la marcha sin mirar atrás. No se deje confundir con espejismos, nunca deje de caminar. Dedíquese tan sólo a esquivar aglomeraciones, a buscar individuos –que haberlos haylos– entre la muchedumbre; evite compadecerse, pues la mayoría se halla tan confusa como usted. Si se dieran las condiciones adecuadas, entable diálogo con alguien –amistad incluso–, preste atención a ideas más inteligentes, más audaces que las suyas propias. No se prive de frecuentar avenidas secundarias, carreteras perdidas u olvidadas, poco y mal señalizadas, y (esto no es precisamente lo más fácil) haga cuanto esté en su mano por rodearse de personas mejores, más sabias que usted: ahí está la clave. De este modo, cuando a alguien le llegue el turno de preguntarle a usted lo mismo, siempre podrá contestar “No lo sé”, que es –además del consabido “Siga en línea recta”– la única respuesta válida en este extraño laberinto sin salida.

lunes, 29 de agosto de 2016

NOS QUEREMOS


       Cuando me dice que me quiere tengo serias dudas, no sobre la sinceridad de sus palabras (siempre cálidas, firmes), sino sobre la naturaleza de sus intenciones: ¿para qué me quiere? ¿Para pasear por el parque o para hablar de literatura? ¿Para tener relaciones sexuales o solamente para admirarme en silencio? ¿Quizás para que la admire yo a ella? ¿Me quiere para ella sola o me quiere compartido? ¿Quiere ella compartirse? ¿Qué quiere exactamente de mí? Cuando dice “te quiero” eso es todo lo que tengo, una afirmación plurívoca seguida de un millar de interrogantes que se niegan a desvelar la amplitud o la pequeñez del mensaje, sus implicaciones últimas. Y entonces contesto “te quiero” casi como si al decirlo yo el asunto quedara claro, la relación definitivamente afianzada, cuando lo cierto es que no nos estamos diciendo la misma cosa o, en cualquier caso, sólo una misma cosa distinta de la otra. Pero lo más curioso del problema es que a ninguno de los dos nos importa demasiado qué puedan ser esas cosas tan distintas, sus razones y las mías, porque llegados a este punto ya nos hemos dicho que nos queremos y aclararlo todo, aunque útil, resultaría fatigoso y poco romántico.

lunes, 22 de agosto de 2016

SUPERSTICIÓN


       Ella entorna los párpados cuando intuye que algo va a salir mal. Lo hace desde siempre, que yo sepa; al menos desde que la conozco. Entorna los párpados y arruga un poco la nariz, como si fuese a estornudar. No me gustó ver ese gesto en nuestra noche de bodas, un gesto que suele ser premonitorio aunque no por ello inmediato, pues la distancia temporal que media entre los párpados entornados y el algo que sale mal se estira normalmente hasta límites insospechados, impregnándolo todo con un aire de inminencia postergada. Así que no sabes si vas a resbalar en la bañera el año que viene, si van a matar a tiros a tu madre la próxima semana, o si a ella le va a dar por abandonarte la mañana siguiente. No se sabe qué, y lo peor no es eso, lo peor es que no se sabe cuándo. Ahí estaba yo, poniéndome en lo peor, que se jodía el matrimonio, que esta cabrona se echaba atrás o algo. No jodas, cari, le digo, y ella que me dice no hago nada, no entorno los párpados, no arrugo la nariz, son cosas tuyas. Y yo que le digo que la he visto, y ella que no, que de eso nada, ya ve usted, la muy puta, jodiendo nuestro matrimonio desde la primera noche, que prácticamente me forzó a abandonar la suite nupcial y ahora se atreve a protestar porque solicito la separación de bienes.

lunes, 15 de agosto de 2016

DRAGONES


       Entonces nos dio por criar dragones, una actividad excéntrica, sí, pero también gratificante y, por qué no decirlo, tan absurda como cualquier otra. El tema empezó a írsenos de las manos con la especulación; ya se sabe, la venta de huevos, que eso todavía no es un dragón ni es nada, pero había mucha gente dispuesta, no sólo a pagar por ellos, sino incluso por los que todavía no eran más que huevos previstos, huevos posibles únicamente en las calculadoras, cuando todo el mundo hacía cuentas con precios, plazos e intereses. El género, mientras tanto, más bien tirando a flojo. Y manga ancha en lo que venía siendo el control sanitario. Había dragones cuyo hálito apenas daba para encender un cigarrillo, dragones deformes, de escamas quebradas, enfermos crónicos… fíjese que algunos ni volaban, pero –uno ya no sabía qué pensar– el negocio seguía tirando, la gente acumulando en los establos huevos de dragón caducados o de pésima calidad, rocas inservibles que jamás eclosionarían. Le juro por lo más sagrado que los dragones dejaron de verse en cuestión de meses y nunca más se supo; nadie montaba a dragón, ni un mísero dragón salvaje en los campos, decían que se los habían llevado los magnates rusos. Y yo empecé a preguntarme si no sería mejor así, porque nunca he acabado de entender para qué sirve exactamente un dragón, porque los dragones son una cosa de tener en una cueva, en una gruta o en las catacumbas de un castillo, aunque esto no lo pudiera uno decir en voz alta, que luego iban y te acusaban de aguafiestas y te negaban el olfato empresarial en este pueblo de ignorantes.
       Ahora estamos con la cría de caballeros y princesas, que tampoco sirven para mucho pero se van vendiendo bastante bien. Aunque nada que ver con el boom de los dragones, que eso fue digno de contárselo a los nietos.

lunes, 8 de agosto de 2016

LA VERDADERA


       Tendría que haber estado allí, me digo, cuando el padre de Martín murió. Siempre he esquivado los velatorios, los funerales y los entierros, los pésames y los chistes más graciosos. Tenía miedo; fui un cobarde. Imaginaba a mi amigo cabizbajo y compungido, los hombros llenos de manos muertas, tiernamente estrujados. Cuentan que, de camino al cementerio, flanqueado por una legión de familiares, Martín se desmayó frente al tenderete de flores de una gitana. Después le compró un ramo y quizás también me echó de menos, justo en aquel momento, o eso me gusta pensar. Quizá se cagó, ya frente a la tumba de su padre, en todos mis muertos, uno por uno, regodeándose; quizás en parte de mis vivos, en los vivos que se mueren, en la gravilla del cementerio, en todo lo cagable. Por qué no estuve allí, me digo.
       Te odié por aquello, me dijo Martín por teléfono hace tan sólo unos días. Te odié de pura envidia, porque nadie debería tener que acompañar a un amigo al cementerio. Te odié en silencio, con una tenacidad constante, entre lápidas y trajes negros. No ha venido, me dije, y hasta tenía ganas de sonreír. Y te quise, te quise tanto que te odiaba. ¿Te acuerdas de aquella vez?, me decía, ¿te acuerdas de cuando juramos no volver a pisar un cementerio? Volvíamos del entierro de Parra. Hablabas de la muerte, del duelo como proceso mental, de la pérdida, de la nada. Cosas tuyas de filósofo. Y a mí me dabas el coñazo porque sabes que soy el único que te lo consiente, pero se me quedó grabado aquello de no volver a un cementerio. Sabía ¿me oyes?, sabía que lo decías en serio. Y te admiré, te envidié, te quise. Sabía que serías capaz. Lo supe. Eres un cabrón, me dijo Martín, te eché de menos. 
       Y colgó el teléfono de repente; sin despedirse, seguramente sonriendo y negándome el turno para tratar de contarle la verdad, lo que yo creo que es verdad, aunque ahora tenga ciertas reservas: que no recordaba aquella promesa, que yo no había estado en el entierro de Parra, que en definitiva soy un cobarde, que lo siento y que lo quiero, y que además soy yo el que lo envidia; quisiera decirle, Martín, te envidio, porque de entre todas las sutiles invenciones que entre los dos hemos ido ideando para salvar nuestra desatenta e inconstante amistad, a lo largo de todos estos años, esta de la promesa inexistente me parece sin duda la más entrañable, la más difícil, la menos previsible, la que nos justifica a ambos, la verdadera. Y tendría que haber estado allí, Martín, allí contigo, lo sé y lo siento, cuando murió tu padre, pagando las flores a aquella gitana, de camino al cementerio, como todos los demás, ahora lo entiendo, tan sólo asiendo tu hombro huérfano con mi mano muerta.

lunes, 1 de agosto de 2016

BOTE DE LUZ


       Ese haz de luz que se difumina en el horizonte, como un bote fluorescente que naufraga, esa luz es mi casa. No sabría explicar por qué es mi casa, pero sé que lo es y basta. Mis hermanos siguen creyendo que si me han internado en este sitio tan blanco y tan horrible es precisamente a causa del bote de luz, pero nunca fueron muy inteligentes mis hermanos, gente gris, no son muy listos, no. Dicen “no”, dicen “no hay luz, Roberto, son cosas tuyas”. Imaginarias, dicen. Porque imagino, por eso me encierran. Porque no les gusta que imagine. Papá también imaginaba, pero a él no lo encerraron. Cambiaba bombillas de sitio, un hombre entrañable. Yo lo quería. Y sé que en esa casa de luz, la que ahora no quieren que yo vea, aguarda el Viejo con una sonrisa de oreja a oreja, ordenando bombillas, cambiándolas de sitio. Ahora entra mi madre, “¿Roberto? ¿Estás bien, Roberto?”, mi madre que sí entiende de luces, pero no tanto de locura. Y yo le digo, mamá, le digo, papá nos está llamando, fíjate, allá, al fondo, papá ha encendido todas las bombillas para nosotros. Sonrío. Y mi madre, quizás asustada, quizás para darnos la razón, deja escapar de sus ojos un par de lágrimas cansadas.

lunes, 25 de julio de 2016

LA IMPOSIBILIDAD LÓGICA


       Ese hombre que se resguarda de la lluvia bajo los soportales de la estación ferroviaria tiene al menos tres razones para asesinar a su hermano mayor. La primera, de corte económico, alude a una serie de turbios desmanes que en los últimos años provocaron la ruina de aquél a manos de éste. La segunda, de orden moral, se remonta a la adolescencia de ambos y está relacionada con el juicio (erróneo) de que un objeto de deseo (animado) es algo susceptible de ser “robado”. La tercera, de carácter estético –y, por tanto, verdaderamente definitiva–, tiene su razón de ser en la indiscutible belleza física del asesinado potencial, fuente inagotable de complejos para un hermano menor que podríamos calificar, sin caer en la exageración, de contrahecho. Estas tres razones, que nosotros podemos permitirnos el lujo de enumerar, en calidad de observadores externos, no son para ese hombre más que una confusa intuición, una indiferenciada nebulosa de rabia que, pudiendo desatarse en cualquier momento, finalmente no lo hace. Y es que mientras él permanezca refractario a desentrañar, análisis racional mediante, las razones objetivas que acaso tenga para acabar con la vida de su hermano mayor, el salto del “analizar” al “pensar”, del “pensar” al “decidir” y del “decidir” al “actuar” estará abocado a una rigurosa imposibilidad lógica. Quizás es por eso que ese hombre que ahora abandona el resguardo de los soportales de la estación ferroviaria se dirige tranquilo, despreocupado y, en definitiva, dueño de sí, a la casa de sus padres, donde compartirá mesa, comida y charla dominical con un hermano al que sabe que no podrá asesinar hasta haber comprendido, no ya que tiene buenas razones para hacerlo, sino además qué razones y de qué tipo exactamente. “Es mejor así”, repite para sus adentros, y negándose a razonar –“por el bien de todos”, sentencia– sigue caminando bajo un aguacero que tampoco comprende.
       Mientras tanto, yo espero a ese hombre en la esquina de Avenida Restauración con Calle Princesa para, con el pretexto de acompañarlo, hacerle recapacitar sobre dos o tres asuntos que juzgo dignos de su interés.

lunes, 18 de julio de 2016

EL ÁRBOL DE LOS DÁTILES


       Tenemos el árbol de los dátiles, que es después de todo nuestro único sustento. Peleo lo riega, Anisia lo poda, Elena lo abona, Marcos recoge los frutos y yo los reparto. Así vivimos. Pero, usted sabe, nosotros también oímos historias; nos llegan del otro lado del río y hablan de fantasías remotas: de animales y de carreteras, de cafeteras y de trenes. De forasteros. A veces pensamos en la vida de esas otras personas y, en el silencio de la noche, recluidos ya en nuestras solitarias casas, nos preguntamos con una curiosidad intensísima qué harán allá, qué juegos habrán inventado, qué cosas les distraen del suicidio, del tedio. Y sentimos una lástima infinita, porque, usted sabe, lo que sabemos con total certeza, gracias a nuestros antepasados exploradores, es que al otro lado del río tienen muchas cosas extrañas, tienen norias y ceniceros, pero sufren igual que aquí y también el aburrimiento los alcanza. ¿Cómo dice? Sí, claro que la desgracia, en cierto modo, nos hermana a todos. Pero fíjese que esos pobres diablos tienen que soportar, además, una vida sin Peleo, sin Anisia, sin Elena, sin Marcos, y aun sin el árbol de los dátiles, del que –por descabellado que parezca– ni siquiera han oído hablar.

lunes, 11 de julio de 2016

LAS VERDADES PEQUEÑAS


       …O inaugurar un depósito de Verdades Pequeñas, donde uno pueda decir “verde” o “estrógeno”, y otro demostrar ortodoxias atenuadas, y ambos compartir sus hallazgos diminutos sin pensar nunca más en Verdades Grandes; un salón de reuniones, una cafetería, quizás una mesa de billar; discusiones cordiales, de andar por casa, y al final de la jornada tarta Selva Negra para todos. ¿Y si a alguien se le ocurre decir “eso no es cierto”? pues se le quiere, se le comprende, se le perdona. Lo importante es que el depósito siga funcionando, que el conocimiento fluya hasta estancarse. Cuando la masa de Verdades Pequeñas adquiera uniformidad y consistencia, ¿qué haremos entonces? Pregúntese mejor qué harán las Verdades Pequeñas. Porque si en ese momento deciden confabularse para dar lugar a la Gran Verdad –que es algo mucho más impredecible que una mera Verdad Grande– no resulta difícil imaginar el surgimiento de una anarquía férrea, o de una dictadura flexible (quién sabe si algo peor), en cuyo caso el color verde pasará a ser solamente verde y a ningún integrante de la organización se le pasará ya por la cabeza la posibilidad de relacionarlo con los estrógenos, con las galletas o con la libertad. El riesgo es obvio.
       Es por ello que nosotros abogamos por un sistema inicial de compartimentos estancos a fin de prevenir el desastre. En cualquier caso, no más de tres Verdades Pequeñas en un mismo cajón. Y siempre vigiladas. Siempre.

lunes, 4 de julio de 2016

FUMAR, POR EJEMPLO


       El sentimiento de culpa cumple un papel importante cuando uno empieza a fumar: generalmente se hace a escondidas y el escaso placer que proporciona está todavía teñido de una prohibición implícita y de una distorsión mal disimulada del concepto de libertad. Fumar, por el contrario –esto lo sabremos más tarde–, esclaviza nuestro cuerpo y nuestra mente, nos aleja de los héroes y nos emparenta con los villanos. Pero encontraremos precisamente en esta poética del villano –la que no buscábamos, la que no esperábamos, la que ni siquiera sabíamos que existía– una de las razones primordiales para seguir fumando. Porque si fumar esclaviza, la esclavitud no es muy diferente de un poema trágico: muy pronto no sabremos vivir de otra manera, siempre a merced de nuestro hábito, de nuestros “lo dejo cuando quiera”, recordando a duras penas cómo era la vida (feliz, radiante, inmaculada) antes de fumar, antes de la irrupción del destino, antes de Aquiles. Así, el sentimiento de culpa desemboca en un lago de pura necesidad. El fumar se convierte en una carga inexorable que, sin embargo, configura nuestro “yo” real o ficticio, y ya sólo se trata de llevarlos (la carga, el “yo”) con un mínimo de dignidad.
       Rehágase este relato cambiando el verbo “fumar” por el verbo “escribir”, por el verbo “amar” o por cualquier otro verbo mayor.

lunes, 27 de junio de 2016

CHOQUE CULTURAL


       Con palos y piedras solían recibirnos a los no iniciados, como si nuestra perfecta ignorancia de la tribu no fuese ya suficiente palo o suficiente piedra; hasta que descubrieron las dotes conciliadoras de Jared, “el Loco” –rebautizado entonces como “el Comprensivo”–, indígena autóctono y de mente abierta bajo cuyo mando terminaron de adoptarse nuestras revolucionarias técnicas pedagógicas para fines más sagrados y menos dudosos. Aprendieron a leer; les enseñamos a escribir como cristianos. Lo que nunca acabaron de entender –de choques culturales tampoco entiende uno demasiado– fue aquella renuncia tardía de Jared a ciertas manifestaciones básicas de su propia cultura, al baile de los palos y las piedras, al salto sobre cocodrilo, y algunos (sobre todo una gran mayoría de no iniciados) todavía coincidimos en señalar aquellos hechos como causa de su lamentable sacrificio, y no tanto aquella otra historia que se dice que sucedió con la irresistible primogénita del chamán de la tribu, de la cual seguimos sin tener noticia.

lunes, 20 de junio de 2016

EN ESTA ZONA DE LA CIUDAD


       Cuando cae la noche en esta zona de la ciudad, los vecinos salimos a contemplar la luna. Acampamos improvisadamente en la plaza, repartimos latas de cerveza y maullamos como gatos hambrientos con la mirada fija allá en lo alto, olvidados los unos de los otros. “La luna otra vez”, exclama con fastidio el hijo mayor de los Sánchez, sin duda hastiado de tan periódicas reuniones. “Es la luna, como siempre”, constata sin aspavientos Elvira, la vecina del Octavo Izquierda; a lo que don Eusebio, del piso de enfrente, añade impertérrito: “Sí… igual de redonda”. La luna está ahí y nosotros la contemplamos. Después volvemos a nuestros respectivos edificios, a nuestras respectivas casas, a nuestras respectivas cenas. Y momentos antes de conciliar el sueño, mientras repasamos nuestra inefable provisión de miserias cotidianas, nos alegramos secretamente de nuestro no menos secreto ritual, de nuestra absurda comunión lunar, que en el peor de los casos seguirá cumpliendo con su humilde propósito: estimular la legítima rebeldía del hijo mayor de los Sánchez, aliviar la insoportable soledad que sufre Elvira, mantener alejada siquiera por un instante la tristeza de don Eusebio... obrar, en definitiva, para que todo discurra como hasta ahora –de un modo menos extraño, más amable– en esta zona de la ciudad.

lunes, 13 de junio de 2016

APRENDER A SOÑAR


       En la colina hay una casa, en la casa, un dormitorio, en el dormitorio, una cama, y en la cama, un hombre que duerme. Ese hombre sueña con una cama que no tiene, con un dormitorio que no existe, con una casa en otra colina. Cuando se despierta, el hombre se asoma a la ventana y suspira. “Otra vez, maldita sea”, dice para sí, y se retira a un rincón del dormitorio pensando en su cama, en su casa y en su colina, que quizás todavía no hayan aprendido a soñar correctamente. Por último las reprende con severidad, al borde del ensañamiento.

lunes, 6 de junio de 2016

SELECCIÓN ARTIFICIAL


       A Rodrigo Sáenz debemos reconocerle su indudable contribución al campo de la ingeniería genética; ¿cómo pasar por alto la capacidad de nuestro hombre para seleccionar, de entre todos los pretendientes de sus hijas, a aquéllos que habrían de maltratarlas como es debido, tal y como él mismo había hecho –y seguía haciendo– con la madre de éstas, tal y como el padre de Rodrigo solía pegar, hace no tantos años, al propio Rodrigo, convirtiéndolo, a base de golpes y tiempo, en un hombre obsesionado por maltratar a su vez a los hijos que nunca tuvo (todas hembras) y que, por inexistentes, jamás podrían continuar la digna labor de su padre, el pobre Rodrigo Sáenz, que no tuvo más remedio que dedicarse a entrevistar durante años, con ahínco y exigencia extremos, a toda una cohorte de posibles yernos –unos en exceso benévolos, otros irremediablemente homicidas– que asegurasen ante el devenir de la Historia la pervivencia de su propia especie?

lunes, 30 de mayo de 2016

ESTO EMPIEZA ASÍ


       A veces me imagino cavando una gruta subterránea, entregado por completo y sin vacilar a esa única labor. Además –es esencial aclararlo– me imagino feliz en la entrega. Alguien o algo me asegura (pudo haber mentido, pero esa es otra historia) que ahí abajo encontraré tesoros largamente ansiados: un baúl repleto de monedas de oro, un sarcófago egipcio plagado de inscripciones que acaso nunca alcance a descifrar, quizás hasta un contrato indefinido –uno “de los de antes”, que diría mi padre– en que estampar mi temblorosa firma. Cavo pensando en todas estas cosas, en la posibilidad del lote completo, en la suerte simultáneamente colmada. Y cuando al fin diviso la sombra de una certeza, en forma de bulto informe que me destroza las uñas, recojo y guardo cuidadosamente en mis bolsillos un par de bichos muertos, algunas raíces, otro par de guijarros, e ignorando el contenido del supuesto cofre doy media vuelta hacia la superficie, donde sin duda algunos me preguntarán cómo se me ocurre volver con las manos vacías, donde ya no sabré qué responder, no sólo a esa, sino a ninguna otra pregunta. Pero estoy seguro de que al menos unos cuantos niños –los más ancianos– querrán escuchar mis historias y quizás también contemplar mi exigua colección de bichos muertos.

lunes, 23 de mayo de 2016

LAS VERDADES PEQUEÑAS (CITAS INTRODUCTORIAS)


Al principio, cuando el mundo era joven, había una enorme cantidad de ideas, pero no eso que llamamos una verdad. Fue el hombre quien hizo las verdades y cada una de ellas consistía en varios pensamientos más o menos vagos. Las verdades se extendieron por todo el mundo y todas eran hermosas.

SHERWOOD ANDERSON


P. Ponga usted un ejemplo de anfibio.
R. Juan duerme.

(Respuesta real de un alumno anónimo en su examen de Biología)

lunes, 9 de mayo de 2016

CRÉDITOS


 En Nuevo catálogo de juegos han participado los siguientes personajes (por orden de aparición)[1]:

-Un exitoso escritor fracasado.
-Un señor viudo que recibe la visita de su sobrino y asiste impotente a la muerte de su perro.
-Un rencoroso ejercicio de lógica de primer orden.
-Siete juegos extraños que dan nombre a este libro.
-Un hombre (quizá dos) que entra en un bar y se encuentra consigo mismo.
-Un anciano rebelde que baila.
-Un hombre que compra flores y una mujer que llora.
-Un conjunto de respuestas sobre la actividad del escritor.
-Un abuelo que cuenta a su nieto una historia marina.
-Un pequeño mamut de fabricación casera que vive en un ordenador.
-Una mochila con una posible pista en su interior.
-Un escritor que copia a otros escritores sin haberlos leído.
-Un niño que salta desde lo alto de un columpio.
-Un compositor que ya no compone aunque debería seguir haciéndolo.
-Un combate sutil entre un técnico de mantenimiento y un aficionado al ajedrez.
-Un pacto de alternancia entre las muertes.
-Un genio que inventa el juego definitivo.
-Un lector que recibe sexo oral en una biblioteca y vuelve a casa asustado.
-Un vaso que se rompe muy de vez en cuando.
-Un imbécil que paga la cuenta de un artista.
-Una mujer reprimida que descubre su potencia sexual.
-Un escritor egocéntrico que habla con Borges.
-Una casa que se inunda y que probablemente volverá a inundarse.
-Varios hombres que tratan de ascender, cada uno a su manera.
-Una pierna y una pareja que se rompen.
-Una discusión por dinero o por niños.
-Una caverna donde nació la literatura.
-Un juguete que insinúa el infinito y un padre cobarde que lo desmiente.
-Un soldado que introduce la disciplina marcial en su propio hogar.
-Un mago que hace aparecer a su verdadero público.
-Un making of de un relato.
-Un previsible accidente de trabajo.
-Un señor que (como todos los señores que valen la pena) nunca ha dejado de ser un niño que juega.
-Un fracasado escritor de éxito.

And last, but not least…
Un narrador convencido de que la literatura es un juego muy serio.




[1] Hace un par de años una buena amiga mía (la mejor de todas en realidad) se mostró muy crítica con mi estilo a la hora de bautizar relatos. Venía a decirme que ella, como lectora, era incapaz de identificar mis historias por su título, y que no estaría de más que yo ofreciera un esquema referencial alternativo, orientado a servir de genuino Índice, para facilitar el tránsito por mis obras. Pues bien, déjenme decirles que están ustedes a un paso del verdadero Índice, del Índice tradicional y canónico al que, por sentido de la responsabilidad, no pienso renunciar. Pero también he pensado que quizás no le falte razón a mi amiga (en general no suele faltarle), así que aquí les dejo el Índice falso, esperando que sea de utilidad (instrumental y/o estéticamente hablando). 
Una última aclaración antes de despedirme. Algunos de ustedes estarán preguntándose a qué viene esto de que servidor escriba un Nuevo catálogo de juegos sin haber escrito con anterioridad un primer Catálogo de juegos. Siento no tener una respuesta seria para esta pregunta igualmente seria. Lo que sí les aseguro es que, de tener éxito este libro que ya termina, inmediatamente me plantearía la posibilidad de trabajar en la precuela. No es una promesa. Sigan vivos.

lunes, 2 de mayo de 2016

PREPROSA POÉTICA


       Usted escribe ese relato sobre la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina. Después lo corrige sin convicción y decide enviarlo a concurso. Tras resultar ganador de un importante primer premio, opta por publicarlo en una importante editorial. El adelanto económico que le ofrecen es importante. Usted acepta sin darse importancia.
       Algunos años más tarde su relato, que hasta entonces había recaudado pingües dividendos, empieza a ser comentado con cierto desdén en los círculos de crítica literaria de la capital. Causa malestar sobre todo en el campo de la teoría de la literatura, a juzgar por las noticias que usted recibe, ya que por lo visto el uso que usted hace del lenguaje es indisimuladamente conservador en el género. Su nombre empieza a sonar, no ya sólo entre el gran público, sino también entre especialistas.
       Hacia finales de año, un renombrado articulista le menciona de pasada –pero con calculada mala leche– como uno de los principales estafadores del relato en lengua castellana, señalándolo como heredero directo de una serie de escritores que usted detesta. El articulista denuncia que su relato La costa propone “no sólo una ingenua solución al problema de articulación forma/fondo en el relato moderno, sino además –y principalmente– una errónea perspectiva desde la que abordar las relaciones entre sociedad y literatura”. Lo que le molesta a usted (que siempre ha ignorado todo cuanto tenga que ver con críticas destructivas) es que esta puñalada le impide renovar su jugoso contrato con una de las editoriales más punteras del país.
       El año siguiente usted es invitado a formar parte, en calidad de “Escritor Caído en Desgracia”, en una conferencia que aborda la muerte del relato como género popular. Declina la invitación porque, honestamente, no tiene el más mínimo interés en hacer el ridículo. Además, le molesta que algunos colegas escritores –que siempre le han tenido (usted no se lleva a engaño) por inofensivo autor de Best-sellers– empiecen ahora, y precisamente por esto último, a desconfiar de sus planteamientos teóricos, cuando lo cierto es que sus concepciones en torno al relato no tendrían nada que envidiar, ni en calidad ni en complejidad, a las de Ribeyro o Quiroga. Usted no es un mero autor de literatura popular ni un reaccionario. Usted ha escrito un relato tradicional y ha tenido cierto éxito. Si los medios y algunos colegas se empeñan en cuestionar sus méritos… pues qué se le va a hacer. Aguante mientras pueda.
       En marzo de ese mismo año surge, nace, aparece, es acuñada o simplemente vomitada la denominación de marras, “Preprosa poética”, para referirse a la anacrónica corriente que, a tenor de lo advertido por un vengativo sector de la crítica salmantina, usted acaba de resucitar.
       En pocos meses una ínfima editorial (de alcance difuso y proyecto indefinido) le pide una selección de sus últimos relatos –relatos de los que usted se siente muy satisfecho, relatos “de madurez”– que resulta ser un fracaso de ventas. Su libro menos vendido. Y el menos comentado, porque, según ciertos especialistas, “en él encontramos una vez más, engañosamente intelectualizados, los supuestos hallazgos formales que el autor de La costa ya perpetraba en obras anteriores”. A medida que se demonizan su estilo, su conservadurismo, sus influencias, su lenguaje y sus propuestas, usted tiene cada vez más la sensación de ser otro: ni reconoce a los autores que señalan como maestros suyos, ni considera su estilo como “decimonónico”, ni cree estar demasiado interesado en las relaciones entre ensayo y cuento largo. Ni, por supuesto, tiene vocación de autor comercial. Y duda mucho que su obra vaya a ser “profunda y radicalmente olvidada”.
       El siete de diciembre algún desgraciado abre un perfil en una famosa red social con el lema “Preprosa poética”. En el foro de debate participan decenas de usuarios, entre ellos varios escritores jóvenes (y relativamente conocidos) que se disputan la legitimidad como “dignos enemigos” de la prosa de usted. Se dividen en dos facciones: los antipreprosistas, interesados en denigrar sus logros formales –y, sobre todo, en hacer chistes a su costa– y los antiprepoéticos, claramente asqueados por su etapa naturalista (?!). Cuando, pasados algunos días, la disputa es llevada hasta sus últimas consecuencias –y finalmente se estanca–, los internautas (escritores o no) solicitan que usted se defienda. El revuelo mediático es nulo, de tal modo que usted podría permitirse el lujo de permanecer callado. Sin embargo, la Crítica, que desde un primer momento ha apoyado a los jóvenes escritores que le insultan, quizás merezca un escarmiento.
       Usted decide convocar una rueda de prensa a finales de mayo. Llegado el día D hace su entrada en una librería semivacía y mal iluminada. Las cámaras de televisión brillan por su ausencia y sólo hay un par de fotógrafos (claramente no-profesionales) y un adolescente con una libreta. Usted atraviesa el pasillo que le separa de la mesa, intolerablemente sucia, donde piensa aclarar el malentendido. Dejará claro que no se ve a sí mismo como un enemigo del relato joven, que no se siente heredero de los maestros que se le imputan, que odia el relato popular, que el inmovilismo literario no le interesa en absoluto, que el futuro de sus relatos depende tan sólo de los intereses y gustos de los futuros lectores, que el término Preprosa poética le parece una canallada, que su estilo tiene de decimonónico lo que un pimiento de Padrón tiene de catalán, que difícilmente puede haberse equivocado tanto en las relaciones entre ensayo y cuento siendo usted tan mal lector de ensayo, y que las pugnas entre antipreprosistas y antiprepoéticos le parecen fruto del odio personal y la envidia.
       Usted toma asiento, coge el vaso de algo-parecido-a-agua que reposa sobre la mesa, da un trago para aclarar la voz, comprueba la estabilidad de su precario asiento, da los buenos días a los despistados que se han dejado caer por allí y se propone terminar cuanto antes. Así lo hace: “Hace algunos años publiqué un relato titulado La costa. En él narraba la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina”. En ese momento, justo cuando un puñado de carcajadas inmisericordes estalla ante sus ojos, el pánico le invade y le impide continuar. Enmudece. Se levanta sin mediar palabra, dando el acto por concluido frente al estupor general que planea sobre la librería, también enmudecida. Pero cuando usted está atravesando el pasillo para dirigirse a la puerta de salida, para escapar definitivamente de allí, el escaso público también se levanta, esta vez para salpicar de aplausos el recinto. Aplausos para usted, presumiblemente sarcásticos, terriblemente burlones, piensa usted, el “héroe” –dirán mañana– que se niega a entrar en el juego de los críticos o de los calumniadores, “el escritor deliciosamente excéntrico”, “el poeta”. Un par de estudiantes universitarios le cerca al final del pasillo. Fingen desear que les firme un autógrafo.
       Usted siente unas terribles ganas de liarse a puñetazos con todo el mundo, cosa que afortunadamente termina haciendo.