lunes, 20 de marzo de 2017

RAZONES PARA NO CERRAR UN BLOG


Se acabó lo que se daba.

Todo cuanto aquí se ha ido publicando está dedicado…

A Sara, que creyó (Hombre A, Hombre B)
A Jorge Nogueira, Rubén Casado y Pablo Hermo, que alentaron (De norias y ceniceros)
A Rebeca, que confió (Los felices)
A mi padre, que apoyó (Nuevo catálogo de juegos)
A Julio López Cid, que aconsejó (Las verdades pequeñas)
A José María Pérez Álvarez, que simpatizó (No-relatos)

Con Sara, en los jardines del parque Federico García Lorca (Granada)

Con Jorge Nogueira, en una reunión informal del SNAI (Pontevedra)

Con Rubén Casado, el mayor talento filosófico de la Península Ibérica

Con Pablo Hermo, destrozando canciones propias y ajenas en Mazarelos (Santiago de Compostela)

Con Rebeca, siempre

Con mi padre, junto a la estatua de John Lennon (A Coruña)

Julio López Cid

Con José María Pérez Álvarez, en la Feria del Libro (A Coruña)


Procedo a desbloquear la opción de “comentarios”, por si alguno de ustedes juzgara oportuno despedirse (del blog), vituperarme (desde el respeto), elogiarme (no se aconseja) o sencillamente añadir apreciaciones subjetivas de índole diversa.

Les dejo con una última tanda de citas:

“El número de las cosas que no hay por qué decir aumenta para mí cada día”.
(ANDRÉ GIDE)

“Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo”.
(ADOLFO BIOY CASARES)

“¿Qué es lo que quieren de un hombre que no hayan sacado de su obra? ¿Qué es lo que esperan? ¿Qué queda de él cuando ha hecho su obra? ¿Qué es cualquier artista sino las heces de su obra, los escombros humanos que la obra arrastra consigo? ¿Qué queda del hombre cuando la obra está acabada sino escombros de disculpa?”.
(WILLIAM GADDIS)

                                                *   *   *

P.S. Quise ser atleta; fracasé. Quise ser futbolista; fracasé. Quise ser poeta; fracasé. Quise ser músico; fracasé. Quise ser filósofo; fracasé. Quise ser escritor; fracasé. Salió entonces a mi encuentro la treintena y me dije: “Herrero, confórmate con estar relativamente sano”. Poco después me diagnosticaron la enfermedad de Crohn[1].
Conformarse es un mal negocio. Me reservo, pues, el derecho a seguir fracasando en otras lides, en otras lindes, no vaya a ser que…

Gracias por leerme.




[1] La dolencia en cuestión me fue diagnosticada –ironías del Destino– por un médico muy majo… (con bigote).

lunes, 6 de marzo de 2017

                                                                                                                                                                              ?

lunes, 27 de febrero de 2017

ESTO TERMINA ASÍ


       Otras veces me imagino volando por la estratosfera con mi traje de astronauta, observándolo todo desde las alturas como un metafísico de la existencia. Distingo entonces –creo distinguir, quizás intuyo– la vida en todas sus formas, la curvatura del planeta, la soledad y el frío eternos. Cualquier fallo de dirección, por leve que fuese, podría precipitarme sin más al espacio exterior, así que trato de someterme al rumbo prefijado, a la dictadura de las coordenadas. En vano. Porque sólo con pensar en la posibilidad de un vuelo libre transformo cualquier riesgo en otra posibilidad, en aquélla que posibilite todo lo posible. Y así, sin más, de repente y sin saber cómo, me encuentro desarmado y perdido, flotando en la nada, enfrentado al vacío –un vacío que sin embargo me resulta familiar, un vacío hecho de cosas que conozco: la falta de guijarros, la falta de raíces, la no menos importante falta de bichos, la ausencia de todas esas cosas que una vez imaginé que imaginaba cavando una gruta subterránea, mi colección de naderías inservibles–. Al fin comprendo, o me esfuerzo en comprender, que nada nunca es nada exactamente. Lo comprendo y lo asumo, enfundado para siempre en mi traje de astronauta.
       Y sin embargo, el vacío.

lunes, 20 de febrero de 2017

TRASCENDENCIA


       De entre todas las anécdotas que se cuentan de Kristof Janeseken, me quedo con aquella respuesta inequívocamente terminal a la pregunta de cierto periodista húngaro, a propósito de la importancia de su obra: “Mire, yo cambiaría la improbable trascendencia de mis libros por el único deseo de morirme en mitad de una sonrisa”. El periodista, queriendo poner a prueba al moribundo, se atrevió a replicar con sorna: “Y cuando llegue usted al Más Allá ¿no se arrepentirá de haber tomado semejante decisión?”, a lo que Janeseken respondió indignado: “Probablemente sí, pero el miedo lo tengo ahora y le aseguro que desde aquí me parece más lacerante que cualquier arrepentimiento ultraterreno”. Después se echó a llorar escandalosamente, como lo haría un niño, ante la atónita mirada del periodista húngaro, que no tuvo más remedio que dar por concluida la entrevista al Maestro.

lunes, 13 de febrero de 2017

ERA ESE RELATO


       Era ese relato, el relato entre cuyas páginas, al fin, usted creía haber enterrado la potencial semilla de la genialidad; un relato fatalmente enemistado con el contenido y la forma del libro en que usted trabajaba, una narración abocada a la soltería literaria, al rechazo por parte del resto de relatos, que, sabiéndose muy inferiores a ése, no aceptaron otra solución sino expulsar al renegado, al insolente, al puro, de la colección que ocupaba. Y usted, resignado, infinitamente dolido, no tuvo más remedio que encerrarlo en un cajón. Era ese relato.
       Cuando años más tarde releyó ese relato sublime, cuando decidió mostrárselo a sus mejores lectores, sus íntimos, cuando éstos dictaminaron que ese relato estaba, sin lugar a dudas, destinado a engrosar por derecho propio las páginas de su último libro de cuentos, usted, en un insólito momento de debilidad, a punto estuvo de ceder, de incluir, de restaurar el honor del damnificado: acarició sus cuartillas, las olfateó con delectación, jugó con ellas al escondite y al veo-veo, pero la genialidad nunca lograba esconderse del todo y la originalidad resultaba asaz obvia al menor vistazo. Sin embargo, usted resolvió mantenerse tan firme como aquellas virtudes. El soltero empedernido se negaba a confraternizar con la plebe, y eso era todo. Era ese relato.
       Llegó después la sequía creativa –que más tarde o más temprano testifica, siempre en contra– para decirle a usted que quizás ahora, que quizás entonces era la hora del relato, hora de abrir el cajón por última vez para arrancarlo del olvido, para ofrecerle, si no una tercera oportunidad, sí al menos la posibilidad de la misma. Y volvió a leerlo. Y volvió a gustarle. Y volvió a parecerle un relato extraño, triste, solitario, incompatible con el resto, incompatible con cualquier otra cosa que usted hubiera escrito, que usted fuera a escribir jamás. Y optó por devolverlo al cajón como quien se despide de lo que una vez pudo ser, de lo que pudo haber sido, de lo que acaso algún día sería usted, que por el momento sigue teniendo pinta de todo menos de genio.
       Hace un par de semanas usted tuvo que mudarse –por impago– del piso en que hasta ahora residía con su no-esposa. El piso en el que usted escribió todos sus libros de relatos. El piso en uno de cuyos cajones reposa todavía ese relato perfecto que usted rehusó, a última hora, llevarse consigo a su nueva vivienda. Y ahora (usted, el relato) se limita a fantasear, como no podía ser de otra manera, con lo que pueda pasar el día en que un nuevo inquilino lo descubra, cuando un par de ojos anónimos “lean” esas cinco páginas en blanco seguidas de una sexta sólo parcialmente mancillada con un escueto “YO NUNCA”. El mejor relato que usted haya escrito o vaya a escribir jamás. Era ese relato.

lunes, 6 de febrero de 2017

EL GRITO


       Hacia el fondo de la sala, el grito. Y una señora obesa que huye despavorida en dirección contraria, tropezando en un camino plagado de obstáculos con mesas, sillas y zapatos ajenos, asiéndose la falda, para finalmente perderse entre la multitud, ya en el exterior. 
       ¿Quién grita y por qué? Nadie sabe todavía. Un hombre de mediana edad enciende, misterioso, su pipa de espuma de mar, indaga, pregunta en varios idiomas, ajusta sus anteojos al rotundo tabique nasal, recibe un silencio inmaculado a modo de respuesta. Varios ancianos languidecen en una esquina, sobre una mesa de caoba; ¿alguno de ellos acaso? No; los ancianos lánguidos únicamente gimen, muy raras veces se dignan gritar. Aquel niño quizás, el que esparce sus canicas amarillas por el suelo enmoquetado. Porque los niños sí gritan. Pero tampoco; pues el grito revelaba valores tonales que sólo un buen par de pulmones, plenamente desarrollados, podrían proferir.
       El hombre de mediana edad toma una decisión difícil, arriesgada. Con un gesto indescifrable a ojos del atribulado público, ordena a su fiel lacayo, allí presente, que cierre puertas y ventanas de inmediato y con presteza. La situación deviene al fin clara: nadie abandonará la sala hasta que se aclare el misterio. Un señor con bigote enuncia, previsible, su legítima oposición. Es ignorado y a la postre reducido a manos del lacayo.
       Viaje de vuelta al inmaculado silencio.
       Al cabo de varias horas de intolerable espera, el hombre de mediana edad vacía su pipa de espuma de mar en un caldero grasiento. Después se dirige hacia el fondo de la sala, y allí, tomando posesión de un espacio aún sin dueño, ancla de un golpe al suelo su silla de mimbre. Sonríe con malicia, casi diríase diabólicamente. Toma entonces asiento, posteriormente aliento, y al fin suspira.
       A continuación reproduce el grito, exactamente el mismo grito.
       Algunos, quizás los más conformistas, convienen en dar por solucionado el enigma.
       Otros, acaso los menos cobardes, temen con razón lo que pueda suceder a partir del momento en que el grito se apague definitivamente entre las paredes de la sala.

lunes, 30 de enero de 2017

CUANDO CONOCIMOS A HARRY


       Cuando conocimos a Harry no pudimos evitar preguntarle, tras un brevísimo, meramente protocolario rodeo, por qué lo había hecho, cómo se le había ocurrido; y sobre todo qué opinión le merecían los argumentos de sus múltiples detractores. Respondió entonces con una sonrisa ciega y nos pidió muy amablemente que lo acompañásemos a su habitual partida de dardos en la que juraríamos era la única tasca del pueblo, pues es allí –nos dijo– y no en cualquier otro lugar donde pienso zanjar de una vez la polémica.
       Llegamos, entramos, pedimos unas cervezas en la barra sometidos al escrutinio y la desconfianza generalizados de la parroquia. “Vienen conmigo”, aclaró en alta voz Harry mientras solicitaba turno en la diana sirviéndose del práctico y sencillísimo procedimiento de apuntar su nombre en una libreta raída (dice el Diccionario: “Se aplica a las prendas de ropa deshilachadas o muy estropeadas por el uso”, pero sigue pareciéndome el adjetivo más apropiado) que el barman guardaba en un cajón bajo el mostrador. Apenas veinte minutos después, nuestro célebre anfitrión se disponía ya a lanzar el primer dardo en su partida contra un tal Moore, joven inverosímilmente canoso que escupía al suelo con rabia cada vez que su oponente materializaba alguna jugada elegante.
       La puntería de Harry está fuera de toda duda, comentamos mientras tanto entre nosotros. Lo que seguía sin estar en absoluto claro era la pretendida (y prometida) relación entre la partida de dardos y los supuestos logros del (digamos) “Artista”. Claro que Harry no era exactamente un pintor (a pesar del rojo), ni un escritor (no obstante las oraciones subordinadas); ni siquiera un músico (si obviamos los recurrentes y magníficamente ejecutados descensos cromáticos). Tendríamos que esperar a su última jugada contra Moore no ya para comprender sus razones, sino simplemente para zanjar, como él mismo había anticipado horas antes, la polémica más extraña que se recuerda en el no menos extraño mundillo de los happenings.
       Estaba casi psicóticamente concentrado, a punto de tirar el único dardo restante, la mirada clavada a un tiempo en la diana y en el propio dardo que a su vez habría de clavarse en ella. Nos dirigió –me lo pareció al menos; mis compañeros no están del todo de acuerdo en este punto– un gesto tenue, quizás recriminatorio, antes de girar sobre sí mismo 180 grados y abalanzarse sobre el estupefacto Moore (entonces a sus espaldas) sin previo aviso, como un animal acorralado, un animal de dedos prensiles y pulgares oponibles que empuña con firmeza su improvisada arma y la clava una y otra vez en la sien izquierda de su contrincante al grito de “¡¿Es que no lo veis, hijos de puta?!”, “¡¿Acaso no lo veis?!”, clamaba Harry: “¡Es la única manera!”; “¡La única!”, seguía gritando Harry ya en el suelo, sosteniendo entre lágrimas el cuerpo inerte de su rival (quizás una macabra referencia a la Piedad de Miguel Ángel, me dije con posterioridad) mientras la sangre de Moore manaba hasta agotarse, empapando el sórdido serrín del piso.
       Abandonamos la tasca horrorizados y sin hacer preguntas.
       Soy consciente de que podrá parecer una completa locura, pero juraría que entretanto el barman seguía sirviendo cervezas ajeno al espectáculo.

lunes, 23 de enero de 2017

NOS GUSTA LA HABITACIÓN


       Nos gusta la Habitación, sus paredes desconchadas, la bacanal de polvo bajo el somier, el extraño campo de energía que entre las doce y las doce y media de la noche tiene a bien comunicarnos con las visiones de algunos muertos recientes, el amarillo en las esquinas, las telarañas. Nos gusta contemplar, por ejemplo, los últimos minutos de la vida de un tal Cardiff, exportador al por mayor de productos desinfectantes en la India, que mantiene una apasionada conversación con su tercera esposa acerca de la insoslayable conveniencia de instalar un nuevo sistema de aire acondicionado en el sótano de la casa. Nos gusta el lecho de muerte de Sonja, prostituta eslava de intachable moralidad que descansa entre lirios y amapolas como si el destino fuese a apiadarse de una figura coronada de pétalos impecablemente dispuestos. No nos gusta menos el hilarante desconcierto de Johann, alegre jubilado austríaco que no alcanza a comprender cómo, por qué y aun cuándo, mientras reposa junto a sus nietos tras una rutinaria operación de vesícula destinada, contra el criterio del jefe de Planta del hospital, a mejorar su ya inmejorable calidad de vida.
       De la Habitación nos irrita únicamente la periódica comparecencia de ciertos daños colaterales empeñados en mancillar nuestra, por lo demás, confortable lateralidad, los famosos “peros”, dirán algunos, como esas veces en que mi querida no-esposa entra en casa suspirando de puro hartazgo con un fajo de sobres cerrados bajo el brazo, cartas sin remitente y sin destinatario, rectángulos incomprensiblemente blancos que solemos apilar en vano junto al resto, en una mesilla del salón, por si alguien o algo viniese algún día a reclamarlos y sin saber –emulando al entrañable Johann– quién o qué los introduce en nuestro buzón, cómo y con qué fin, y sobre todo hasta cuándo. Pero he de reconocer que es no obstante en esos días, vayan ustedes a saber por qué, cuando más cercano me siento a mi no-esposa; cuando llega a casa del trabajo y, tras contarme un par de intrascendencias cotidianas, echa mano de su bolso y finge un hastío que tiene mucho de impostura, para decirme a continuación, en realidad tan entusiasmada como yo mismo tras oírselo decir: “Hoy son veinticuatro cartas para el mismo muerto”, y entonces la beso con exquisita dulzura y ya podemos comer.

lunes, 16 de enero de 2017

ESTO NO ES UN BARCO


–¿Está usted seguro de que esto es un barco? 
–Bueno; lo cierto es que se mece como si lo fuera. 
–Genial. Y yo sin bañador… 
–¿Qué le hace pensar que lo necesitará? 
–Pues verá: el hecho de que nos hayan atado y amordazado me resulta muy útil como pista. 
–No creo que tengan ninguna razón para hacerlo. 
–¿No es usted el Ministro de Finanzas? 
–Sí, lo soy, por supuesto. 
–Y yo soy… 
–Usted es… 
–¡El Presidente, coño, el Presidente! 
–¡El presidente! ¡Encantado de conocerle, señor Presidente! 
–Pero vamos a ver: ¿a usted no le había nombrado yo? 
–Puede ser… pero no, no; creo que no; me acordaría. 
–Entonces ¿quién demonios… 
–Bueno, ya sabe cómo funcionan estas cosas; algún banquero, quizás algún otro Ministro… nos hacemos cargo de su apretada agenda. 
–Ya hombre, pero se le informa a uno, que luego la prensa… 
–Sí: ¡Panda de buitres… ¿Y si fueran ellos…
–¿A qué se refiere? 
–…los que nos han metido aquí? 
–De ninguna manera: los tengo perfectamente controlados. 
–Quizás precisamente por eso. 
–… 
–Vaya usted a saber. 
–Podría ser, no descartemos… 
–… 
–Oiga: ¿Se ha fijado usted en que le falta el pie izquierdo? 
–Natural: me lo han cortado ellos. 
–Debe de dolerle mucho… 
–No crea, no: antes me anestesiaron la zona con una bolsa de hielo. Profesionales. 
–Gente de letras, sin duda. 
–Humanistas de mierda. 
–Nunca sabe uno… 
–Qué me va a contar a mí. 
–¿Y si tratásemos de escapar? 
–¿Escapar de un barco? ¿Y con mi pie?
–Sin su pie, querrá decir. Pero olvídelo, tiene razón. 
–Oh, debería usted saber que casi nunca tengo razón. 
–Entonces esto no es un barco. Pero ¿por qué dice…
–Verá: ¿Recuerda su Excelentísima el reciente Colapso Económico del País? 
–Claro, cómo no acordarme de… 
–Pues fui yo. 
–¿Usted? 
–El mismo. 
–¿Cómo? 
–Equivocándome mucho… y a conciencia. 
–¿ Y a nadie se le ocurrió cesarle? 
–Usted dirá…
–Claro, qué imbécil…
–…
–Entonces podría ser…
–Sí, no me explico cómo no lo habíamos contemplado antes. 
–Van a matarnos. 
–Es obvio. 
–Déjeme entonces contarle una historia. 
–¿Una historia? ¿Ahora? 
–Sí. Una historia para antes de morir. 
–Le escucho. 
–Érase una vez un gobernante muy sabio… 
–Es ficción, ¿verdad? 
–Si me interrumpe usted…
–Perdone, perdone. Me pone un poco nervioso esto de morir. 
–Pues piense en los compatriotas que no van a hacerlo, los que tendrán que soportar la hambruna y…
–No es justo que me lo restriegue por la cara… 
–Bueno, usted ya ha reconocido su responsabilidad. 
–…A un pobre tullido primerizo…
–¡Cállese! Creo que se acerca alguien…
–¿La muerte? 
–No, deben de ser las olas. 
–Entonces me da la razón, aunque ya sabe que no suelo tenerla. 
–Es sólo que creí haber oído…
–¿Cómo termina la historia? 
–Ni siquiera me ha dejado usted empezar. 
–Ya, pero ¿cómo termina? 
–Creo que usted y yo nos morimos. 
–¿Y los demás? 
–Los demás también. 
–Todos hemos de morir algún día, señor Presidente. 
–Pero a nosotros nos asesinan. 
–En un barco. 
–En efecto. 
–Si esto fuera efectivamente un barco. 
–Y si no también. 
–… 
–…
–Oiga… en confianza…
–Dígame. 
–¿Puedo hacerle una pregunta, señor Presidente? 
–Dispare. 
–¿Está muerta la novela? 
–Pues sí, la verdad es que sí.
–¿Y qué la sustituye?
–Pues, la sustituye lo que había antes de que la inventaran, creo yo.
–¿Lo mismo?
–El mismo tipo de cosa.
–¿Está muerta la bicicleta? 
–No lo sé, francamente, pero creo que acabamos de reproducir punto por punto un diálogo de Donald Barthelme. 
–¿Todo nuestro diálogo? 
–No, hombre; sólo a partir de la novela muerta. 
–Y ese Barthelme ¿también está muerto? 
–Creo que sí. 
–Entonces, ¿estoy obligado a decir, es el momento, esto es la tierra, estas obras apenas vivas que me estaban destinadas y que recuperadas lo estarían a otro, gracias, y a reír, con esa larga risa muda de inexistente avisado, de escuchar atribuirme palabras tan gruesas? 
–Qué sentido del humor, confiesa que ya no estás a la altura, que acabarás por montar en bicicleta. 
–Eso es de Beckett, me temo. 
–Entonces tenía usted razón al no tener razón. 
–¿Qué quiere decir? 
–Que esto no es un barco. 
–…Ni una novela. 
–Ni una novela. 
–Ni una bicicleta. 
–Ni una bicicleta. 
–Entonces ¿qué? 
–Ya le he dicho que esto no es un barco. 
–Pues tampoco puede ser un pie, de eso estoy completamente seguro.

lunes, 9 de enero de 2017

LOS GOLPES PSICOLÓGICOS


       Podríamos habernos negado a participar en la cacería, pero supongo que los continuos ofrecimientos por parte de nuestro tío Rafa –más cercanos a la súplica del solitario que a la oferta desinteresada– contribuyeron a doblegar nuestra esquiva voluntad de sobrinos bienqueridos. Aquel día nos levantamos de madrugada tras haber recibido, la noche anterior, escasas directrices de seguridad en el manejo de las armas de fuego (un par de escopetas viejas, de cañón parcialmente oxidado) que habríamos de disparar por vez primera en un coto privado de caza. Ramón llevaba una cantimplora recién estrenada y yo cargaba la mochila con nuestros bocadillos de tortilla, municiones y un tubo de loción anti-mosquitos. Rafa se echó las escopetas al hombro y dijo “nos vamos”. Y nos fuimos. Pero Ramón nunca volvería a ser el mismo tras la cacería, lo que en realidad equivale a decir –simplificando el asunto– que sencillamente nunca volvió de allí o, si lo prefieren, que una parte importante de Ramón se perdió por el camino durante aquella jornada de lluvia y disparos.
       Las primeras gotas, en efecto, empezaron a caer sobre las nueve de la mañana –me refiero a la lluvia, todavía no a la sangre derramada–, mientras rodeábamos una colina pedregosa en busca de aquellas malditas liebres. Rafa daba órdenes que nosotros, con más orgullo que genuina voluntad de aprendizaje, asegurábamos comprender a la perfección. Recuerdo a Ramón ya entonces incómodo, jugando nerviosamente con el seguro de la escopeta, cabizbajo, callado, con toda probabilidad arrepentido de haber entrado a formar parte en aquella excursión. Le alcancé un bocadillo a media mañana. Fue la primera y la última vez que lo vi sonreír en todo el día.
       De liebres, entretanto, ni rastro. Rafa echaba la culpa al tiempo, “esta puta lluvia”, decía, y aunque Ramón y yo asentíamos con gravedad lo cierto es que no teníamos ni idea de por qué la lluvia y las liebres habrían de llevarse tan mal. Nos dolían los pies húmedos y, a falta de presas, matábamos el tiempo como podíamos. Rafa contó chistes muy malos. Volvimos a intentarlo después de comer, en una zona algo más alejada de nuestro punto de partida. Entonces hubo más suerte. Maldita la suerte, en cualquier caso.
       “¡Tírale!”, gritó nuestro tío cuando logró distinguir una tercera pieza a cobrar. Ramón me miró apenas un segundo, como queriendo decir “va por mí, ¿no?”. Asentí sin demasiado entusiasmo, señalando la liebre que huía. Pero Ramón estaba nervioso.
       Recibí un disparo en la rodilla.
       Desde entonces cojeo un poco.
       Rafa abroncó y humilló a Ramón tras comprobar que mi herida no era demasiado grave.
       Ramón se disculpó conmigo al menos veinte veces mientras me ayudaban a llegar al coche. 
       Después vació su cantimplora en mi pantalón manchado de sangre seca.
       Dijo que me refrescaría.
       Le dije que no se preocupase más, que estaba perdonado.
       Pero él seguía preocupado. Y siguió preocupándose durante los días siguientes.
       No le guardo ningún rencor. Creo que no se lo guardo.

       Casi todos los años coincido con Ramón en alguna comida familiar. Nos contamos cómo nos está yendo en nuestros respectivos trabajos y generalmente acabamos hablando de fútbol o de política; conversaciones entre primos que se enorgullecen de mantener el contacto, supongo. O jugamos a las cartas. Siempre las cartas. Nuestra abuela guarda en un cajón de la sala de estar una baraja de póker que siempre ha sido nuestra debilidad. Solemos organizar pequeñas timbas improvisadas a las que se unen, de sobremesa, nuestros parientes menos borrachos. Apostamos pequeñas sumas, nada importante. La última vez nos juntamos unos cuantos; creo recordar una mesa de ocho, quizás diez jugadores. La mayoría de mis tíos no tiene ni idea de jugar, así que los más experimentados –Ramón, Rafa y yo– nos hicimos con una buena colección de “ciegas” por la cara. A la vigésima ronda ya sólo quedábamos nosotros tres, y la abuela retiró por fin los licores.
       Rafa es el típico jugador agresivo; no le importa ir a “carta alta” si intuye que sus contrincantes no llevan una buena mano. Sin embargo, aquella tarde se mostró más prudente que de costumbre y no pocas veces tiró las cartas chascando la lengua con fastidio. Yo me limité a esperar mi momento, y Ramón fue esquilmándolo lenta y hábilmente. Entre los dos le sacamos hasta la última ficha. Presa de su habitual mal perder, Rafa se levantó de la mesa entre aspavientos, acusándonos de haber abusado de un pobre anciano.
       Ramón… ¿cómo juega Ramón? Podré decir, al menos, que sabe que yo sé que cuando en una partida quedan dos jugadores con una cantidad pareja de fichas, el primero en marcarse un buen farol, en mantenerlo cínicamente hasta el final, suele llevarse el gato al agua. Los golpes psicológicos son determinantes en las últimas jugadas. Probé suerte con un solitario as de picas y fui subiendo progresivamente la apuesta. Ramón se “tiró” en mi última subida, tras haber contado y recontado a conciencia su torre de fichas. Ya sólo restaba aguantar con la cabeza fría y esperar la llegada de una mano decente.
       Cinco jugadas más tarde gané definitivamente la partida.
       “Te acerco a tu casa”, dijo Ramón mostrándome las llaves de su coche con una media sonrisa.

       De camino a mi barrio el coche de Ramón se quedó sorpresivamente sin gasolina, dejándonos tirados en mitad de la carretera. “¿Cómo ha podido pasárseme?”, repetía mi primo una y otra vez, desconcertado, mientras un par de solidarios conductores nos ayudaban a empujar el vehículo inerte hacia la acera. Después nos quedamos un buen rato mirándonos el uno al otro en silencio, junto al coche, pensando qué hacer. Ramón suspiraba. “Ahora mismo te pago un taxi, por supuesto”, me dijo de repente. Respondí con una sonora carcajada de perplejidad contenida, claro: “¡Pero hombre, si estoy a poco más de un kilómetro de mi casa, no digas tonterías, Ramón! ¡Preocúpate de conseguir una lata de combustible antes de nada!”. No hubo manera de hacerle entrar en razón: cogió el teléfono móvil, llamó a la parada de taxis más cercana y apenas pasados diez minutos –el tiempo que hubiera tardado en llegar a pie, me dije– estaba despidiéndome de él.
       Al día siguiente comprendí.
       Me dirigí a la oficina de Correos más cercana.
       Envié a Ramón un giro postal con las ganancias de la timba.
       “No debiste haberte tirado”, le escribí.
       Después borré el mensaje. Creo que lo borré.
       No he recibido contestación.
       Seguro que el cabrón llevaba por lo menos un trío.

lunes, 2 de enero de 2017

SENTIMENTAL


       Lo que más fastidia al verdugo es la resistencia inerte de los cuerpos ya decapitados, su innegociable obediencia a las leyes de la gravitación universal. Los cadáveres desmembrados le recuerdan que existe un punto a partir del cual resulta imposible seguir torturando, que la muerte representa no sólo el fin de la vida y, por ende, de su trabajo, sino también –a un nivel simbólico– la indoblegable naturaleza última del torturado, su dudosa victoria de espíritu huido. Quizás es por eso que, una vez rematada la faena, nuestro amigo rompe a llorar junto al cadalso, dando lugar a crueles acusaciones que lo tachan –no sin razón, aunque en un sentido muy diferente, todavía insospechado– de blandengue sentimental, de aprensivo, de verdugo demasiado impresionable que acaso debería colgar el látigo para dedicarse a lides menos sangrientas.