lunes, 25 de abril de 2016

EL TIRACHINAS


       Imposible describir el aspecto, el tono general del desván tras tantos años de abandono. Tu madre, con su habitual prisa por desembarazarse de problemas ajenos, te ha dicho que “ya va siendo hora de desmantelar toda la mierda que has dejado ahí arriba”, convencida de que las vacaciones están íntimamente relacionadas con el hecho de poner orden en la casa y en la vida –suponiendo que ambas cosas no sean en realidad una y la misma–. Tu intención era desconectar del trabajo, olvidar durante un mes las caras de tus jefes. Pero el caso es que terminas por asumir que a tu madre no le falta razón, y actúas en consecuencia.
       Llevabas casi un año sin ver a tus padres; quizás una década sin penetrar en la oscuridad familiar del desván. Allí encuentras revistas, hojeas almanaques, apartas bicicletas, esquivas cajas de contenido indescifrable. Y hacia el fondo, bajo una mesa carcomida y polvorienta, descubres el tirachinas “de competición” que te regaló tu tío, un puñado de canicas, telas de araña de brillo intermitente. Hay que –diría tu madre– “tirar con todo”. Ningún problema. Siempre has pensado que eso de preservar la niñez perdida a base de recuperar tótems infantiles es una soberana estupidez, que los adultos empeñados en conservar son tan absurdos como los niños empeñados en destruir. Comienzas a apilar cajas en un rincón; dentro de esas cajas metes cajas más pequeñas y, en su interior, todo aquello que no volverás a ver jamás. Diferentes objetos, objetos diferentes, ruinas; “a la basura”, piensas. Juguetes. Dejas el tirachinas y las canicas para el final.
       Cuando terminas decides abrir el ventanuco del desván, que comunica con el jardín trasero. Necesitas aire –se ha levantado mucho polvo, mucho tiempo–, te cuesta respirar. Asomas la cabeza al exterior, recobras el aliento mientras contemplas el jardín. Distingues un bulto en el césped –el perro de tu tía, que ha venido a pasar las vacaciones con vosotros–. Te quedas un buen rato pensando quién está realmente de vacaciones, tu tía o su perro. Tienes el tirachinas en tu mano izquierda, una canica entre los dedos índice y pulgar de tu mano derecha. Cuando quieres darte cuenta ya has tirado “a dar”. El perro lanza un gruñido de dolor y corre a esconderse tras unos matorrales. Sonríes con picardía: “Justo en el blanco”.
       Te cuesta comprender lo que sucede, lo que haces a partir de entonces. Y a la vez te parece de lo más lógico, casi la única posibilidad. En primer lugar retiras tu delatora cabeza del ventanuco. Es muy importante que nadie te haya visto, que nadie te vea. Ríes de miedo y de placer, notas cómo te tiemblan las piernas. En segundo lugar diseñas un innecesariamente complejo plan de fuga –que incluye la invasión del jardín vecino– y barajas un par de coartadas creíbles; “Yo no estoy en el desván”, te dices, “nunca he estado aquí”, y sentencias: “No me cogerán vivo”. Está claro que necesitas una buena guarida. Piensas en Antoñito, el niño de la casa de enfrente. Lleváis más tiempo del conveniente sin veros, pero quizás puedas refugiarte en su establo o bajo su cama, pasar la noche con él si las cosas se ponen feas. No sería la primera vez. Deseas con todas tus fuerzas que no se haya casado, para no implicar a terceros, pero sobre todo para no tener que dar explicaciones a nadie: nunca se sabe quién podría ser un chivato (recuerdas al imbécil de Josete, el sempiterno traidor, hijo menor de los Pérez). Por último piensas en tus padres, en el castigo que te impondrán cuando todo acabe (porque sabes que al final todo se acaba, que siempre terminan pillándote), y al mismo tiempo calculas cuánto tardarán en descubrirte, cuántas trastadas podrás hacer hasta entonces. Te relames de puro gusto. También piensas en tu tía: “que la jodan; que la jodan”, repites una y otra vez. “Puta vieja de mierda, zorra de los cojones”.
       Abandonas el desván a la carrera, el tirachinas en el bolsillo trasero del pantalón. Todavía no has pisado el jardín y ya tienes los zapatos cubiertos de barro.

lunes, 18 de abril de 2016

TIBURONES


       Mis compañeros de trabajo parecen estar conformes con el discurso corporativo que nos insuflan a diario en la Compañía. No es para menos. Nuestros superiores plantean la labor conjunta como un juego de equipo, casi como si lo nuestro no fuera en absoluto un trabajo, sino más bien un pasatiempo divertido e inocente. Se les ve felices (a mis compañeros, a nuestros directivos); pequeños tiburones al acecho de potenciales clientes, pero tiburones felices al fin y al cabo. En definitiva, recalcan, se trata de aceptar nuestra naturaleza depredadora para realizarnos en ella sin cortapisas morales de ningún tipo. Pero claro, tarde o temprano pasa lo que pasa, y no siempre es agradable.
       El pasado viernes Lola recibió una furiosa dentellada de Mario, que estaba hambriento de incentivos y, por desgracia, demasiado cerca. La llevamos rápidamente al hospital, pero la herida se infectó en cuestión de minutos y los médicos de urgencias no pudieron hacer nada. En su funeral tratamos (sin éxito) de captar algún cliente. No era el entorno más propicio –quién lo hubiera dicho– para vender seguros de vida; es lo que solemos denominar, en lenguaje de la Compañía, “Terreno Estéril”. Mario desistió a última hora para pedir disculpas a los familiares de Lola: dijo que lo sentía mucho, que la había confundido con otra persona. A pesar del dolor, se mostraron comprensivos. “Son accidentes de trabajo”, musitó uno de sus hermanos encogiéndose de hombros. Solemos referirnos a estas situaciones como “Bajadas de Guardia de Manual”. El pobre había caído en la trampa y a Mario ya sólo le restaba aprovechar el flagrante descuido emocional para endosarle un Seguro Completo con algunos Extras Específicos.
       Dicen nuestros directivos que tendremos que ponernos las pilas si queremos alcanzar a Mario este mes. En esta empresa juzgan primordial mantener la motivación por objetivos.

lunes, 11 de abril de 2016

RELATO REVOLUCIONARIO


       El revolucionario llega al poder. Se ha dejado crecer la barba porque una subversión del orden establecido ha de ir forzosamente acompañada de un nuevo alegato estético. Los revolucionarios le siguen, le acompañan, le defienden. Nadie duda y todos asienten, excepto uno.

       Es un buen comienzo. Contamos con un personaje (el revolucionario) que encarna el Ideal Materializado (la revolución que triunfa) y damos a entender con una frase sencilla y contundente –que se nos aparece como la continuación de un relato previo: “El revolucionario llega al poder”– que la llegada al poder es sólo el culmen de una gesta indescriptiblemente heroica (gesta que omitimos por inoperante, o quizás a fin de introducir subrepticiamente una discreta evocación de la misma, algo que sólo se logra recurriendo al comienzo abrupto y, por lo tanto, a la propia omisión, una omisión que el lector reconozca como tal).
       Con “Se ha dejado crecer la barba” incluimos el factor Tiempo, el transcurrir de los días (quizás las semanas, los meses) que ya habíamos insinuado en los prolegómenos-no-escritos de la revolución. La barba, como tal, es un símbolo inequívoco de la revolución en el plano fáctico del siglo XX, y llevará a algunos lectores a relacionar la ficción del relato con la realidad cubana de principios de los años sesenta de la pasada centuria. Ofrecemos, además, una razón ideológica de carácter romántico: “…porque una subversión del orden establecido ha de ir forzosamente acompañada de un nuevo alegato estético”. Admitimos que la revolución es auténtica, otorgándole definitivamente el estatus de subversión del orden establecido, al tiempo que apuntalamos la razón de ser de la barba y la unión indisoluble entre Ética y Estética (revolución y barba).
       Con “Los revolucionarios” se introduce la problemática del colectivo, que nos sirve para comprender la magnitud del movimiento, la relación entre el individuo (el revolucionario) y sus semejantes en contraposición a “los otros” (cuya historia omitimos por razones semejantes a las anteriormente descritas). Los verbos que dan cuenta de la relación entre ambos mundos –el individual y el colectivo– visibilizan sucesivos matices de supuesta (y quizás creciente) carga poética: “le siguen”, el primer escalón, remite no sólo a una clara afinidad ideológica de la masa con el revolucionario, sino al campo de la literalidad, esto es, al segundo plano, al hallarse por detrás del puesto de mando. “Le acompañan” incluye un matiz afectivo que estrecha lazos y tiende puentes entre el Ellos (los suyos) y el revolucionario, sin excluir tampoco el significado literal, que bien pudiera hacer referencia a la protección personal del líder. Dicha protección resulta confirmada en el tercer y último escalón, “le defienden”, que responde a una doble y simultánea interpretación: ideológica (frente a las críticas de “los otros”) y física (frente a eventuales intentos de asesinato). Se asume, por lo tanto, la amenaza contrarrevolucionaria como conflicto anticipado y subyacente a la narración.
       El comienzo de la última frase –“Nadie duda”– es un modo de desviar la atención: busca entretener al lector, implicarlo; éste debe, en definitiva, posicionarse: ¿A quién hace referencia ese “Nadie”? ¿Alude Nadie a todos (los suyos y los otros), o únicamente a los revolucionarios? La conjunción copulativa –“y todos asienten”– refuerza la ambigüedad del problema y la rotundidad del unísono: la cohesión (poco importa ya quiénes son “todos”) parece incontrovertible. En efecto, de eso se trata: de presentar una apariencia como si fuera la Verdad, y de desvelar la Verdad como si fuese una excepción. La fórmula “Excepto uno” responde a ese deseo, por un lado, y confirma las sospechas de una nueva subversión omitida. El círculo –ahora sabemos que lo es– parte de una omisión para llegar a otra omisión: de la omisión de una revolución a la omisión de una contrarrevolución. El relato nace y muere revolucionario, nace y muere con, para y desde el individuo, y aspira a ser una promesa del eterno-retorno-de-lo-mismo, de la autoafirmación del Yo junto al Ellos y frente al “los otros”. El revolucionario efectivo del comienzo y el revolucionario soterrado del final son, en realidad, un único personaje. Y son, además, la misma persona.
       Si usted no se había percatado de este pequeño detalle, entonces este relato está plenamente justificado.

lunes, 4 de abril de 2016

MAGIA


       Tensa calma e inigualable expectación en la segunda edición del Concurso Internacional de Magia Auténtica. El ganador de la primera edición, que este año figura como artista invitado, acaba de irrumpir en el escenario. Situándose en el centro del mismo, procede a extraer de su chistera diversos objetos: un bolígrafo, una pelota de tenis, un jarrón. A continuación aparecen los animales: el clásico conejo, un par de canarios, un gato negro. El público aplaude sin ganas, decepcionado por el exceso de clichés y por el carácter acomodaticio del mago, que, herido en lo más profundo de su orgullo, decide dar otra vuelta de tuerca a su función sacando de la chistera un teatro entero –idéntico a aquel en que se encuentra– donde un nuevo público aplaude entusiasmado y sin reservas al mago del primer escenario.
       El público inicial apenas alcanza a comprender y el segundo mago, sin saber muy bien quién es, se retira humildemente del escenario accesorio.