lunes, 28 de marzo de 2016

UN SOLDADO


       Pienso en un soldado que vuelve a su hogar tras una innombrable batalla fratricida. Presentándose sin avisar, cruza el umbral de la puerta y besa a su mujer, con la que apenas intercambia un par de frases que aspiran torpemente a servir de explicación. Pienso en las botas embarradas que habrá dejado en el porche, en el fusil oxidado, en la mirada perdida inequívocamente post-bélica que reclama su legítimo derecho a permanecer en silencio. La mujer, atenta a los designios del mutismo compartido, vuelve sin más a la cocina y prepara un suculento cordero asado.
       Pienso en un niño que vuelve de la escuela para encontrarse con un padre al que apenas recuerda y finalmente dice “Hola, papá”, tratando de sonar convincente mientras se sienta a la mesa. Pienso en un soldado que responde con un leve asentimiento y sirve una pata de cordero en el plato de su hijo. Pienso en una familia enmudecida que come y bebe para celebrar la vuelta a casa, si es cierto que existen la vuelta y la casa. Quizás coman y beban porque sencillamente es la hora de comer y de beber; quizás un simulacro de casa sea un simulacro de vuelta.
       Pienso en un niño que nunca antes había probado el cordero asado y lo encuentra repugnante, en un niño que por fin se rinde, detiene la ingesta y, sin mediar palabra, estrella la pata deshuesada del animal contra la pared. Pienso en un soldado que deja de masticar y lanza una mirada atónita a su mujer, que a su vez contempla el estropicio con una calma injustificable. El niño abandona el comedor sin dar explicaciones, sin recibir castigo o reprimenda alguna, mientras su madre limpia el cerco de grasa recién estampado en la pared. Pienso en un soldado que vuelve a masticar y no comprende.
       Pienso en una sobremesa igualmente silenciosa, en un soldado indignado que trata en vano de echarse una siesta, en una mujer que esquiva a su marido fingiendo acondicionar todos los rincones de la casa, en un niño que, encerrado en su habitación, termina de mala gana los deberes que ha de entregar mañana. Pienso en el lento transcurrir de las horas, en palabras que nadie pronuncia porque acaso no sean ya las palabras un instrumento adecuado. Pienso en un soldado que añora la disciplina marcial y se pregunta algunas cosas, cosas que no sabremos, cosas que sólo a él importan.
       Pienso en una cena tan similar al almuerzo que no valdrá la pena relatarla.
       Pienso en esa hora indefinida en que uno debe escoger entre irse a dormir o encender una pipa. Pienso en un soldado que fuma y en una mujer que finalmente se atreve a preguntar cosas que sólo a un soldado importan. Tras la frustrada tentativa, la mujer desiste, besa comprensiva a su marido y le da las buenas noches. Acto seguido se retira al dormitorio. Pienso en un niño que permanece frente a la chimenea, en un soldado exhausto que ordena “¡A la cama!”, y otra vez en ese niño que mira a su padre con desconfianza y tarda unos segundos en obedecer.
       Pienso en un soldado que se mete en la cama y en una mujer profundamente dormida que le da la espalda. Pienso en los demonios del soldado, en las caras de sus compañeros muertos, en los horrores del campo de batalla que se presentan invariablemente de madrugada, como una procesión de figuras evanescentes que conformase la más sangrienta de las turbas. Pienso en el sueño que ya llega, en el abandono, en la rendición, en el honor a recobrar, en la justicia por hacer. Pienso en un soldado que se duerme tras una dura lucha consigo mismo y con los demás.
       Pienso en un soldado que se levanta al amanecer, acostumbrado desde hace años al puntual toque de corneta. Pienso en un soldado que piensa, que reflexiona en el porche, que actúa, que entra en la habitación de su hijo para comprobar si todavía duerme. Pienso en la duda de última hora de un soldado que definitivamente despierta a su hijo; pienso en el niño desperezándose. Pienso en un soldado que besa a su hijo en la frente y después lo toma en brazos, le ayuda a vestirse, le venda los ojos y lo pone de cara a la pared.
       Pienso en el fusil oxidado que descansaba en el porche.

lunes, 21 de marzo de 2016

MATRIOSKA


       Tendría yo ocho o nueve años cuando mi padre, de vuelta de un viaje de negocios a Moscú, me regaló una muñeca matrioska que hasta hace bien poco solía presidir una de las baldas de mi biblioteca. Recuerdo que, una vez liberada del papel de regalo, la matrioska me pareció una broma de mal gusto; injustificadamente grotesca, groseramente pintada y, por encima de todo, lo inevitable: era una muñeca, y los niños no jugábamos con muñecas, faltaría más. De todos modos –yo era un niño muy educado– besé a mi padre y le di las gracias. Pero en ese beso y en ese agradecimiento había algo más, había una pregunta velada, un “Papá, ¿qué mierda es esto?” que mi padre –hombre sagaz– captó enseguida. “Ábrela”, me dijo. Entonces reparé en la ranura central de la matrioska y tiré con fuerza de ambos extremos hasta separar la carcasa. Voilá. Dentro de la muñeca había otra muñeca idéntica, aunque de tamaño ligeramente inferior, que –comprobé excitado– a su vez contenía una tercera muñeca, y esa tercera una cuarta en cuyo interior aguardaba, asimismo, una quinta proporcionalmente mermada… el infinito hecho juguete, en resumidas cuentas, hasta que alcancé el corazón de la matrioska y la idea misma de infinito se derrumbó ante mis ojos, incapaz de adecuarse a las piezas de madera (no tantas, después de todo) que se acumulaban en la alfombra. La séptima, diminuta muñequita, no se podía abrir. Desconcertado, volví la cabeza y miré a mi padre: “Y ahora ¿qué?”, le dije. “Ahora ya está; de lo contrario el juego no se terminaría nunca”, contestó. 
       Creí percibir un deje de cobardía en aquella respuesta, una huída hacia adelante, un lecho de roca. Y desde entonces encuentro –no sólo en aquella, sino en todas las respuestas posibles, universales o concretas, propias o ajenas, tengan o no que ver con la matrioska que tantos años después he decidido guardar bajo llave como si se tratase de una maldición– una indefinición tan inmensa que me reconcilia con la idea misma de infinito que me arrebataron o me arrebaté siendo niño, a la tierna edad de ocho o nueve años.

lunes, 14 de marzo de 2016

GÉNESIS


       Déjenme ahora llevarles de la mano a otros tiempos, al amanecer del hombre, al mismísimo génesis. Imaginen que estamos en la caverna prehistórica donde unos jóvenes Tuk, Auk y Cok conversan sobre la cacería de esa misma mañana –exitosa cacería que, por cierto, les servirá en breves momentos de cena–. Nada menos que tres piezas mayores cobradas, una por barba. “Augh”, dice Tuk encendiendo el fuego, dando a entender que la empresa no ha estado exenta de peligros. Auk y Cok asienten. El primero añade “Augh augh”, apoyando doblemente, en un juego rococó, la afirmación de su colega. Cok, que permanece en silencio, aguarda ansioso ciertas preguntas: él ha sido el único en separarse del grupo durante la expedición, optando por reunirse con ellos algunas horas más tarde y con su flamante pieza a cuestas. Espera, por lo tanto, que la curiosidad de sus compañeros le sirva de excusa para relatar lo sucedido, esa aventura que sólo él conoce. Finalmente, tras la cena, Auk le interroga: “Kough?”. Cok se toma su tiempo para contestar. Finalmente susurra “Augh augh Hogh”. A continuación se hace el silencio. Ninguno de los tres sabe qué demonios puede significar el último golpe de voz. Tuk imagina una lucha con el animal al borde de un acantilado, cuerpo a cuerpo, a punto ambos de precipitarse al vacío. Auk piensa en un huracán –“Hogh” es un sonido que le recuerda a la violencia del viento– cargado de animales que van cayendo, ya “cazados”, a los pies de su colega. Cok, por su parte, prefiere imaginar que su última palabra, su personal invento, personifica la gloria del héroe, la victoria inmaculada y sin paliativos, el logro irrefutable.
       Lo cierto es que nunca sabremos qué le sucedió esa mañana a Cok cuando decidió separarse del grupo. Sabemos, es cierto, que volvió con su pieza a cuestas. Pero no se dejen confundir por estas cosas, la conocida o la desconocida, porque ninguna de las dos importa demasiado. Lo verdaderamente importante es que esa noche Cok se retiró al fondo de la cueva y se echó a dormir. Y lo hizo así, sin darse importancia, ignorando lo que acababa de hacer. Se durmió dulcemente, como si no existiera el tiempo, como si mañana otro fuese a cazar en su lugar, como si no acabase de inaugurar con un juego inocente la historia de la literatura. Pero a la mañana siguiente despertó, aun sin saberlo, convertido en autor. Y el dinosaurio, reducido a un montón de huesos tras la pitanza, todavía estaba allí.

lunes, 7 de marzo de 2016

PARA LOS NIÑOS


–Podemos quedarnos aquí. Mañana no sé, pero hoy sí. Llama a tu tía Concha y dile que nos preste algo de dinero; dile que será la última vez. Yo puedo llamar a Rafa, a Ramiro, qué sé yo. Puede que el casero vaya de farol, con estas cosas ya se sabe; a lo mejor sólo quiere presionarnos un poco. Tú no te preocupes, que todo va a salir bien.
–Me han llamado del banco, Félix. No van a concedernos el crédito.
–Hijos de puta…
–Sí, hijos de puta y todo lo que tú quieras, pero no nos lo conceden. ¿Qué pasa con tus padres?
–Ya sabes que mis padres no pueden…
–Pues si ellos no pueden, nosotros tampoco.
–Bueno, mujer, mañana tengo la entrevista.
–Y aunque te cogieran seguiríamos en las mismas, ¿cuándo cobrarías la primera nómina?
–A mes vencido, claro; pero quizás en el banco reconsiderarían lo del crédito.
–No sé.
–Tienes que llamar a Concha: hazme caso.
–La última vez me dijo precisamente eso, que era la última vez. ¿Qué quieres que le diga?
–Pues eso, que lo necesitamos.
–Ella también lo necesita.
–¡Joder, Carmen! ¡Sólo trato de ofrecer soluciones!
–Pues llama a Rafa o a Ramiro.
–¡Eso iba a hacer, acabo de decírtelo!
–Tranquilízate, no me hables en ese tono.
–Lo siento.
–Yo también.
–…
–…
–Mira, estoy pensando que…
–¿Qué?
–Que esto es una emergencia y…
–No vayas por ahí, porque sabes que no.
–Pero Rafa y Ramiro… ¡Qué coño! ya sabes que ni siquiera me van a coger el teléfono.
–He dicho que no y basta.
–Venga, Carmen; no hay para tanto.
–¿Que no hay para tanto?
–…
–…
–Pero vamos a ver, Carmen…
–Ni vamos a ver ni nada.
–...
–No pienso volver a hacer la calle. Hace muchos años de eso. Ahora tenemos hijos…
–Y hay que darles de comer, Carmen.
–Prefiero que se mueran de hambre.
–¡Es increíble!
–¿El qué?
–Que siempre has sido una zorra, que nunca has dejado de serlo.
–No me hables así, Félix: no te lo consiento.
–¡Yo te saqué de la calle, hostia! ¡Seguirías allí, en cualquier esquina, abriéndote de piernas, de no ser por mí! ¿Tan grave es que vuelvas temporalmente, por nosotros, por tu familia?
–Si mi familia necesita que haga eso, entonces no necesito una familia.
–No dramatices, sólo sería por un tiempo.
–¿Pero tú sabes lo que me estás pidiendo?
–Claro que lo sé, y me duele, pero…
–Pero nada; no tienes ni idea, Félix. Ni puta idea de lo que estás diciendo.
–Ya, yo no tengo ni puta idea ¿no?
–Está claro que no.
–No, claro.
–...
–Deberías irte entonces. Para lo que ayudas…
–No hablas en serio.
–Ya no sé cuándo hablo en broma. Ni me interesa saber cuándo lo hago en serio.
–Félix, que me largo…
–Haz lo que quieras.
–Y no vuelvo más...
–Pues no vuelvas. Pero ten al menos la decencia de enviarnos algo de dinero.
–Dinero.
–Sí, dinero. Para los niños…
–…
–Carmen…
–Te he oído. Para los niños.
–Sí, eso he dicho. Para los niños.
–Para los niños, me dices.
–Eso, los niños.
–Los niños.
–Eso.
–…
–…
–Pero los niños…
–No me hagas reír, Carmen.