jueves, 29 de enero de 2015

CONVERSACIÓN TELEFÓNICA


-¿Quién llama? 
-Soy yo. 
-¿Quién? 
-José María. 
-Hola, José María ¿cómo llamas a estas horas? ¿va todo bien? 
-No. 
-... 
-Estoy con tu mujer en el hospital. 
-¡¿Qué ha pasado?! 
-Tranquilo, no es grave. 
-Espera un momento, mi mujer está aquí, a mi lado... 
-Ya lo sé. 
-¡Pero acabas de decirme que está contigo en el hospital! 
-Y es cierto. 
-Mira, José María, no estoy para bromas... 
-Tu mujer se ha desdoblado y ha tenido un accidente. 
-¿Desdoblado? ¿qué coño estás diciendo? 
-Que tienes que deshacerte de ella, la que está contigo. 
-¿¡Estás loco!? ¡¿por qué iba a hacer eso?! 
-Porque es el protocolo de actuación cuando alguien se desdobla. 
-¿Protocolo? 
-Claro; imagínate qué pasaría si las dos llegasen a encontrarse... 
-¿Y por qué no te cargas tú a la que está contigo? 
-Porque ya está herida, no seas salvaje... además, la tuya estará durmiendo, no se enteraría de nada, hombre... 
-Pues yo no pienso matar a mi mujer, así de claro te lo digo. 
-... 
-¡Dime algo, por Dios! 
-De acuerdo: me quedo con ella en el hospital, espero a que se recupere y me la llevo a otra ciudad. 
-Me parece bien. 
-... 
-José María... 
-¿Sí? 
-Como te folles a mi mujer, te juro que te mato.

lunes, 26 de enero de 2015

UNA LEYENDA


        Cuenta la leyenda que hace muchos años se reunieron en lo alto de una torre los mejores filósofos del reino. Su misión consistía en acabar con todos los males de la tierra e instaurar un nuevo orden mundial. Para ello permanecerían recluidos durante siete días y siete noches, debatiendo sus propuestas de cambio. Así, el primer filósofo hizo hincapié en la necesidad de acabar con el hambre, el segundo apostó por una educación universal, el tercero defendió la conveniencia de leyes justas, el cuarto pactó con sus compañeros un sistema de diplomacia internacional, el quinto recordó la importancia de los servicios sanitarios, el sexto esbozó un plan de infraestructuras público, y el séptimo, en un arrebato de lucidez, propuso asesinar al rey.
       Cuando salieron de la torre, un emisario real les condujo hasta el monarca. Llegados a palacio, los siete filósofos explicaron al rey los pormenores del plan conjunto, obviando –huelga decirlo– el polémico punto del magnicidio. Mostrándose su Majestad satisfecha, comenzaron los preparativos del nuevo gobierno ilustrado. Se aprobaron las pertinentes leyes, se puso fin a las hambrunas, fue educado el pueblo, derribadas las fronteras... todo marchaba, en definitiva, según lo previsto.
       Una noche el séptimo filósofo penetró en los aposentos del rey mientras éste dormía. Cuando iba a degollarlo, un oficial de la guardia real, escondido tras las cortinas, alertó del peligro y el agresor fue apresado. Se le encarceló al día siguiente. El rey quiso interrogarle antes de que lo ajusticiaran. “¿Por qué querías matarme?”, le preguntó en la celda. “Para ahorrarle a su Majestad el disgusto de aprender filosofía”, contestó el séptimo filósofo. El monarca le dio muerte allí mismo.
       No se sabe qué les sucedió a los otros seis filósofos. Unos dicen que huyeron nuevamente hacia su refugio y que allí siguen encerrados, buscando soluciones a los problemas de este mundo. Otros dicen que el rey ordenó su ejecución inmediata y que fueron masacrados en público. Yo apuesto por la primera hipótesis. De lo contrario no entendería las extrañas reuniones del nuevo monarca, el porqué de tantos ruidos, tantas luces, cada noche, en lo alto de la torre.

jueves, 22 de enero de 2015

BAILE DE DISFRACES


        La chica conoce, en el baile de disfraces, a un atractivo hombre de mediana edad. Ella va de tigresa, él de diablo, dos atuendos muy oportunos para la apasionada noche que se avecina. Al principio intercambian frases tópicas, preguntas formularias con las que pretenden allanar el terreno para la llegada de conversaciones más jugosas. Pronto descubren que tienen muchas cosas en común, además del evidente y poderoso interés sexual. Cuando la chica comprende que no le importaría acostarse con su interlocutor, lo invita a acompañarla hasta su apartamento. El hombre accede. Ambos abandonan el baile a toda prisa y, en algo menos de media hora, él está ya tumbado frente a la chica en una cama enorme que invita al placer desenfrenado.
     Quítate el disfraz, le dice ella mientras se desnuda. Cuando un instante después repite la orden con una sonrisa de impaciencia, el diablo baja la vista avergonzado, tratando de contener su aliento de azufre.

lunes, 19 de enero de 2015

DE ESPEJOS


       Vásiro, en un arrebato narcisista, decide llenar de espejos todos los rincones de su casa. Le gusta saber, desde que vive solo, que su imagen se multiplica por las diferentes estancias de su vivienda, que cada ángulo rebosa mismidad, ahora que ya nadie puede contemplarle. Los días pasan colmados de reflejos suyos, reflejos de su cara, de sus brazos, de su sexo, hasta que Vásiro repara, al fondo de un pasillo, en un espejo cuya existencia desconocía. El rectángulo muestra, además de su propio cuerpo, la imagen de un cadáver ensangrentado. Aterrorizado, Vásiro gira ciento ochenta grados para cerciorarse de que el cuerpo sin vida sólo habita en el espejo, pero descubre a sus espaldas la prueba de su sospecha inicial. Instintivamente corre hacia él; quiere comprobar quién es, si le conoce y, sobre todo, qué hace allí, en su casa. Cuando llega a su lado, una sólida barrera le impide tocarlo. Sólo entonces, asumida su condición, se detiene a contemplar los rasgos faciales del cadáver que yace en el suelo, ese hombre definitivamente muerto, tan parecido a aquel señor que decidió llenar de espejos todos los rincones de su casa.

jueves, 15 de enero de 2015

OTRA MOSCA


       Una mosca en la habitación. No me deja escribir. La muy cretina pasa volando cerca de mis orejas, no soporto el zumbido. Dejo el teclado del ordenador y voy a por una zapatilla para aplastarla. Espero a que la mosca se pose sobre alguna superficie estable. La pierdo de vista. Reaparece en la ventana –demasiado arriesgado, podría romperla–. La asusto y sale volando hacia la mesa. Aterriza. Ahora sí, ¡paf!, un golpe seco y ya no hay mosca, es un alivio. Al rato comprendo que estaba equivocado. No es que la mosca no me dejara escribir, es que escribía precisamente porque la mosca no me dejaba en paz, y ahora no sé cómo terminar este relato.
         Abro la ventana con la esperanza de que entre otra mosca.

lunes, 12 de enero de 2015

UN MURO


        Dos ciudades separadas por un muro inmenso. La ciudad del norte, poblada por agricultores analfabetos; la ciudad del sur, ocupada por artistas bohemios. Un día el muro se derrumba a causa de un terremoto. Los ciudadanos del norte y del sur, venciendo un temor alimentado durante años por la fuerza falseadora de los mitos, se entremezclan en un crisol de facciones curiosas y desconfiadas. Pronto comprueban, sin salir de su asombro, que comparten el mismo idioma, la misma moneda, el mismo clima, los mismos licores. El jefe de los agricultores analfabetos propone entonces al jefe de los artistas bohemios una reunión informal en la que se discutirá la conveniencia de una hipotética reunificación del territorio. Mientras tanto, los ciudadanos van asumiendo –anticipándose a sus gobernantes– la necesidad de construir un escenario pacífico en común para la convivencia entre las dos ciudades.
      Los agricultores analfabetos explicaron a los artistas bohemios su forma de ganarse la vida, que básicamente consistía en arar la tierra, plantar semillas en la tierra, recolectar la cosecha de la tierra y respetar la tierra. Los artistas bohemios explicaron a los agricultores analfabetos que ellos cobraban un sueldo trabajando de otra manera, que básicamente consistía en esperar la llegada de las musas del cielo, elevarse con ellas hasta las nubes, crear obras de arte en las nubes y vivir en las nubes. En definitiva, los agricultores analfabetos empezaron a sospechar que los artistas bohemios no sabían labrar, y los artistas bohemios no tardaron en constatar que los agricultores analfabetos no sabían leer.
      Como los jefes de ambas ciudades todavía no se habían pronunciado acerca de la reunificación, las semanas siguientes transcurrieron teñidas de incertidumbre. Los agricultores analfabetos recelaban de la capacidad creativa de los artistas bohemios, mientras que éstos asistían indignados a los logros en materia de autoabastecimiento de sus vecinos. Volvieron los viejos odios, si bien antes fomentados por el aislamiento, potenciados ahora por la cercanía. Guetos. Venganzas. Racismo. Patrullas ciudadanas. El escenario pacífico de convivencia degeneró hasta llegar al borde de una guerra civil. Todo estalló con el asesinato del primogénito del jefe de los artistas bohemios a manos del sobrino del jefe de los agricultores analfabetos. Ya no había vuelta atrás.
       El jefe de los artistas bohemios declaró al jefe de los agricultores analfabetos una guerra que duró cien años. En su transcurso, forzada quizás por la brutalidad del conflicto, la población civil aprendió a aceptar las peculiaridades de sus enemigos; mientras los artistas bohemios adoptaban y enseñaban a leer a los huérfanos del bando contrario, los agricultores analfabetos adiestraban a los refugiados del sur en el arte de la siega. Cuando la guerra terminó, la población era ya un híbrido cultural incapaz de comprender la naturaleza del problema identitario. Entre todos habían conformado una nación renovada, completamente ajena a las disputas de sus ancestros.
       Para terminar con el status quo, el actual jefe de los artistas bohemios se reúne con el nuevo jefe de los agricultores analfabetos en la recién inaugurada plaza de la reconciliación. Ambos parlamentan durante horas bajo la atenta mirada de los ciudadanos allí congregados. Nadie alcanza a escuchar el tema de conversación, pero se supone relevante. Finalmente, el jefe de los artistas bohemios empuña una pluma estilográfica –emblema de la ciudad del sur– y apunta con ella al cielo. A continuación, el jefe de los agricultores analfabetos clava en la tierra una hoz de oro, símbolo de la ciudad del norte.
       La multitud festeja un gesto que, sin lugar a dudas, debe representar la voluntad de entendimiento entre las dos ciudades. Sin embargo, allá al fondo, un anciano decrépito reconoce el significado del antiguo ritual y comprende que ha llegado la hora de reconstruir aquel muro inmenso, esta vez a prueba de terremotos.

jueves, 8 de enero de 2015

LABERINTO Y MINOTAURO


       Dicen que en el laberinto vive un minotauro, pero yo no puedo estar tan seguro. Llevo meses encerrado aquí y no lo encuentro por ningún lado. He llegado a sospechar que no existe tal criatura, que se trata de la enésima leyenda, como las hadas o los grifos. Y sin embargo sigo buscando, arrastrado quizás por la épica del rito.
       Como suele decirse, lo peor fue al principio: una y otra vez recalaba en los mismos pasadizos, tomando las mismas direcciones incorrectas hasta perder el sentido de la orientación, pero nada; ni rastro del minotauro. Durante la primera semana abandoné la menor esperanza de encontrar la salida. El laberinto se desplegaba ante mis ojos como una sucesión incomprensible de caminos sin final.
     Tuve la suerte de contar en aquel momento con una paciencia infinita. Con total entrega y considerable precisión esbocé, cada noche, un pequeño mapa mental de la porción de laberinto que había transitado durante el día, a fin de recordar el punto exacto en que me hallaba al despertar. Al cabo de muchas jornadas comprendí que la construcción seguía una lógica interna muy compleja, pero a fin de cuentas cognoscible. Podía tardar meses en encontrar la salida, pero me animaba pensando que, en términos absolutos, estaba a un paso de abandonar el laberinto.
       Sin embargo, ahora que sé que el laberinto tiene sentido, lo que me parece absurdo es que no albergue un minotauro en su interior, y es por eso que, en vez de dar ese último paso que me separa del exterior, ya en la salida, doy media vuelta y sigo buscando con ahínco la última pieza del rompecabezas.

viernes, 2 de enero de 2015

DIEZ AÑOS


       Arioldo y Dáltima –pareja exquisita, muy bien avenida– deciden romper amistosamente su relación tras diez años de noviazgo. Se han hartado de verse las caras y creen, con total honestidad, que lo más digno –lo menos doloroso– consiste en aparcar sus encuentros hasta nuevo aviso.
       Arioldo es el primero de los dos en incorporarse al mercado sexual. Un mes después del mencionado trance, nuestro amigo detiene su atención en una chica rubia de poderosa belleza que pasea junto al río. Enseguida se aproxima hasta ella y, con algún absurdo pretexto, la invita a tomar café. Esa noche conversan hasta bien entrada la madrugada y, en el momento oportuno, Arioldo propone abandonar la discoteca en que se encuentran para acompañarla a casa. Una vez allí, mientras la chica rubia empieza a desnudarse, nuestro amigo piensa en Dáltima, en cómo hacía el amor con ella, y se pregunta si su limitada técnica será extrapolable a otras mujeres. Agobiado por las dudas, Arioldo se refugia en el cuarto de baño, telefonea a su ex y le pide consejo. “¡Sólo a ti se te ocurre!” (en realidad le hace gracia, no se puede decir que esté enfadada). “Bueno, voy echarte un cable, pero sólo porque te noto desesperado. Verás, trata de esmerarte en los preliminares, no vayas tan rápido como de costumbre. Fíjate bien en su respiración. Y cuando llegue el momento, métela con cuidado, que a veces eres un poco brusco. A partir de ahí, embestidas uniformes, nada de parones; ah, y acelera al final. Pero sobre todo recuerda: no a todas nos gusta por detrás, así que no te arriesgues la primera vez. Un beso y suerte”.
       Todo salió bien en aquella ocasión. Sin embargo, la chica rubia no acaba de entender, tantos años después, esa manía que tiene Arioldo de encerrarse en el baño cada noche, antes de acostarse con ella.