lunes, 25 de julio de 2016

LA IMPOSIBILIDAD LÓGICA


       Ese hombre que se resguarda de la lluvia bajo los soportales de la estación ferroviaria tiene al menos tres razones para asesinar a su hermano mayor. La primera, de corte económico, alude a una serie de turbios desmanes que en los últimos años provocaron la ruina de aquél a manos de éste. La segunda, de orden moral, se remonta a la adolescencia de ambos y está relacionada con el juicio (erróneo) de que un objeto de deseo (animado) es algo susceptible de ser “robado”. La tercera, de carácter estético –y, por tanto, verdaderamente definitiva–, tiene su razón de ser en la indiscutible belleza física del asesinado potencial, fuente inagotable de complejos para un hermano menor que podríamos calificar, sin caer en la exageración, de contrahecho. Estas tres razones, que nosotros podemos permitirnos el lujo de enumerar, en calidad de observadores externos, no son para ese hombre más que una confusa intuición, una indiferenciada nebulosa de rabia que, pudiendo desatarse en cualquier momento, finalmente no lo hace. Y es que mientras él permanezca refractario a desentrañar, análisis racional mediante, las razones objetivas que acaso tenga para acabar con la vida de su hermano mayor, el salto del “analizar” al “pensar”, del “pensar” al “decidir” y del “decidir” al “actuar” estará abocado a una rigurosa imposibilidad lógica. Quizás es por eso que ese hombre que ahora abandona el resguardo de los soportales de la estación ferroviaria se dirige tranquilo, despreocupado y, en definitiva, dueño de sí, a la casa de sus padres, donde compartirá mesa, comida y charla dominical con un hermano al que sabe que no podrá asesinar hasta haber comprendido, no ya que tiene buenas razones para hacerlo, sino además qué razones y de qué tipo exactamente. “Es mejor así”, repite para sus adentros, y negándose a razonar –“por el bien de todos”, sentencia– sigue caminando bajo un aguacero que tampoco comprende.
       Mientras tanto, yo espero a ese hombre en la esquina de Avenida Restauración con Calle Princesa para, con el pretexto de acompañarlo, hacerle recapacitar sobre dos o tres asuntos que juzgo dignos de su interés.

lunes, 18 de julio de 2016

EL ÁRBOL DE LOS DÁTILES


       Tenemos el árbol de los dátiles, que es después de todo nuestro único sustento. Peleo lo riega, Anisia lo poda, Elena lo abona, Marcos recoge los frutos y yo los reparto. Así vivimos. Pero, usted sabe, nosotros también oímos historias; nos llegan del otro lado del río y hablan de fantasías remotas: de animales y de carreteras, de cafeteras y de trenes. De forasteros. A veces pensamos en la vida de esas otras personas y, en el silencio de la noche, recluidos ya en nuestras solitarias casas, nos preguntamos con una curiosidad intensísima qué harán allá, qué juegos habrán inventado, qué cosas les distraen del suicidio, del tedio. Y sentimos una lástima infinita, porque, usted sabe, lo que sabemos con total certeza, gracias a nuestros antepasados exploradores, es que al otro lado del río tienen muchas cosas extrañas, tienen norias y ceniceros, pero sufren igual que aquí y también el aburrimiento los alcanza. ¿Cómo dice? Sí, claro que la desgracia, en cierto modo, nos hermana a todos. Pero fíjese que esos pobres diablos tienen que soportar, además, una vida sin Peleo, sin Anisia, sin Elena, sin Marcos, y aun sin el árbol de los dátiles, del que –por descabellado que parezca– ni siquiera han oído hablar.

lunes, 11 de julio de 2016

LAS VERDADES PEQUEÑAS


       …O inaugurar un depósito de Verdades Pequeñas, donde uno pueda decir “verde” o “estrógeno”, y otro demostrar ortodoxias atenuadas, y ambos compartir sus hallazgos diminutos sin pensar nunca más en Verdades Grandes; un salón de reuniones, una cafetería, quizás una mesa de billar; discusiones cordiales, de andar por casa, y al final de la jornada tarta Selva Negra para todos. ¿Y si a alguien se le ocurre decir “eso no es cierto”? pues se le quiere, se le comprende, se le perdona. Lo importante es que el depósito siga funcionando, que el conocimiento fluya hasta estancarse. Cuando la masa de Verdades Pequeñas adquiera uniformidad y consistencia, ¿qué haremos entonces? Pregúntese mejor qué harán las Verdades Pequeñas. Porque si en ese momento deciden confabularse para dar lugar a la Gran Verdad –que es algo mucho más impredecible que una mera Verdad Grande– no resulta difícil imaginar el surgimiento de una anarquía férrea, o de una dictadura flexible (quién sabe si algo peor), en cuyo caso el color verde pasará a ser solamente verde y a ningún integrante de la organización se le pasará ya por la cabeza la posibilidad de relacionarlo con los estrógenos, con las galletas o con la libertad. El riesgo es obvio.
       Es por ello que nosotros abogamos por un sistema inicial de compartimentos estancos a fin de prevenir el desastre. En cualquier caso, no más de tres Verdades Pequeñas en un mismo cajón. Y siempre vigiladas. Siempre.

lunes, 4 de julio de 2016

FUMAR, POR EJEMPLO


       El sentimiento de culpa cumple un papel importante cuando uno empieza a fumar: generalmente se hace a escondidas y el escaso placer que proporciona está todavía teñido de una prohibición implícita y de una distorsión mal disimulada del concepto de libertad. Fumar, por el contrario –esto lo sabremos más tarde–, esclaviza nuestro cuerpo y nuestra mente, nos aleja de los héroes y nos emparenta con los villanos. Pero encontraremos precisamente en esta poética del villano –la que no buscábamos, la que no esperábamos, la que ni siquiera sabíamos que existía– una de las razones primordiales para seguir fumando. Porque si fumar esclaviza, la esclavitud no es muy diferente de un poema trágico: muy pronto no sabremos vivir de otra manera, siempre a merced de nuestro hábito, de nuestros “lo dejo cuando quiera”, recordando a duras penas cómo era la vida (feliz, radiante, inmaculada) antes de fumar, antes de la irrupción del destino, antes de Aquiles. Así, el sentimiento de culpa desemboca en un lago de pura necesidad. El fumar se convierte en una carga inexorable que, sin embargo, configura nuestro “yo” real o ficticio, y ya sólo se trata de llevarlos (la carga, el “yo”) con un mínimo de dignidad.
       Rehágase este relato cambiando el verbo “fumar” por el verbo “escribir”, por el verbo “amar” o por cualquier otro verbo mayor.