lunes, 30 de junio de 2014

LA VERGÜENZA


       La niña se escapa de los brazos de su padre y corre hacia la orilla para meterse nuevamente en el agua. Éste recibe una señal de la madre (déjala ir, no importa) y vuelve a cobijarse bajo la sombrilla.
     En el agua chapotea otro niño. La niña se le acerca nadando y pregunta su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El niño se vuelve sin responder y, zambulléndose avergonzado, oculta su rubor en el mar. En cuanto sube a la superficie, la niña reformula su monólogo forzoso: “Dime tu nombre, por favor”, pero el niño reanuda rápidamente la inmersión, esta vez algo más prolongada que la anterior. Cuando su cogote emerge de las aguas, la niña, empeñada en su intento de socializar, vocifera por última vez una interrogación desesperada: “¡¿Quieres ser mi amigo?!”, pero el niño renuncia a la invitación escondiendo una vez más sus facciones en el mar.
     A las ocho de la tarde, la niña sube al coche para volver a casa. Unos metros más abajo, muerto de vergüenza, un cogote inerte es zarandeado por la marea.

jueves, 26 de junio de 2014

UNA HISTORIA TRISTE


        Ahora que vamos a cerrar la peluquería puedo contarte la historia de Jonás, pero sólo si prometes no reírte, porque, aunque pueda parecer graciosa, en realidad es una historia un poco triste.
       Verás, cuando tu padre y yo abrimos este negocio –tú ni siquiera habías nacido– venía toda clase de gente desde cada rincón de la ciudad; sabían que cortábamos y afeitábamos como nadie, así que nuestra clientela era muy fiel. Pues bien, el más fiel de todos fue Jonás, que durante treinta y dos años vino siempre a cortarse el pelo con nosotros, invariablemente, como mínimo una vez al mes. Jonás siempre nos contaba sus historias de cuando había sido marinero; nos hablaba de océanos inexplorados, de puertos sin nombre, y nos reíamos mucho con él, pero a veces también asentíamos compungidos, sobre todo cuando relataba accidentadas travesías en las que habían naufragado algunos de sus compañeros. Esto era triste.
     Los años fueron pasando y Jonás encanecía. Al principio sólo podían adivinarse unos cuantos pelos grises encima de sus orejas; más tarde, toda su melena se había vuelto completamente blanca. Y claro, llegó el momento en que empezó a caérsele el pelo. Él parecía no darse cuenta, pero se acercaba el día en que dejaría de precisar nuestros servicios.
       Aquella tarde, Jonás entró en la peluquería –ya totalmente calvo– y se sentó a esperar su turno. Tu padre y yo no comprendíamos qué hacía allí, pero tampoco nos atrevimos a decirle nada porque no queríamos herir sus sentimientos –él siempre había estado muy orgulloso de su melena–. Cuando por fin le tocó acomodarse –por cierto, en ese mismo sillón que hace un rato llevamos al camión de mudanzas– Jonás sacó de su bolso de cuero una peluca negra como el carbón. Cuidadosamente la ajustó a su cabeza, tomándose su tiempo, conjurando la vergüenza, y entonces le dijo a tu padre: –Córtame sólo las puntas, Amancio. Tengo el pelo un poco castigado por culpa del mar.
       Y tu padre, como había hecho durante tantos años, le cortó el pelo a Jonás.

lunes, 23 de junio de 2014

UN SECUESTRO


       El pintor recibe la llamada: Una voz distorsionada dice: “Tenemos su cuadro. Calle Princesa veintisiete. Venga solo, ni se le ocurra avisar a la policía”. El teléfono lanza entonces un biiip interminable y Adelino se pregunta una vez más por qué él, por qué su cuadro.
       Como es la primera vez que alguien secuestra uno de sus lienzos, el pintor no sabe muy bien qué se supone debe hacer en una situación como ésta, así que da vueltas por su habitación pensando la forma más adecuada de afrontar el problema. Asustado, Adelino descarta provisionalmente la idea de contactar con las fuerzas del orden y decide finalmente acudir en solitario a la cita –tal y como le han ordenado– llevando consigo su indispensable cartera –aunque no le han dicho cuánto tendrá que pagar por el rescate– y su chaqueta gris, que le da un aspecto de mafioso muy acorde con la coyuntura.
       Adelino toma la avenida principal; camina nervioso, suda a mares. Después tuerce hacia la calle Princesa y se pone las gafas de sol (no le agrada la idea de que algún colega del gremio le descubra cediendo a chantajes). Cuando llega al número veintisiete, el pintor lee la placa metálica fijada a un lado del portal: “De Castro y asociados. Secuestradores. 1ºB”. Estupefacto ante la clara falta de pudor por parte de los malhechores, Adelino entra en el edificio y sube las escaleras de dos en dos, fingiendo una prisa que en realidad no tiene.
       Junto a la entrada de la oficina, el pintor tiene que repetirse que lo que está viviendo es real, que la práctica del secuestro, tras duros años de clandestinidad, se ha corporativizado, que unos señores trajeados –probablemente también muy amables– le atenderán solícitos en cuanto pulse el timbre que tiene ante sí. Pero en realidad esta última maniobra carece de sentido, porque Adelino descubre que la puerta, al igual que la del portal, está solamente arrimada, así que se desliza en el interior del 1ºB con una sombra de duda y varios interrogantes curiosos bailando en su cabeza.
       El pintor contempla a su derecha, a lo largo de un estrecho pasillo, una docena de obras pictóricas firmadas por otros tantos reconocidos artistas de su ciudad. A su izquierda, dos puertas; según rezan sus respectivos letreros, una sala de espera y el propio consultorio. La primera habitación está vacía y descuidada: ni rastro de esperadores. La segunda tiene un llamador antiguo y Adelino no duda en utilizarlo. –Adelante, pase usted– escucha al otro lado de la puerta y, una vez dentro, Karen De Castro levanta la vista del escritorio –le estábamos esperando. 
       –Yo sólo quiero mi cuadro –acierta a exclamar el pintor tras un silencio inicial verdaderamente insoportable–. No entiendo nada de esto, no sé qué se traen entre manos, pero el cuadro es mío; lo he pintado yo y quiero que me lo devuelvan. 
       –Será mejor que tome asiento y se tranquilice, –dice Karen tras encender un cigarrillo –esa actitud no le va a servir de nada con nosotros. Verá, sabemos perfectamente que el cuadro es suyo, es decir, sabemos que lo ha hecho usted y reconocemos su autoría. Pero no estamos dispuestos a devolvérselo así como así, que por algo lo hemos secuestrado. Usted díganos cuánto cree que vale y quizás podremos llegar a un acuerdo; no nos pongamos salvajes.
       En ese momento, Adelino decide hacer caso a la señorita De Castro y se sienta en el sofá que está frente al escritorio. Después se quita las gafas de sol y juega un rato con ellas en sus manos. Obviando por el momento la sensación de absurdo que le atenaza, considera que el cuadro al que ambos se refieren es una de sus mejores obras. –De acuerdo, dígame cuánto quieren por el cuadro y dejémonos de tonterías. 
       –Ha olvidado usted que estoy esperando su oferta –contesta Karen irritada–. Aquí tenemos siempre muy presente la opinión de nuestros autores.
       El pintor calcula que su cuadro valdría, en el mercado legal, unos tres mil euros. 
       –Estoy dispuesto a ofrecerle mil euros por él –musita al fin cabizbajo y vagamente convencido. 
       –¿Cómo dice usted? –Karen apaga el cigarrillo con rabia en el cenicero –¡No me haga reír! Sabemos cuánto dinero se paga habitualmente por sus obras. Inténtelo otra vez. 
       –Muy bien –Adelino quiere acabar con esto de una vez, desea volver a su casa, llamar a la policía y olvidar la afrenta cuanto antes–. Le doy dos mil euros, es mi última oferta.
       Karen se levanta sonriente de su asiento y se dirige hacia el armario empotrado que está detrás del escritorio; después revuelve un rato en su interior y extrae el cuadro. Entonces se lo da al pintor. –Espero que haya traído efectivo, no aceptamos cheques.
       Adelino llega al portal de su casa al anochecer, con el cuadro bajo el brazo y una pose desvencijada. En el ascensor coincide con Rosa, la vecina del quinto derecha, que observa de reojo su obra. –Vaya, qué bonito cuadro lleva usted ahí. ¿Es suyo? –el pintor asiente absolutamente cansado, ido–. Eso es interesante, porque mi marido y yo estamos pensando en invertir algún dinero en arte, no sé si me entiende... sabemos que usted es un pintor... pues eso, bastante conocido, digamos. 
       –No diga más, señora. Se lo vendo por cinco mil euros, precio de amigo –contesta Adelino a la desesperada.
         Para sorpresa del pintor, doña Rosa acepta sin regatear.
       Dando vueltas por su habitación, pensando en cómo explicar a la policía los detalles del secuestro, Adelino posterga el momento de coger el teléfono. Por supuesto que lo hará, quizás no hoy, pero seguro que mañana. Es sólo que estas cosas ya se sabe cómo son; que si el papeleo, los trámites, la burocracia y al final a uno no le hacen ni caso la inmensa mayoría de las veces.

jueves, 19 de junio de 2014

LA CASA

  
       No sé si será cierto todo lo que cuentan sobre él, sobre la casa, pero lo que es indudable es que empezó a construirla hace cuarenta años, con sus propias manos. Al principio, aunque ahora resulte difícil de creer, comenzó siendo una planta sencilla: baño, cocina, salón y dormitorio; más tarde, una segunda con chimenea y varias habitaciones desiertas se elevaba sobre ésta, porque Don Pérdomo vive solo y nadie conoce sus razones –todo siempre lleno de ladrillos y cemento, no se sabe si este hombre descansará algún día–. Cuando la obra parecía terminada y los vecinos respirábamos aliviados, la maquinaria pesada mitigó nuestras esperanzas. Primero una nueva edificación en el terreno que le había comprado a Ambrosio, después un puente de hormigón entre las dos casas y, encima de éste, un helipuerto provisional que acabó convirtiéndose en pista de tenis; la piscina olímpica llegaría tres años más tarde (algunos dicen que la inauguró el mismísimo alcalde). Entonces, recién enterrados Pepa y Sancho, Don Pérdomo alegó que estos le debían muchísimo dinero y el juez creyó justo darle en propiedad sus tierras. En esta ocasión diseñó un túnel subterráneo –ahora un metro– con el que comunicar todas sus dependencias y, tras haber recibido aquel cuantioso premio de arquitectura amateur, terminó de colocar las placas solares que deseaba, esas mismas que ahora, suspendidas a treinta metros del suelo, nos privan de luz natural. Lo del aire es otro problema, porque su sistema de purificación atmosférica despide constantes nubes de gases tóxicos; pero lo peor de todo fue cuando atravesó nuestro jardín con un montacargas horizontal: ese fue el principio del fin. Ahora que no podemos salir de nuestra casa sin invadir alguna sección de la suya, sin pisar alguno de sus puentes, de sus pasadizos, de sus halls y salones, me pregunto qué se propone Don Pérdomo, qué más puede pedir ahora que la ciudad es completamente suya. A veces –no muchas– nos cruzamos con él y le vemos triste, pero el muy cretino se aleja chascando los dedos y la gente no sabe y especula, y eso es todo.

lunes, 16 de junio de 2014

OJOS


       Vivió una vez en Venecia un señor que te sacaba los ojos por cien mil liras. Buscaban su servicio los espíritus extremadamente sensibles, aquellos que habían oído hablar del síndrome de Stendhal y temían que la belleza pudiera alcanzar cotas insoportables en determinadas ciudades italianas.
       El señor de Venecia guardaba los ojos extraídos en grandes botes de cristal, a la espera de jugosas ofertas que le hicieran los entonces clandestinos laboratorios de medicina científica; y así se ganaba la vida, para bien o para mal. Pero un día llegó a su domicilio un hombre con las cuencas vacías. Quiero un par de ojos, le dijo, a poder ser castaños.
      A partir de aquel día, el sórdido negocio bifurcó su rumbo inicial. Los ojos, dormidos en los frascos de cristal, guardaban sin embargo todos los recuerdos visuales de sus antiguos propietarios, y así fue que el señor de Venecia se convirtió, además de vendedor de globos oculares, en comerciante de vivencias. Salían muy caros los ojos de explorador o político, puesto que habían visto mucho mundo, mientras que solían estar de oferta los de villano u otros homúnculos de baja alcurnia –por razones que ustedes comprenderán sobradamente–.
       Resultaba problemática, a pesar de todo, la absurda nostalgia que los ojos sentían por sus anteriores dueños, y no era poco corriente asistir a interminables persecuciones entre hombres desconocidos a lo largo y ancho de la Europa civilizada. De este modo, aquellos que en su día se vieron bendecidos con un par de ojos de segunda cuenca, hallaron como contrapartida una pulsión perseguidora con respecto al original poseedor de los mismos.
       Para poner fin a semejante contratiempo, el señor de Venecia puso en práctica su plan: cada vez que un nuevo cliente acudiera para ser enucleado, él mismo se encargaría de asesinarlo tras la intervención. Y así lo hizo el pobre hombre durante algún tiempo, pues en ningún momento se le pasó por la cabeza que cientos de ojos transplantados pudieran asaltar su negocio, insertados en cabezas ya familiares, llevándoselo a él por delante, literalmente aplastándolo, y es que no se pueden apilar tantos cadáveres en el mismo sitio, de ninguna manera, las cosas se hacen bien o no se hacen.

jueves, 12 de junio de 2014

FUNERAL


       Abulio, cumplidos los sesenta y cinco, toda una vida de trabajo, cientos de ciudades visitadas, miles de libros leídos, decide no volver a salir de casa hasta que la muerte se lo lleve. Su querida Marifé, razonablemente preocupada, le pregunta si se ha hartado de vivir. Él contesta que, precisamente porque ama la vida, no quiere ver más, que ya ha visto todo lo que hay que ver, que así es la cosa y sanseacabó. Aquí me quedo yo hasta que la palme, vamos. Y tráeme un café que son las cinco, haz el favor.
       La Muerte, que a lo largo de su carrera ha visto ya de todo, se dirige a la casa de Abulio en cierto modo tensa y desconcertada. Primero duda entre ofrecerle a su víctima la clásica y muy cinematográfica partida de ajedrez, o bien llevárselo a rastras –pataleta y lloros incluidos–. Después recapacita para concluir que Abulio es un caso verdaderamente extremo: “Este señor está en mitad de ninguna parte; ama la vida y, sin embargo, se niega a vivir. ¿Qué puedo arrebatarle yo?”. Tras este razonamiento, la muerte da media vuelta sin haber llamado siquiera al portón que Marifé hubiese abierto de muy buena gana.
       Abulio, cumplidos los ochenta y cinco, toda una vida de trabajo, cientos de ciudades visitadas, miles de libros leídos, muere plácidamente en la cama de su dormitorio. Desde la noche anterior, una nota de La Muerte en la cómoda: “Con lo bien que ibas, sólo a ti se te ocurre asistir al funeral de Marifé”.

lunes, 9 de junio de 2014

FOTOGRAFÍA


      Trúcamo guarda todavía la fotografía que acabó con su matrimonio. En ella él posa divertido para Macoca, moviendo la cabeza rápidamente a ambos lados como un niño enrabietado que se niega a hacer lo que le ordenan, pero el clic de la cámara –el tiempo de exposición no era del todo correcto– capturó en el negativo dos cabezas superpuestas, difuminadas, sólo remotamente humanas.
      Desde el mismo revelado, Trúcamo decidió esconder la fotografía a los ojos de Macoca. La imagen no sólo daba miedo, sino que era increíblemente repugnante, turbadora y maligna. El feliz esposo parecía ahí un espíritu infernal, una abominación de ultratumba, y lo peor, pensaba Trúcamo mientras destruía el negativo, es que en algún momento de mi vida yo he sido este ser, he tenido este aspecto, y los únicos que debemos saberlo, sentenciaba, somos la fotografía y yo. 
      A partir de ese día, Trúcamo, que nunca había tenido problemas de autoestima, comenzó a mostrarse inseguro y mohíno. La relación con Macoca fue degenerando a un lienzo borroso de costumbres compartidas y escasas prácticas sexuales. La fotografía, guardada en el cajón de la mesilla de noche de Trúcamo, salía de su escondite todas las noches cuando ella dormía. Nuestro hombre, hundido, quería comprobar periódicamente, a la luz de un flexo, si acaso era para tanto, si lo grotesco de la imagen no había sido en realidad una impresión pasajera. Pero, como siempre, ahí se desvelaba el monstruo, ese señor bicéfalo que no soy yo y que saluda vomitivo desde la cartulina.
      Una noche la fotografía desapareció del cajón. Macoca desayunó al día siguiente con Trúcamo en el comedor –sin dirigirle apenas una frase, la mirada extraviada–; dijo que estaba cansada y que no había dormido bien (ojeras tenía, eso era cierto). Después se fue a la oficina. Revolviendo entre las facturas que ambos amontonaban en el armario del salón, nuestro hombre hundido encontró la imagen abyecta y supo que ella no volvería jamás.
       Me dice Trúcamo que es incapaz de romper la fotografía después de todo, que necesita la prueba definitoria de su tormento. De lo contrario me volvería loco, asegura sollozando. Pero yo creo que es la fotografía la que le necesita a él para consolarse, para pensar que en algún punto del camino ella fue también un esposo feliz absurdamente marcado por el clic impertinente de una cámara caprichosa.

jueves, 5 de junio de 2014

CRIMEN PASIONAL


       ...Fíjese que no tengo remordimientos; la maté y ya está. Yo volvía de jugar al golf como cada viernes y ahí estaba ella, en nuestra cama, con una polla desconocida en la boca. Y claro, al principio me quedé clavado y no dije nada, sobre todo porque ellos todavía no me habían descubierto –la habitación es bastante grande, usted sabe–. Así que me senté silencioso en un rincón y... bueno, pues que me puse bastante cachondo, no voy a negarlo ahora. Cuando quise darme cuenta ya me había desnudado del todo y tenía el badajo más duro que un ladrillo. Sí, claro que ellos pararon en cuanto me vieron, pero tampoco supieron reaccionar. No sé... todo fue muy rápido; no les quedó otra que invitarme, yo acepté educadamente –no soy un reaccionario– y... qué quiere que le diga: de perdidos al río.
       Cuando él se fue, mi mujer y yo permanecimos callados en la cama durante... quizás una hora y media, no estoy seguro. Yo pensaba que si nuestra relación podía sobrevivir a algo así, eso significaba que estábamos hechos el uno para el otro (con eventuales participaciones, por qué no, de algún tercero). Entonces, feliz como estaba, la besé en la boca y noté un minúsculo grumo de semen en su labio superior –esto ya me empezó a cabrear, porque no sólo no era mío, sino que además mi mujer siempre rechazaba este tipo de prácticas conmigo; quiero decir que nunca llegaba hasta el final, no sé si me explico–. Se lo dije y se enfadó, pero, como le he dicho, no lo negó en ningún momento. Bien, ésta es mi versión de los hechos: la muy puta, en mitad del trío y mientras yo estaba orinando sobre su ano, había aprovechado para tragarse el esperma de aquel negro... ¡Ella solita, sin compartir ni una mísera gota!, ¡y yo que me mataba a trabajar para que estuviera como una reina y no le faltase de nada! Sí, perdone, ya me calmo... pero que conste que era una desagradecida y que, como le decía, no me arrepiento. Por cierto, hay que ver lo bien que les sienta a ustedes el uniforme, agente...

lunes, 2 de junio de 2014

LA ESFERA PERFECTA


     El carpintero retrocede unos pasos y, desde esta nueva perspectiva, contempla su obra terminada. Parece una esfera perfecta, murmura, aunque el sentido común y ciertos preceptos básicos de geometría vengan a decirme lo contrario. Será mejor que avise al herrero.
           El carpintero y el herrero permanecen callados ante la esfera de madera; ninguno se atreve a decir lo que ambos piensan: parece perfecta y, sin embargo, no puede serlo. Es increíble, afirma de una vez el herrero, siempre pensé que sería más fácil hacerla de metal. Deberíamos avisar a los medios.
      Las cámaras de las principales televisiones estatales filman durante horas la hipnótica esfera de madera. Queridos televidentes, acierta a pronunciar un periodista conmovido, esto es lo más bello que el ser humano haya visto en siglos. Devolvemos la conexión no sin antes aconsejar que visiten ustedes el pequeño taller del carpintero para ver este prodigio.
      Al caer la tarde, el taller del carpintero es un hervidero de señoras cotillas, niños curiosos, señores aburridos y matemáticos escépticos. Son estos últimos los que convencen al artesano para trasladar provisionalmente la esfera de madera a un laboratorio independiente, a fin de confirmar o desmentir la perfección de la misma.
       Las noticias no se hacen esperar, y en breve son publicadas por la directiva de Mathematical Journey (Editorial del número correspondiente al mes de Diciembre): “La popular esfera de madera es un fraude (...) como anticipaban desde un principio sólidas leyes físicas, la creación del carpintero es sutilmente imperfecta”.
      Risueño, el carpintero acude al taller de su amigo el herrero. Ya sabía yo, le dice éste, que no podía ser totalmente perfecta. Estoy de acuerdo contigo, responde aquel, pero recuérdame que en el próximo pedido a la distribuidora incluya madera brasileña. El material que me llega de Canadá siempre deja mucho que desear.
       Cuando llega la madera, el carpintero reemprende su labor.