lunes, 16 de junio de 2014

OJOS


       Vivió una vez en Venecia un señor que te sacaba los ojos por cien mil liras. Buscaban su servicio los espíritus extremadamente sensibles, aquellos que habían oído hablar del síndrome de Stendhal y temían que la belleza pudiera alcanzar cotas insoportables en determinadas ciudades italianas.
       El señor de Venecia guardaba los ojos extraídos en grandes botes de cristal, a la espera de jugosas ofertas que le hicieran los entonces clandestinos laboratorios de medicina científica; y así se ganaba la vida, para bien o para mal. Pero un día llegó a su domicilio un hombre con las cuencas vacías. Quiero un par de ojos, le dijo, a poder ser castaños.
      A partir de aquel día, el sórdido negocio bifurcó su rumbo inicial. Los ojos, dormidos en los frascos de cristal, guardaban sin embargo todos los recuerdos visuales de sus antiguos propietarios, y así fue que el señor de Venecia se convirtió, además de vendedor de globos oculares, en comerciante de vivencias. Salían muy caros los ojos de explorador o político, puesto que habían visto mucho mundo, mientras que solían estar de oferta los de villano u otros homúnculos de baja alcurnia –por razones que ustedes comprenderán sobradamente–.
       Resultaba problemática, a pesar de todo, la absurda nostalgia que los ojos sentían por sus anteriores dueños, y no era poco corriente asistir a interminables persecuciones entre hombres desconocidos a lo largo y ancho de la Europa civilizada. De este modo, aquellos que en su día se vieron bendecidos con un par de ojos de segunda cuenca, hallaron como contrapartida una pulsión perseguidora con respecto al original poseedor de los mismos.
       Para poner fin a semejante contratiempo, el señor de Venecia puso en práctica su plan: cada vez que un nuevo cliente acudiera para ser enucleado, él mismo se encargaría de asesinarlo tras la intervención. Y así lo hizo el pobre hombre durante algún tiempo, pues en ningún momento se le pasó por la cabeza que cientos de ojos transplantados pudieran asaltar su negocio, insertados en cabezas ya familiares, llevándoselo a él por delante, literalmente aplastándolo, y es que no se pueden apilar tantos cadáveres en el mismo sitio, de ninguna manera, las cosas se hacen bien o no se hacen.