lunes, 28 de diciembre de 2015

LAS MUERTES


       Está la que viste túnica negra y porta guadaña afilada, la de toda la vida –dirán algunos–, esa que nos ofrece una partida de ajedrez interminable y perdida de antemano. También la que se disfraza de perro tricéfalo, la que protege las puertas del infierno a fuerza de rugidos, la depredadora de colmillos humeantes. Hablan otros de la negra sombra, sin forma ni linaje definidos, que penetra los cuerpos de los vivos para cobrarse su legítimo tributo. O de la Diosa malévola y burlona que juega con nosotros a las adivinanzas y finalmente grita “Cáncer” mientras caemos desarmados. Está también la egipcia, que demanda además nuestro cadáver incorrupto para ponerlo en pie cuando se le antoje. Y aun la muerte lenta, dolorosa, esa que nunca sabremos si llega o si se ha ido, cuándo empieza y cuándo acaba. Está esa otra que los médicos llaman “coma irreversible”, eufemismo más bien tonto y de paredes difusas, pero igualmente negro y amenazante. O la muerte metafísica, la denominada muerte-en-vida, esa que se presenta con antelación calculada para que la otra muerte, la postrera, nos encuentre ya acabados. Y como estas hay muchas otras que no conocemos –o no recordamos– y entre ellas se reconocen, se comprenden y se aman. Comparten secretos e intercambian recursos, y de su frenética actividad casi se colegiría que son, más que muertes, vidas. Pero el oficio las iguala, la negritud las hermana, y apenas de perros o de esqueletos pueden disfrazarse.
       Son pocos los saberes y muchos los horrores que pueden extraerse de un catálogo de muertes, pues las muertes son en verdad horribles. Pero lo peor de todo es su ancestral pacto de alternancia, ese juramento que nos condena sin remedio al azar de los turnos, a no saber cuál de ellas nos recibirá con su sonrisa terrible al otro lado de todo, allí donde el desconocimiento del enemigo puede (y debe) jugarnos malas pasadas.
      No es difícil imaginarlas apostadas en sus tronos. Cuando una se levanta, las demás le dicen “Ve”. Y el que quiera saber más sólo ha de esperar un poco.

lunes, 21 de diciembre de 2015

MAL PERDER


       Este hombre que, tras llamar a la puerta de mi casa, dice que viene a revisar mi instalación de Gas Natural no sabe que hace ya un par de años me di de baja en el servicio. Ahora uso una pequeña caldera eléctrica, le digo, y me va muy bien. Él, confundido al principio, replica que sigo figurando como usuario de Gas Natural, y que, por lo tanto, tengo derecho a mi revisión periódica de la instalación. Sonríe. Intuyo que pretende decirme, con otras palabras, que está dispuesto a echar un vistazo a mi caldera eléctrica, aunque sea de la competencia, para que yo pueda obtener algún beneficio del malentendido administrativo. Es lógico, pienso. Ya que ha hecho el viaje, no le cuesta nada. Es un buen hombre, me digo. Quiere echarme un cable. Pero estoy ocupado, así que le agradezco el gesto, le digo que ojalá hubiera más profesionales como él, que seguramente nos iría mejor a todos, y finalmente declino cortésmente el ofrecimiento. Esto último no le sienta muy bien. Me pregunta si dudo de su profesionalidad. Le respondo que precisamente lo acabo de valorar en sentido opuesto. Tampoco esto le convence. La situación es tensa y el hombre, silencioso, no se va. Parece que vaya a irse de un momento a otro, pero no se va en absoluto. Aguanto el tipo. Me pongo firme, le digo que tengo que seguir trabajando. “Pero es gratis”, replica, “mire que no le cobro”. Niego con la cabeza. El hombre no acaba de creérselo. “Entonces ¿qué quiere usted?”. Su pregunta me coge totalmente por sorpresa. “¿Cómo dice?”, tengo que preguntar también yo, y añado “¡Lo que quiero es que se vaya!”. Soy consciente de que me he excedido, más que en el contenido del mensaje, en el modo de transmitírselo. Quizás hubiesen sobrado esos signos de admiración. El hombre ha empezado a llorar. Me digo que no es normal que lo haga, que debe estar pasando por un mal momento personal. De todos modos trato de apaciguarlo. Inútilmente. Sus sollozos resuenan en el patio de luces y al cabo de un rato, alarmados por el escándalo, acuden varios vecinos que, tras calmar al hombre y charlar con él –no conmigo– de lo sucedido, se ponen inmediatamente de su parte. “¡Pero hombre! ¿No ves que este señor se ha ofrecido a revisar GRATIS tu instalación?”. Yo les explico que ya no soy usuario de Gas Natural. El presidente de la comunidad, que, atraído por el ruido, acaba de llegar al descansillo y sigue con atención el suceso, me dice que él no está informado de eso, me dice “García, usted tiene que avisar con un mes de antelación si piensa llevar a cabo alguna modificación estructural de carácter sustancial en su vivienda”. Le digo que el cambio del gas por una caldera eléctrica no me pareció, en su momento, sustancial. El hombre sigue llorando. El presidente de la comunidad dice que “Fuera eso sustancial o no, debió haberse votado en la Junta de Vecinos: las calderas eléctricas pueden causar cortocircuitos sistémicos”. No sé qué decir. Interviene entonces la vecina que ahora asiste al hombre en su post-sollozo: “Por suerte este hombre está dispuesto a revisar gratuitamente la caldera eléctrica ¿verdad?”. El hombre asiente con una mueca patética, como de niño abandonado. Trato de sonreír, pero me cuesta. Siempre tuve muy mal perder. Otro vecino sentencia que, después de haber tenido que sufrir semejante vejación, el hombre debería recibir su legítima retribución por el servicio. Nadie lo contradice. Todos me miran.
       Cuando el hombre termina de revisar mi caldera, se presenta en el salón –ahora sí sonriente– para que le abone la factura. Le pago de mala gana y sin apartar demasiado la vista del televisor, dando a entender que no pienso acompañarle hasta la puerta. Antes de irse, se permite el lujo de preguntarme qué programa estoy viendo. Es el colmo. Le contesto, no sin cierto tono de suficiencia, que es un canal de pago, un canal de ajedrez. Chessmasters International. El hombre, tras recibir mi respuesta con un escueto encogimiento de hombros, se dirige hacia el recibidor, desde donde me grita: “Fíjese bien en el cuarto movimiento de Ponkrátov: ahí está la clave de la partida”. Después oigo cómo la puerta se cierra y, tan sólo unos instantes más tarde, asisto al genial hallazgo de P. Ponkrátov –o el funesto error de su rival, que nunca debió haber movido ese alfil–.
       Me quedo un buen rato pensando en lo mucho que se parecen los alfiles a los signos de admiración.

lunes, 14 de diciembre de 2015

CULPABLE

       
       A veces pienso en las canciones que he dejado de componer y me pregunto qué será de ellas. Imagino que alguien, en algún lugar, en algún momento, quizás en una habitación o en un sótano de paredes desconchadas y sirviéndose de una lámpara de baja potencia y luz amarilla, de una libreta de propaganda y un bolígrafo de tinta verde, ese alguien que no tendrá trabajo, ni amigos, ni esperanzas, esa persona olvidada por todos y que se aferra a una guitarra acústica que nunca limpia, una guitarra seguramente de segunda mano y a la que habría que cambiar las cuerdas más a menudo, imagino que ese alguien compondrá, quizás en un futuro no muy lejano, todas las canciones que yo he dejado de componer. Y cuando lo haga, cuando después de hacerlo las grabe en un estudio de mala muerte, cuando decida colgarlas en internet y compruebe, con el paso de los meses, de los años, que esas canciones no llaman la atención de nadie, que quizás no valen la pena esas canciones, cuando llegue a la conclusión de que más vale abandonar la música y dejar de componer, y aborte las melodías propias y se limite a reproducir, como un jukebox andante, las canciones que otros han compuesto antes que él, a disfrutar pasivamente de la música y piense “se acabó: que otro escriba las canciones que voy a dejar de componer”, entonces, y sólo en ese caso, será el momento –me digo– de volver a la carga, a los acordes, a los estribillos. Sólo entonces volveré a escribir las canciones que he dejado de componer, y no porque esa persona haya fracasado y de ese fracaso se desprenda algún tipo de confirmación, alguna lección, un “esto sucede porque tenías que haberlas compuesto tú”, sino porque de ese fracaso me sentiré yo culpable. De ese y de los ulteriores fracasos que ya no querré permitir. Porque si yo no hubiera dejado de componer las canciones que en efecto he dejado de componer, nadie tendría que hacerse nunca cargo de ellas, de un fracaso que sólo a mí me pertenece. Si no me ocupo, obsesiva y compulsivamente, de extraer esas canciones del limbo sónico ¿Quién me asegura que no acabarán engrosando el repertorio de los fracasos ajenos? ¿Quién puede asegurar que mis canciones no-escritas no arruinarán la vida de los otros? ¿Quién pondrá la mano en el fuego por mí, atreviéndose a decir que no soy culpable de lo que no he hecho?

lunes, 7 de diciembre de 2015

LA VANIDAD


       De pequeño me encantaban los columpios; eran realmente lo único que me interesaba del parque infantil o, suponiendo que esté exagerando, al menos sí eran el juego más divertido. Mucho más divertido que socializar inútilmente con otros niños insoportablemente normales, infantiles, idiotizados, los niños de mi pueblo, de mi edad, tan vulgares, tan mocosos, que con el paso del tiempo acabarían siendo adultos odiosos y feos y calvos. Mi infancia consistió en esquivar a esos niños feos y pre-calvos y hacerme fuerte en mi columpio y en mi soledad, aguardando pacientemente la llegada de edades adultas que me parecían prometedoras y muy próximas, casi a la vuelta de la esquina. Se trataba, por lo tanto, de soportar lo mejor posible esa etapa absurda de mi vida. Y, puestos a soportar, a esperar, mejor hacerlo –me decía yo– aquí arriba, en las alturas del columpio, este columpio que me eleva sobre todos esos hijos de puta, esos niños-demasiado-niños de ahí abajo que observan, pasmados, cómo la fuerza de mi impulso destensa, en el punto álgido, las cadenas que me sujetan a la estructura metálica en un juego temerario que he terminado por dominar a la perfección. Miradme subir, cabrones; miradme subir. Aquí, aquí arriba. Mirad bien. 
       Llegué, como he dicho, a dominar el columpio. La fuerza, la masa, la velocidad, la aceleración. Me convertí en un atleta en miniatura pero, si bien supe controlar el orgullo, no puedo decir lo mismo de mis ambiciones y, en definitiva, de mi vanidad. Los niños tristes, absurdos y pre-calvos dejaron de asistir boquiabiertos a mi despliegue de competencias, acostumbrados –demasiado bien acostumbrados, pensaba yo– a la excelencia por mí alcanzada. Era necesario subir el listón. Efectué mi primer salto desde lo alto del columpio un viernes por la tarde, aterrizando sin problemas y con cierta gracia sobre la arena mullida del parque infantil. Semejante hazaña era entonces poco menos que una quimera; nadie tenía conocimiento de un salto desde el columpio, no existían precedentes en niños de mi edad. Me había convertido en un pionero. 
       A partir de aquel momento empecé a trazar en la arena, tras cada salto, una línea que marcara la distancia alcanzada, a fin de superarme en el siguiente vuelo. Cada día, decenas de niños asistían embobados a mi imparable progresión, a los récords una y otra vez pulverizados, al perfeccionamiento de mis caídas y a la desaparición de mis pequeños errores de cálculo. Fue una de las mejores etapas de mi vida, aunque eso no lo supiera entonces, obcecado como estaba en quemar mi infancia, en dejarla atrás para siempre. Estaba reivindicándome como individuo alejado de la masa, y creo que en cierta medida lo conseguí realmente. Podría haberme conformado con esto, regodearme en mi superioridad de parque infantil, pero estaba ya obsesionado con los escalones superiores, con el final de la escalera y de mis posibilidades. Y tras llevar varios días atascado, incapaz de superar mi propia marca (la única), sucedió lo inevitable. 
       En los segundos que siguieron a la caída de aquel salto –excesivo, grotesco, casi diríase suicida–, uno de aquellos niños feos, vulgares y pre-calvos se acercó a la región arenosa que yo ocupaba –hecho un ovillo, doliéndome en silencio, inmóvil, avergonzado, vencido– y me dijo: “Estás sangrando por la boca, Raúl”. Rehusé confirmar o negar. Inmediatamente se volvió hacia el auditorio, del que él era la avanzadilla, y proclamó: “¡Está sangrando! ¡Está sangrando por la boca!”. Oí a mis espaldas, en primer lugar, un silencio respetuoso como respuesta al anuncio. Pero a medida que me incorporaba, llevándome los dedos a la boca para comprobar el alcance de la lesión, todo aquel vulgo infantil empezó a perderme el respeto. Podía sentirlo. Oí entonces cuchicheos, murmuraciones que dieron paso a tímidas sonrisas condescendientes primero y a abiertas carcajadas apenas pasados unos minutos. Las burlas despiadadas tampoco se hicieron esperar. Cabizbajo, abandoné el parque y juré para mis adentros que no volvería jamás. 
       Hoy, tantísimos años después, pienso en aquel niño estúpido, débil y pre-calvo, en cómo se aproximó al lugar que yo ocupaba para confirmar que estaba sangrando, que había perdido, que era mortal. Yo no conocía –ni conozco– de nada a ese niño estúpido que quizás ahora trabaje como contable o procurador y seguramente sea un hombre gris y odioso y ya propiamente calvo o –en el peor de los casos– post-calvo. Y sonrío al pensar que ese niño, que tuvo que conformarse con el anonimato, con mi indiferencia feroz hacia su persona o sus amigos, conocía perfectamente mis hazañas, mi fracaso y mi nombre. Yo seré siempre “Raúl” para él; sí: “Raúl, el que se rompió la boca saltando desde el columpio”. Me gané la inmortalidad y sólo tuve que pagar, a cambio, un mísero par de dientes de leche.

lunes, 30 de noviembre de 2015

PELIGROSO


       El juego empieza cuando él descubre, con quince años, los cuentos de Poe. Después de leer ese libro comprende que la literatura es algo peligroso, y la idea del peligro le encanta. A partir de ese momento decide que va a dejar de ser un lector ocasional, que quiere convertirse en un adicto a las palabras que forman frases, a las frases que forman párrafos y a los párrafos que forman páginas salpicadas de negro. Primero son los cuentos. Con Kafka llegan las novelas y, un par de años más tarde, de la mano de Pablo Neruda, la poesía. Las palabras que forman frases pero no ya párrafos, sino columnas desiguales, verticalidad escrita. Ahora sí quiere escribir, escribir poemas, buscar el adjetivo insólito, emular al gran Neruda. Pero fracasa. Sus poemas son terribles. Abandona la empresa y retorna al ritual primigenio, al juego del lector no-escritor. Y así llega hasta la Universidad, que es lo mismo que llegar hasta Julio Cortázar. Las imágenes que bailan, las trompetas disonantes y la nana del lenguaje. Por primera vez en su vida se siente capacitado para escribir en prosa. Se encierra en su cuarto durante meses, bebe mate al igual que su ídolo, escucha, como él, free-jazz. Pero con el paso del tiempo debe reconocer que tampoco a Julio es capaz de imitarlo. Se enfada con sus propias, injustas incapacidades. Se enfada con el mundo de los que escriben, gente que brilla muy por encima de su universo. Nuevamente abandona el juego del que escribe y se esfuerza en ser el mejor lector del mundo. Diversifica, por deformación académica, su ámbito de acción. Llega al ensayo, a Montaigne, y como no podía ser de otra manera, trata de emularlo sin éxito. Está ya tan acostumbrado a la derrota que finge una pesadumbre que no siente, deseoso de retomar el juego inicial, el rol de lector adicto que busca construirse una identidad por medio de la lectura. Pasea, eso sí, cada vez con más soltura, entre las cálidas páginas de la mal llamada literatura infantil (R. Zimnik), se reconcilia con la novela española contemporánea (E. Vila-Matas, J. Marías) y renueva paulatinamente su reserva de palabras. Finalmente concluye que ya está bien de imitar, que por una vez va a jugarse el tipo, y dedica varias horas diarias a escribir –sobre todo a corregir– extraños relatos sin pies ni cabeza, narraciones que se ahogan en su propia brevedad, homenajes a un lector que acaso no exista ni deba existir jamás. Cuando termina el primer volumen le envía una copia a su mejor amigo, que inmediata e inesperadamente le contesta: “Me recuerdan un poco a Manganelli”. Y entonces él, por primera vez en su vida, respira aliviado al contestar: “No conozco de nada a Manganelli. Te juro que no lo he leído”. Le basta un asalto a la librería más cercana para comprobar que el tal Manganelli era, además de italiano, buenísimo. Y, también por primera vez en su vida, devora a un autor con la sensación de estar devorándose a sí mismo. La solución era bien sencilla y por fin puede ponerla en claro, aunque admite que quizás sea para uso estrictamente personal: el juego de leer y el juego de escribir no están tan conectados como parecía. Uno lee no para leerse o escribirse en los escritos del otro, sino para aceptar al otro dentro de sí. Una vez comprendido esto, admite que escribir es imitar a los escritores a los que todavía no se ha leído, que es una forma de inventar escritores, que es una forma de inventar escritos, porque inventar escritos es, en definitiva, ser escritor. Y desde entonces sabe, o cree saber, que su misión en esta vida consiste en leer a todos los escritores que no ha leído, y de entre ellos especialmente a los que le hubiera gustado imitar, quizás porque sin habérselo propuesto ya los ha imitado. Los ha imitado antes de. Asumir esta conclusión es casi como viajar hasta la habitación de aquel adolescente que comprendió que la literatura es algo peligroso. Ahora el peligro es dejar de encontrar padres. Y ese nuevo peligro, todavía más peligroso que los anteriores, le anima a seguir escribiendo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

MOCHILA


       Y entonces él abandona el vagón del tren con la mochila a cuestas. Pero allí no hay andén. No hay estación. Está en medio de un prado inmenso y ha sido el único pasajero en bajarse. Mira a un lado; mira al otro. No sabe qué hacer; realmente es una locura. El tren reanuda su marcha y desaparece en el horizonte. Él camina hacia las montañas del norte, grita “¡Eeeeeeoooooo!” de vez en cuando, pero nadie contesta. Nunca. Durante días. Nada. Y las montañas se niegan a aumentar de tamaño, tercamente ancladas a la misma distancia. Al caer la tarde del cuarto día, completamente agotado, tropieza con el cadáver de un humano recién nacido. Lejos de asustarse, sonríe satisfecho. Después recoge el cadáver, lo mete en la mochila y sigue caminando mientras repasa mentalmente las instrucciones recibidas: 1- Bajarse en la primera parada sin andén. 2- Caminar hacia las montañas del norte. 3- Primera pista: un bebé muerto.
       Todo marcha según lo previsto. Ahora trata de averiguar –obviando la evidente falta de gusto que encierra el hecho de que alguien le vaya dejando pistas en estado de descomposición– qué diablos puede significar el bebé. Y poco a poco sus miedos van dejando de tener algo que ver con encontrarse solo y perdido o con cargar un pequeño cadáver a sus espaldas; ni siquiera con estar siguiendo las dementes instrucciones de un completo desconocido. Lo que le asusta es comprobar que está disfrutando del Juego y que a fin de cuentas le importa más bien poco lo que esa primera pista pueda significar. Le aterra la sola idea de descubrir lo que se propone, y no porque tema que ese descubrimiento le conduzca a una terrible segunda pista, sino porque en ese avance del Juego presiente la cercanía de su final. Le asusta el miedo que no tiene, porque el que sí tiene empieza a parecerle enfermizo. Le da miedo estar asustado por razones equivocadas, ahí, en mitad de un prado inmenso, con un bebé muerto a cuestas, preguntándose si no sería mejor la renuncia a seguir la pista, si no sería más conveniente instalarse para siempre en ese delicioso estadio del Juego, ese movimiento en el que el final de la partida queda lejos, tan lejos como si no existieran en absoluto ni el final ni la partida ni el Juego ni la mochila. Pero sabe que el Juego existe porque la pista existe, porque el bebé está muerto, de eso está seguro, de eso no hay ninguna duda, ni siquiera hace falta comprobarlo, no va a abrir otra vez la mochila, sería absurdo.

lunes, 16 de noviembre de 2015

MEGABYTE


       En la esquina inferior izquierda de la pantalla de mi Packard Bell portátil destaca, por defecto, un simpático icono con forma de carpeta. Si desplazo el cursor hacia ella y pulso el botón primario del ratón, aparece una segunda pantalla con cuatro subcarpetas (Documentos, Música, Imágenes, Vídeos), también instaladas por defecto. Si opto por abrir Documentos, una nueva pantalla me conduce a mi carpeta personal, bautizada Mis Textos. Pero esta no quiero abrirla. Me limito a posar la flecha del cursor sobre su icono y finalmente decido pulsar el botón secundario. De entre todas las opciones que se me ofrecen escojo Propiedades. En el apartado General se me informa de que mi carpeta contiene 286 archivos y 16 carpetas. Son 219 MB, por lo visto.
       Digamos que, en los últimos siete años, he escrito un total de 219 MB. Al menos en este ordenador. Ignoro si es mucho, si es poco, si es lo normal. Pero el caso es que en Mis Textos hay –considero– una cantidad exagerada de escritos-basura: proyectos inacabados, relatos fallidos, reflexiones irreflexivas, una terrible obra de teatro e incluso algún que otro libro de poemas. Lo que me interesa ahora es saber cuántos de esos MB valen realmente la pena. Una de las dieciséis carpetas anteriormente citadas reza Libros Terminados. Supongamos que esos son los MB netos de mi producción. Si pincho con el botón secundario en esta última carpeta, selecciono Propiedades y leo el apartado General, compruebo que allí figuran 16 archivos y 3,16 MB. Entonces me pregunto de cuántos de esos archivos puedo sentirme verdaderamente satisfecho. Si hemos de ser exigentes –y sí, hemos de serlo– creo que, como mucho, de tres. Sí, definitivamente: de tres libros. Y no demasiado largos. Rápidamente hago la suma: tres archivos; el primero de ellos ocupa 284 KB, el segundo 314 KB, y el tercero 369 KB. Tenemos un total de 967 KB. Ni siquiera llegamos a 1 MB útil.
       Todo esto resultaría descorazonador de no ser porque no tengo ni idea de qué demonios es un MB. El Diccionario de uso del español de María Moliner lo define como “Unidad que equivale aproximadamente a un millón de bytes”. Un millón de tonterías. A mí me gusta imaginármelo diminuto y poderoso, un bichejo salvaje, indómito, seguramente a prueba de holocaustos nucleares. Entonces sonrío y pienso que todo se reduce a alimentar ese MB, a cuidarlo y sacarle brillo, pero también a reprenderlo con severidad llegado el caso, a amenazarle con tirarlo, íntegro o troceado, a la Papelera de Reciclaje. Y comprendo finalmente por qué absolutamente todos los padres de este mundo se sienten, en mayor o menor medida, orgullosos de sus hijos, sean estos héroes o villanos. Y concluyo que todos los juegos, todos los cuidados son pocos para mi pequeño mamut de fabricación casera.

lunes, 9 de noviembre de 2015

EN LA PLAYA CON DIEGUITO


       ¡Mira, Dieguito! ¡Mira qué bonita la playa! Aquí; aquí con el abuelito, ven, siéntate aquí conmigo. La arena, sí; la arena; ¡mira qué calentita la arena! ¡Ay, cómo se te cae la arena! ¿Dónde está el cubo, Dieguito? No, no señorito: esa es la pala… ¡el cubo lo tengo yo! Jajasíííííííí, ¡el cubo lo tenía escondido el abuelo! ¡Que sí, que está aquí! Qué malo que es el abuelito, Diego; qué malo que soy, ¿eh? Vamos a tomar el sol un poquito, que abuelo está cansado ¿sí? Son gaviotas, neno, pájaros grandes. No ¿eh? No seas malo, Diego. Ahora, ahora después vamos a la orilla. Claro; aquí conmigo. Te llevo yo. La mano, Dieguito. Así, así. Muy bien. Con abuelo. Quema, claro, porque el sol pega mucho en la arena, todo el sol, aquí, todo el día. Pero ya se va poniendo fresquita; la orilla se moja, está muy dura ¿ves? Vamos a meter los pies ¡Huuuuuy! ¡Qué frrrrrría! ¿De qué te ríes tú, sinvergüenza? ¡Ven aquí, que te como! No me sueltes la mano ¿eh? Así, con abuelo. Huy, qué mimos tiene usted ¿verdad? Ven, que te cojo ¡Aúpa! Mira los barcos, allí, al fondo. Barcos muy grandes. Son barcos de pescadores, para comernos luego los pececitos; muy ricos los pescaditos. Ese barco es como el de papi. El verano pasado ¿te acuerdas? No te acuerdas ya. El año pasado, que vinimos a esta playa ¿Te acuerdas, Diego? Sí, con mami, aquí, en la orilla, que llovía mucho, que luego fuimos a casa de tía Mari. ¡Qué buena, la tía Mari! Que te dieron el bibe en su casa; mira los barcos. Fue aquí, sí. Muy cerquita. Y cómo lloraba mami, ¿verdad? Lloraba mucho mami, que estaba malita. Se enfadó mami. Porque papi no tenía que estar aquí, que tenía que estar en el barco, cogiendo pescaditos para ti y para mami y para abuelito y para todos; pero papi no estaba en el barco, que estaba en la orilla, muy quietecito, no se movía papi. Estaba dormidito: ¡Se quedó dormido en el agua papi! ¡Anda que…! ¡Qué despistado tu papi! ¿Dónde estaba papi, Dieguito? Claro que sí, que tú echas mucho de menos a papi, que eso ya lo sé yo, mi amor. Ahí estaba papi. Mira, Dieguito; mira los barcos.

martes, 3 de noviembre de 2015

RESPUESTAS DE AUTORES SECUNDARIOS A LA MISMA PREGUNTA


       Yo escribo porque escribir no cuenta. Es como asesinar a un ser querido eludiendo la posibilidad de acabar en la cárcel. La venganza perfecta. Un ajuste de cuentas con el mundo sin miedo a represalias. Puede escribir eso. Escribir no cuenta, o en cualquier caso es tenido en cuenta como algo inofensivo. Vaya usted a saber por qué.
       (Karl Wagen, 1901).

       Cuando era niño soñaba a menudo con un paisaje imposible de describir: una montaña que no era montaña, un río que no era río, un cielo que tenía algo de caballo. Desde entonces asumo que escribir es siempre escribir sobre lo inexpresable. Escribir porque sé que no sé o que no puedo saber. Si algo puede ser transmitido con facilidad, quizás no merezca la pena escribirlo.
       (Ausel Zangriand, 1917).

       Fíjese en el mundo que nos ha tocado vivir. Hoy cualquiera escribe, se ha perdido la cultura de la excelencia, el respeto a la página en blanco, la tradición… es un desastre. Escribo para resistir. Escribir es para mí una forma de resistencia. Escribo para preservar la literatura de contaminaciones externas. Si contribuyo, siquiera mínimamente, a que las mal llamadas “vanguardias” pasen a mejor vida, podré darme por satisfecho.
       (G. Montini, 1929).

       Escribir es una responsabilidad moral. Siempre he creído que el verdadero escritor es una suerte de historiador lírico. No podemos permitir que el ser humano repita una y otra vez los mismos errores. Creo en una literatura al servicio del pueblo. Escribir porque sí, por el mero placer de escribir, es un ejercicio onanista, una trampa que nos tiende el ego. Escribo por voluntad de servicio público.
       (Andrés López Matas, 1936).

       Hace diez años quizás le hubiera contestado, obcecado en ese discurso del “Progreso” heredado de la Ilustración, que la literatura nos hace mejores. Lo creía de verdad. Hoy sólo me atrevo a decir que escribo porque me gusta, porque se me da bien, porque es una forma como otra cualquiera de ganarse la vida. Disfruto mucho escribiendo, por mucho que la temática de mis novelas resulte inevitablemente pesimista. Algunos críticos juzgan esto paradójico. Yo creo que no lo es.
       (Jean Mitreure, 1945).

       Es una buena pregunta. El otro día estaba escuchando una conversación que mantenían un par de amigos en una cafetería. Más bien discutían. Los tres íbamos puestos de anfetamina. Traté de anotar en mi libreta esa conversación. Hablaban muy deprisa. Al día siguiente leí lo que había escrito. No tenía sentido. Entonces me dije a mí mismo: “Quizás sobre esta falta de sentido podríamos fundar una nueva literatura”. No sé. Vale la pena intentarlo. Estamos transformando la realidad. Escribir forma parte de esa realidad. No sé si me explico.
       (Mark Smithson, 1958).

       Pues verá: yo escribo porque mi aldea y mi infancia me quedan muy lejos, allá, al otro lado del charco, y las echo en falta. Pero sobre todo escribo porque aquí en París hace mucho frío. La literatura, en cambio, es un animal de sangre caliente. Eso es algo que no acaban de entender ustedes, los europeos; eso de escribir nomás para calentarse.
       (Emiliano Vásquez, 1964).

       Porque soy masoquista. Disfruto mucho leyendo, pero nunca he disfrutado escribiendo. Lo mío es compulsivo, no sé hacer las cosas de otra manera. Escribo de pura desesperación, igual que otros se dan al juego o a la bebida. Escribir es un vicio, y además no sirve para nada. Es sencillamente una forma de vida, tan absurda como cualquier otra. Quizás algo menos absurda cuando empiezas a ganar algún dinero con ella. Sólo quizás. Una condena, en cualquier caso. Se trata de llevarla con dignidad, eso es todo.
       (Matsue Yokio, 1972).

       Por la misma razón por la que usted se pasa constantemente la mano por la cabeza a pesar de estar rapado al cero: por las cosquillas.
       (Kristof Janeseken, 1983).

       Interpreto que su pregunta está condicionada por los recientes debates en torno al papel que debe –o puede– jugar la literatura en la era del advenimiento de los mass-media en tanto que Entretenimiento Total contrapuesto a la tradicionalmente llamada “Alta Cultura”. Si va usted por ahí, mi respuesta es que seguramente los diseñadores de videojuegos han entendido mejor que nosotros cómo evolucionará la literatura. Le diré que escribo porque no sé programar. Considérelo; es un titular interesante.
       (H. Bloomington, 1997).

       Me alegra que me haga esa pregunta porque muchos críticos sostienen que en realidad yo no escribo, sino que copio lo que otros han escrito antes que yo –(risas)–. Yo quería ser actor, que es otro modo de ser un farsante. Quizás me hubieran tomado más en serio. Está claro que escribir sobre la propia literatura es una propuesta arriesgada, quizás incluso temeraria. Escribo porque no tengo miedo. Porque no le tengo miedo al miedo.
       (E. Cajas-Puente, 2001).

       ¿Podría hacer el favor de repetirme la pregunta?
       (Ángel Herrero, 2012).

lunes, 26 de octubre de 2015

SAN VALENTÍN


       Ella y Él se conocen el Día de San Valentín. Se enamoran el uno del otro con mucho cuidado, temerosos de la fatalidad, calibrando los engañosos ritmos que el amor pretende imponerles. Cuando comprueban que el juego va en serio deciden irse a vivir juntos. Los primeros meses constituyen una dulce tregua existencial; caminan al unísono y comienzan a cuestionar –a olvidar– sus anteriormente dispersas vidas. Son felices. Están realmente enamorados y, en consecuencia, se aferran a deliciosas rutinas compartidas que contar a los nietos.
       Una tarde Él recibe una llamada telefónica de su ex pareja. Llueve. Se alegra de escucharla. Le apetece mucho verla, saber cómo le va todo. Se lo comenta a Ella, que también se alegra de que, después de todo este tiempo, la ex novia de Él haya decidido aparcar los rencores y retomar el contacto. Finalmente Él se cita con su ex pareja. Toman café en una tasca y se divierten mucho.
       Cuando Él vuelve a casa, Ella aún está despierta. Es tarde. Ella le pregunta cómo ha ido todo; Él dice que muy bien, que está muy ilusionado con la idea de reanudar una amistad que meses atrás parecía condenada al fracaso. Ella suspira y termina confesando que no le acaba de parecer bien que Él y su ex novia se citen a menudo a partir de entonces. Él aclara sonriente que no tiene ningún interés amoroso y/o sexual en su ex pareja. Ella replica que eso lo da por hecho, pero que de todos modos debe prometerle que dejará morir una relación irremediablemente abocada al crescendo sentimental y los malos entendidos. Él promete que pensará en ello.
       Pasan varios meses. Él no ha vuelto a citarse con su ex pareja. Ni la llama por teléfono ni contesta sus llamadas. Tampoco piensa hacerlo en el futuro. Sabe que Ella vivirá más tranquila de este modo y que sacrificar su relación con su ex pareja es pagar un precio muy pequeño por la inmaculada felicidad que desea para Ella, a quien ama cada día más profundamente.
       Con el paso de los años Él y Ella se acostumbran a sus respectivas manías, se perdonan los defectos, se instalan en la confortable llanura de lo estable. Él, que en su juventud soñaba con ser escritor, trabaja ahora en una oficina de patentes de ocho a dos y roba a la escritura las pocas horas que le dedicaba para ofrecérselas a Ella sin condiciones. Recuerda con cariño aquellos tiempos en los que publicaba alguna columna, algún cuento en revistas especializadas, pero no los echa en falta. Le basta con tener la certeza de que todo el tiempo que pueda compartir con Ella será la mejor de las recompensas.
       Llevan casi veinte años juntos. Él sabe ya cuándo –y cuánto– debe bajar el volumen del equipo de audio sin que Ella tenga que decírselo, a qué horas puede tocar la guitarra sin molestar a Ella, cuántos días tiene derecho a ausentarse de casa sin lamentos o depresiones –legítimos– de Ella, en qué fechas es más conveniente que reciba a sus antiguos amigos o hasta qué hora tiene derecho a mantener encendida la luz de la mesilla de noche para leer sin que Ella se desvele. Se trata de pequeños gestos, fácilmente asumibles, que afianzan la vida en común y cuya ausencia haría peligrar el sutil, perfecto equilibrio con que Él y Ella se rinden tributo diariamente. Él piensa que nadie ha sido nunca tan feliz como él, pues goza del privilegio incomparable de verla feliz a Ella.
       Él sale de trabajar a media mañana. No es un día cualquiera. Luce el sol. Le han dado un par de horas libres. Compra un ramo de azucenas en la floristería de la esquina, porque a Ella no le gustan las rosas. A Él sí le gustaban. Quiere darle una sorpresa a Ella por San Valentín. Cuando llega a casa percibe una quietud extraña, ensordecedora. Encuentra a Ella tumbada de lado en el sofá del salón, sollozando con la cabeza enterrada en un cojín verde. La luz está apagada. Ella no ha oído a Él entrando en casa. Tampoco lo ha visto. Él retrocede con mucho cuidado, temeroso de la fatalidad, calibrando los engañosos ritmos que el amor pretende imponerle, amortiguando –marcha atrás– el sonido de sus zapatos contra el parquet. Cuando llega al hall se detiene unos segundos para comprobar que no ha sido descubierto. Después abre la puerta de la calle con extrema suavidad y se desliza al exterior. Cierra la puerta tras de sí. No se mueve. Una vecina está a punto de coger el ascensor. Observa un instante a Él, que tiene la vista fija en el felpudo. Piensa en saludarle. Finalmente no lo hace.
       Entonces Él suspira, comprueba el estado del ramo de azucenas, pulsa el timbre de la puerta y calcula el tiempo que hará falta para que Ella despegue su cara del cojín verde, se levante del sofá, se dirija al cuarto de baño, se lave la cara, borre con una toallita húmeda los presumibles pegotes de rímel corrido y se presente en el recibidor con una sonrisa incontestable, nuevamente feliz, para abrirle la puerta a Él y recibir su regalo de San Valentín.

lunes, 19 de octubre de 2015

NO HAY MÚSICA


       Tres ancianos en una residencia para la tercera edad. Están en el salón de reuniones. Dos conversan sobre el tiempo. El tercero permanece callado. De repente se levanta del sofá. Empieza a bailar un foxtrot. No hay música. Una diligente enfermera lo detiene. El anciano se enfada. Grita “Socorro”. Sus compañeros lo ignoran. La enfermera pide ayuda a un par de compañeras. Lo reducen. Se lo llevan a su habitación. Lo sedan. Lo tumban sobre la cama. El anciano se duerme. Son las ocho y media de la tarde. Pasan doce horas. El anciano se despierta. Se levanta. Va al cuarto de baño. Se mira en el espejo. Se afeita. Se ducha. Se viste. Baja a la cafetería. Desayuna. Vuelve al salón de reuniones. La enfermera del día anterior le lleva sus pastillas matinales. Se las toma. Hojea un par de periódicos. Aparecen los dos ancianos del principio. Se interesan por su estado de salud. El tercer anciano resta importancia al asunto. Bromea sobre los modales de las enfermeras. Se sume en el más absoluto de los silencios. Los otros dos ancianos todavía sonríen. Las sonrisas terminan por esfumarse. Irrumpe el mediodía. Se van a la cafetería. Comen. Terminan de comer. Toman café. Vuelven al salón de reuniones. Los dos ancianos cuentan chistes. El tercer anciano sigue en silencio. Se levanta del sofá. Mira por la ventana. Está lloviendo. Vuelve al sofá. Después se dirige a la recepción. Pide permiso al recepcionista para salir a dar un paseo. Se le deniega. Razón: está lloviendo. El tercer anciano tuerce el gesto. Vuelve al salón de reuniones. Toma asiento en el sofá. Suspira. Se queda muy quieto. Deja pasar las horas. Los otros dos ancianos lo observan de cuando en cuando. Una hora. Dos horas. Tres horas. Cuatro. El tercer anciano permanece callado. De repente se levanta del sofá. Empieza a bailar un foxtrot. No hay música.

lunes, 12 de octubre de 2015

BASADO EN HECHOS FICTICIOS


       ¿Qué pasaría si ese hombre que camina calle arriba, cabizbajo y transido de frío, se dirigiera –como de hecho lo hace– hacia el café-bar Barlovento para plantarse en la barra y pedir al camarero un café cortado, depositase su abrigo azul en la banqueta vacía que tiene a mano derecha y estirase un brazo cualquiera para coger el periódico más cercano a su recién servida consumición?
       ¿Qué pasaría si ese hombre cabizbajo –especialmente ahora que se afana en descifrar los titulares– descubriera una noticia absurda que le hiciese sonreír de inmediato, una noticia, por ejemplo, plagada de faltas de ortografía o de errores de estilo, o bien sencillamente increíble o hilarante, como “Hallado hombre sin raciocinio en Nueva Guinea” o “Ya nunca llueve en Ginebra”, y ese hombre transido de frío pensara “Parece que estas noticias las escriben sólo para que yo me divierta”?
       ¿Qué pasaría si, una vez olvidada la noticia y borrada la mueca de divertimento de los labios de ese hombre cabizbajo, apareciese un segundo titular interesante en la página número 2 de la sección “Sociedad” del periódico consultado, un titular que reza así: “Hombre cabizbajo y transido de frío visita a diario la cafetería Barlovento a las 11:30 de la mañana”, y ese hombre fuese literalmente –y por razones evidentes para cualquiera que no haya nacido en Nueva Guinea– incapaz de resistirse a leer lo que viene a continuación?
       ¿Qué pasaría si ese hombre que hace un rato caminaba calle arriba comprobase apesadumbrado –quizás incluso colérico– que la noticia de la página número 2 de la sección “Sociedad” contiene demasiados datos (ciertos) de su vida privada como para no haber sido redactada por alguien que le conozca muy bien, alguien que quiera dejarle en ridículo, alguien que no muestra la más mínima piedad para con sus costumbres y sus gustos, alguien –quién sabe quién, pues ese hombre cabizbajo ya no se relaciona apenas con nadie– empeñado en hundirle, y ese hombre del abrigo azul se lamentase en silencio?
       ¿Qué pasaría si en ese momento entrase por la puerta principal del café-bar Barlovento otro hombre con un abrigo azul idéntico al que reposa sobre la banqueta a mano derecha del hombre transido de frío, otro hombre también (parcialmente) cabizbajo, con cierto parecido físico al hombre que hace un rato caminaba calle arriba?
       ¿Qué pasaría si ese otro hombre hubiese llegado al café-bar Barlovento caminando igualmente calle arriba, igualmente cabizbajo y transido de frío para plantarse en la barra y pedir al camarero un café cortado, depositase su abrigo azul en la banqueta vacía que tiene a mano derecha y estirase un brazo cualquiera para coger el periódico más cercano a su recién servida consumición?
       ¿Qué pensaría entonces ese hombre cabizbajo sobre la noticia que acaba de leer y que en cuestión de minutos leerá también –forzosamente– el otro hombre transido de frío? ¿Le restaría importancia por el hecho de ser una noticia “compartida”? ¿Podrían considerar ambos que, en efecto, se trata de una desgracia “a medias”? ¿Y si se miran, o se observan, o se contemplan durante un rato y no comprenden nada? ¿Llegarían a compadecerse el uno del otro? ¿Se reconocerían –faltando al sentido común– como víctimas de la misma noticia? ¿Cambiaría algo? ¿Qué?
       ¿Qué pasaría si, tras la lectura de esa misma noticia, ninguno de los dos hombres experimentase problemas de identidad?
       ¿Qué pasaría si confundieran sus abrigos azules idénticos al abandonar el café-bar Barlovento? ¿Es posible confundir dos abrigos azules idénticos?
       ¿Qué haría usted si fuera el hombre cabizbajo?
       ¿Y si fuera el otro hombre transido de frío?

       ¿Llegaría usted a sospechar, siquiera por un momento, que el redactor o autor o instigador de la noticia es precisamente “el otro”?

       ¿Qué pensaría usted?
       ¿Qué ocurriría?
       ¿Escribiría, quizás, un relato repleto de interrogantes?
       Yo sí.

lunes, 5 de octubre de 2015

NUEVO CATÁLOGO DE JUEGOS


Nº 1: La habitación imaginada

Imagine usted una habitación con siete personas. No me refiero a que imagine una habitación en cuyo interior hay siete personas, sino a que imagine, en compañía de siete personas de confianza, una habitación. Traten de imaginar no una habitación cualquiera, sino la misma habitación. Ayúdense unos a otros. Propongan el color de las paredes, la textura de las alfombras, el tamaño de los muebles, el número de habitaciones (si una les parece insuficiente), en cuyo caso deberán rebautizar el juego. Consensúen. Cuando la tengan preparada, discutan el resultado. Si lo juzgan satisfactorio han perdido la partida. El octavo jugador debe entonces invitar a una ronda. Diriman quién es el octavo jugador y por qué (violencia psíquica opcional). Si el resultado de la habitación imaginada no es satisfactorio, entonces alguien gana. Normalmente el ganador se elige por sorteo. No siempre. 
*No necesario tablero. Sólo mayores de edad.

Nº 2: El dado volador

Para tres jugadores, sólo en exteriores. Por turnos, cojan un dado de tamaño medio y láncenlo con fuerza hacia el cielo. Mientras el dado no caiga nuevamente al suelo ustedes deben quitarse la mayor cantidad posible de prendas de ropa. Después recojan el dado. Comprueben el número de lados, pues jamás se mantienen los seis iniciales tras la primera tirada al cielo. Si son cinco, vuelvan a tirar. Si son cuatro los lados, han conseguido una pirámide en miniatura y pueden dar el juego por terminado, siendo todos legítimos ganadores. Si son tres, algo ha fallado y el juego no terminará jamás. Si son dos, entonces es probable que en su viaje celestial el dado se haya transformado en una moneda. Si sólo tiene un lado es posible que les asedie la locura. La última posibilidad consiste en que el dado no baje nunca del cielo, en cuyo caso tendrán todo el tiempo del mundo para desnudarse completamente. Decidan entonces quién está más desnudo. Siendo un juego de exteriores, se permite –previo referéndum interno– la votación popular. Gana, como es obvio, el menos votado.
*No recomendable jugar en la playa. Dado no reutilizable.

Nº 3: La soledad extrema

Para jugar en solitario. Enciérrese en su casa y apague el teléfono fijo, el móvil, desconecte el cable de conexión a internet, baje las persianas. También están prohibidas la televisión y la radio. Siéntese en un sofá a oscuras y espere sin hacer ruido. Aguarde pacientemente –el juego puede durar semanas– a que algún amigo, conocido, familiar o humilde repartidor de propaganda acuda hasta su puerta y tenga la consideración de pulsar el timbre. En ese momento el juego toca a su fin. La principal ventaja es que usted gana en cualquier caso: Si nadie acude su soledad será escrupulosamente respetada (quizás incluso hasta después de su muerte), pudiendo usted ejercitarse mientras tanto y sin molestas distracciones en la discreta y honorable tarea del autoconocimiento. Si, por el contrario, alguien, por caridad o simplemente por descuido, pulsa el timbre, sepa usted que no está solo en este mundo, y celebre, en consecuencia, el grave desatino de los principales filósofos existencialistas.
*Sólo para desocupados. Riesgo de muerte por abulia y/o inanición.

Nº 4: La manzana falsa

Para cuatro jugadores. Indiferente interior o exterior. Reúnanse en torno a una cesta de fruta –no hecha de fruta, sino pensada para depositar piezas de fruta en ella– en la que previamente habrán colocado cuatro manzanas –variedad Granny Smith– del tamaño de un puño de mujer. Se trata, ni más ni menos, de que alguno de ustedes descubra cuál es la manzana falsa. Lo verdaderamente determinante en este juego es la capacidad de persuasión de los participantes, que, de verse cumplidas las expectativas ideales, tendrán que recurrir a la explicación y posterior demostración lógica de un estado de cosas y, por lo tanto, del propio Mundo, proponiendo las relaciones inter-objetuales entre los entes posibles y, en el mejor de los casos, presentando una ontología genuinamente personal. Gana el que consigue convencer a los demás de la necesidad de tirar a la basura una de las manzanas. Pierde el o los que creen en la existencia de las manzanas.
*Duración máxima de la argumentación: 12 minutos por jugador. Premio: Un bol de cerezas.

Nº 5: Las cartas fraternas

Para jugar sólo entre hermanos. Número y sexo de los jugadores indiferente. En primer lugar se coge una baraja española y se mezclan bien las cartas. Pruebe, si es usted hermano/a mayor, a poner en duda la destreza de su/s hermano/a/os al barajar, con sentencias secas y humillantes. Proponemos: “A ti te enseñaba a barajar yo” o similares, y no tanto la fórmula, bien conocida, aunque mucho más soez y desaconsejable: “Ni puta idea tienes tú de barajar”, que además no es del todo correcta desde un punto de vista sintáctico. En caso de ser usted el hermano/a menor, su rol consiste en festejar las victorias con un deje de indiferencia, sin por ello renunciar a una sonrisa limpia y triunfal más estrechamente ligada a la justicia que al escarnio. Las cartas son lo de menos. Pueden jugar al mus, a la brisca, a lo que les plazca. Si juegan correctamente, el juego dura poco y todos ganan –menos los hermanos medianos, que siempre se aburren un poco y son los grandes perjudicados de las cartas fraternas–.
*Prohibida la asistencia paterna en este juego. No desdeñable el uso de armas blancas.

Nº 6: El tablero infinito

Para jugar a este juego se necesita un tablero, aunque ninguno de los participantes, incluyéndole a usted, conozca las dimensiones, el principio, el fin o la ubicación exacta del mismo. Algunos jugadores –los más fanáticos– han llegado a sostener que el tablero es la propia vida, y que se extiende, como ella, a lo largo del espacio-tiempo en una partida interminable. La primera fase del juego es crucial, puesto que el lugar y la fecha de nacimiento determinan en gran medida la suerte de los participantes, abocados a sortear los obstáculos que se presentan desde la casilla de salida. A partir de entonces usted puede elegir estudiar, trabajar, casarse, tener hijos, comprar una casa, sin tener nunca la certeza de acumular más puntos por ello, e incluso perdiendo algunos por el camino de una forma extrañamente arbitraria. Otros se empeñan en afirmar que el tablero infinito no es en modo alguno un juego de azar y que las reglas están muy claras. Se dice que gana el que, sabiéndose herido de muerte, es perfectamente capaz de justificar todas sus jugadas desde el inicio.
*Para todas las edades.

Nº 7: Alfa y Omega

Intente jugar simultáneamente a todos y cada uno de los juegos descritos con anterioridad. Si lo consigue, siéntese frente al escritorio y escriba un libro. Si no lo consigue siempre podrá aplazar de algún otro modo una muerte terrible y absurda, que no deja de ser el punto de partida hacia otra serie de juegos –estos sí ineludibles–.

lunes, 28 de septiembre de 2015

LÓGICA PARA ESCRITORES


No olvidar la realidad (R), sino simplemente negarla (¬R) y hacer de la literatura (L) un bonito lugar donde uno pueda quedarse a vivir, o bien literaturizar lo real (¬R) hasta perderlo en los dominios de la ficción (L), pues la búsqueda de la verdad (V) implica apartar la vista de la realidad (¬R), que no tiene nada que ver con ella (V≠R).
Siempre que R (siendo R realidad), entonces no L (siendo L literatura) y, si no L, entonces no V (siendo V verdad). Descorazonadora resulta, sin embargo, la tercera premisa; ésa que nos dice que si L, entonces V o no V.
La literatura es una apuesta:
1. R→ ¬L
2. ¬L→ ¬V
3. L→ V ˅ ¬V
*Nota: Nosotros queremos V y vamos a dejarnos los huevos en ello.
Conclusión:
L ˄ H→ V
(Siendo H huevos)[1]


[1] Este juego está dedicado a mis antiguos profesores de lógica. Espero que se pudran en el infierno.

lunes, 21 de septiembre de 2015

ADIÓS, TÍO


       Estate quieto, hombre, deja de morderme la pierna, le dice usted a Trasky mientras trata de reconducirlo hacia la zona más segura de la acera. Perros. Vaya con los perros. Los mejores amigos del hombre. Luego le muerden a uno las piernas o se cagan en mitad de la calle.
      Pero usted adora a Trasky. Desde que murió Carla es, en la práctica, en el vacío de lo cotidiano, el único ser vivo que le hace compañía. Sí, está la gente –familiares, amigos, conocidos varios– que le llama por teléfono, que se preocupa seguramente por si le da por suicidarse o por darse a la bebida, quizás por si acaba, de pura depresión, metiéndose en una secta que le esquilme los ahorros sin contemplaciones. Pero Trasky –Trasky el sucio, el pendenciero, el vomitón, el maloliente Trasky– jamás se separa, jamás se separará de usted. Como un perro fiel, si acaso no es cierto que todos los perros lo sean.
       Cuando Trasky termina de hacer sus necesidades (mear, cagar) y de atender sus asuntos (gruñir al cartero, ladrar a los policías), usted vuelve a su piso con la idea de preparar algo sencillo para comer, pues recuerda repentinamente que hoy a las cuatro de la tarde su sobrino irá a hacerle una visita y no quiere que se encuentre con la cocina empantanada –a saber qué les contaría a sus padres–, así que decide hacerse un sándwich. De este modo tendrá tiempo para limpiar y adecentar un poco la casa.
       Terminado el simulacro de comida, y mientras espera la llegada de Miguelito (ignora si al chaval le agradará todavía el diminutivo cariñoso; quizás haya llegado el momento de empezar a llamarle simplemente Miguel), usted ordena sus escasas pertenencias –libros, fotos de Carla, discos, películas, utensilios de cocina, cartas, revistas, juguetes de Trasky–, que yacen esparcidas por los rincones más inverosímiles de su hogar. El orden nunca fue su fuerte. Era Carla la que se ocupaba de esas cosas, y lo hacía francamente bien. Ahora le da igual. Trasky es casi tan desordenado como usted y ninguno de los dos va a cambiar a estas alturas.
       A las cuatro y seis minutos de la tarde suena el telefonillo. Trasky ladra asustado. Miguelito. Miguel. Ya está aquí. Esconda rápidamente las revistas pornográficas.

       Su sobrino tiene pinta de drogadicto, o eso es lo primero que piensa cuando abre la puerta de su piso y se encuentra con las profundas ojeras, la exagerada delgadez y la palidez facial del adolescente. 
       –Hola, tío. ¿No vas a invitarme a pasar? 
       –Por supuesto, Miguel. Perdona, te encuentro muy cambiado. –En efecto, Miguelito dista mucho de parecerse a aquel niñato mimado y repelente de las antiguas reuniones familiares. 
       –Te veo muy bien, tío.
       Su sobrino necesita gafas.
       Ya en el salón, usted se sienta en el sofá y conmina a Miguel a hacer lo mismo. Trasky les acompaña moviendo enérgicamente el rabo y termina por echarse, resoplando, junto a la mesa baja. 
       –Cuéntame: ¿Qué tal en el instituto? –dice usted para romper el hielo. Trasky está llenando el suelo de babas. 
       –Bueno, mis padres se quejan de las notas –reconoce su sobrino ruborizándose–. Hago lo que puedo. –Trasky jadea desacompasadamente. 
       –Pues habrá que mejorar eso –sentencia usted con desgana, abrumado por la irrupción de un interlocutor en su habitual silencio diario–. Ya sabes que lo hacen por tu bien, que los estudios son lo más importante. –Trasky comienza a gemir. Usted alarga el brazo y lo acaricia con suavidad detrás de las orejas. 
        –Bueno, tío, dime cómo estás tú. Estás muy solo ¿no?
       Miguel se da cuenta inmediatamente de que ha metido la pata. Tarde. Los chavales de hoy en día, dice usted para sí, no saben hablar con propiedad, hablan sin pensar lo que dicen, no dan importancia a los ritmos conversacionales, a las fórmulas de cortesía. Trasky aúlla. 
       –Un poco sí –reconoce–. Por suerte, este campeón me hace compañía –continúa usted sin dejar de acariciar las orejas de su perro, que se incorpora muy lentamente y con desacostumbrada dificultad, agradeciendo sus palabras. Sin embargo, Trasky vuelve a tumbarse. De hecho, más que tumbarse parece haberse desplomado–. Este perro no está bien –piensa usted en voz alta. Miguel ignora el comentario. 
       –Mi padre quiere saber qué va a pasar con la finca de Ávila…
       –¿Cómo? –Parece que Trasky no se mueve. 
       –Sí, la finca de Hortensia. Dice que tenemos que hablar antes contigo. 
       –¿Hablar de qué? –Usted comprueba que Trasky no respira. 
       –Pues no lo sé. Pensé que sabrías ya algo del asunto –prosigue su sobrino. 
       –Mira, creo que este perro está en las últimas –reconoce usted alarmado. Miguel añade que parece que sí, que ese perro está muy viejo, y suelta una brevísima carcajada histérica. 
       –Lo de la finca te lo digo… bueno, mi padre me dice que te lo diga, que te lo comente o algo por un tema de escrituras o no sé qué… 
       –Las escrituras las tiene la hija de Hortensia, yo no tengo nada que ver –la frase sale rápida de sus labios. Se plantea hacerle el boca a boca a Trasky. 
       –Ah. Pues se lo digo, se lo digo… –Miguel está confundido. Probablemente también viva confundido, el pobre imbécil. Usted zarandea el cuerpo inerte de su perro. Su sobrino se levanta del sofá. 
       –¿Quieres que te ayude, tío? 
       –No, déjame, déjame. Este perro no está bien. –Miguel le alcanza un folleto que acaba de sacar de su mochila. Sus notas. 
       –Tío… ¿Te importaría firmármelas? Es que mis padres… –Usted empieza a perder los estribos. 
       –¡No es el momento más adecuado, Miguel! ¿No ves que estoy con el perro, hombre? –grita desde el suelo sin dejar de presionar intermitentemente y con furia las costillas de Trasky. Su sobrino le planta las notas ante los ojos. 
       –Es que llego tarde a taekwondo…
       Usted suspira, asumiendo de una vez por todas que lo de Trasky no tiene solución. Después coge las notas, las firma, reprende a su sobrino con una mirada severa que acaso resulte indescifrable para su cerebro de mosquito y se fija por primera vez en su mandíbula desencajada, que bailotea sin control deformándole esa cara de cretino irremediable. 
       –Es lo que querías ¿no? –dice usted indignado. Miguel, risueño, recoge el folleto sin contestar y vuelve a meterlo en un bolsillo de la mochila. 
       –Ahora tengo que irme. Ya vendré otro día con más tiempo. Adiós, tío.
       Usted abandona el cadáver de Trasky en el salón y atraviesa con su sobrino el pasillo que les separa de la puerta de la calle. 
       –Vuelve cuando quieras –acierta a decir usted, a modo de despedida, en el marco de la puerta. Miguel se aproxima al ascensor sin volver la cabeza mientras usted se precipita nuevamente en el interior de su piso para velar a Trasky.

lunes, 14 de septiembre de 2015

POSTPROSA POÉTICA


       Usted escribe ese relato sobre la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina. Después lo corrige hasta la extenuación y decide enviarlo a concurso. Como no consigue ningún premio, opta por publicarlo en una revista especializada. La retribución que le ofrecen es mínima. Usted acepta de todos modos.
       Algunos años más tarde su relato, que hasta entonces había pasado totalmente desapercibido, empieza a ser comentado con cierto interés en los círculos de crítica literaria de la capital. Interesa sobre todo en el campo de la teoría de la literatura, a juzgar por las noticias que usted recibe, ya que por lo visto el uso que usted hace del lenguaje es relativamente novedoso en el género. Su nombre empieza a sonar, aunque sólo entre especialistas.
       Hacia finales de año, un renombrado articulista le menciona de pasada –pero con calculada intensidad– como uno de los principales renovadores del relato en lengua castellana, señalándolo como heredero directo de una serie de escritores que usted detesta. El articulista defiende que su relato La costa propone “no sólo una inequívoca solución al problema de articulación forma/fondo en el relato posmoderno, sino además –y principalmente– una nueva perspectiva desde la que abordar las relaciones entre sociedad y literatura”. Lo que le importa a usted (que siempre ha odiado todo cuanto tenga que ver con literatura social) es que este elogio le permite firmar un jugoso contrato con una de las editoriales más punteras del país.
       El año siguiente usted es invitado a formar parte, en calidad de ponente, en una conferencia que aborda el futuro del relato como género literario. Declina la invitación porque, honestamente, no tiene la más mínima idea del tema. Además, le molesta que algunos colegas escritores que antes le tenían por persona independiente empiecen ahora a sospechar de sus intenciones, cuando lo cierto es que usted no tiene intenciones de ninguna clase, al margen de seguir escribiendo. Usted no es un teórico ni un renovador del lenguaje. Usted ha escrito un relato personal y ha tenido cierto éxito. Si los medios y algunos colegas se empeñan en exagerar sus méritos… pues mejor para usted. Aprovéchelo mientras pueda.
       En marzo de ese mismo año surge, nace, aparece, es acuñada o simplemente vomitada la denominación de marras, “Postprosa poética”, para referirse a la corriente que, a tenor de lo defendido por un sector importante de la crítica salmantina, usted acaba de inventar.
       En pocos meses la editorial con la que firmó le pide una selección de relatos tempranos –relatos que usted desprecia, juzgándolos poco maduros– que resulta ser un éxito de ventas. Su libro más vendido. Y el más comentado, porque, según ciertos especialistas, “en él se hallan ya, en germen, todos los hallazgos formales que el autor de La costa desarrolla en obras posteriores”. A medida que se teoriza sobre su estilo, su intertextualidad, sus influencias, su lenguaje y sus propuestas, usted tiene cada vez más la sensación de ser otro: ni reconoce a los autores que señalan como maestros suyos, ni considera su estilo como “anglosajón”, ni cree estar demasiado interesado en las relaciones entre poesía y cuento corto. Ni, por supuesto, tiene vocación de renovador. Y duda mucho que su obra vaya a ser “profunda y radicalmente seminal”.
       El siete de diciembre algún entusiasta abre un perfil en una famosa red social con el lema “Postprosa poética”. En el foro de debate participan miles de usuarios, entre ellos varios escritores jóvenes (y relativamente conocidos) que se disputan la legitimidad como “dignos herederos” de la prosa de usted. Se dividen en dos facciones: los postprosistas, interesados en resaltar sus logros formales –y, sobre todo, en hacer de ellos un camino a seguir– y los postpoéticos, claramente influenciados por su etapa estructural (?!). Cuando, pasadas algunas semanas, la disputa es llevada hasta sus últimas consecuencias –y finalmente se estanca–, los internautas (escritores o no) solicitan que usted se posicione. El revuelo mediático es tal que usted no puede permitirse el lujo de permanecer callado. Además, la crítica, que desde un primer momento se ha mofado de los jóvenes escritores que le siguen, también aguarda impaciente su veredicto.
       Usted decide convocar una rueda de prensa a finales de mayo. Llegado el día D hace su entrada en un salón de actos atestado de público y periodistas. La presencia de cámaras de televisión recuerda más a las premieres del mundo del cine que a un evento literario. Usted atraviesa el pasillo que le separa de la mesa, cegadoramente iluminada, donde piensa aclarar el malentendido. Dejará claro que no se ve a sí mismo como un renovador del uso del lenguaje, que no se siente heredero de los maestros que se le imputan, que odia el relato posmoderno, que la literatura social no le interesa en absoluto, que el futuro del relato depende tan sólo del talento y la ambición de los nuevos escritores, que el término Postprosa poética le parece una horterada, que su estilo tiene de anglosajón lo que un pimiento de Padrón tiene de catalán, que difícilmente puede haberse volcado en las relaciones entre poesía y cuento siendo usted tan mal lector de poesía, y que las pugnas entre postprosistas y postpoéticos le parecen oportunistas y poco fundamentadas.
       Usted toma asiento, coge el vaso de agua que reposa sobre la mesa, da un trago para aclarar la voz, comprueba el micrófono, da los buenos días a la concurrencia y se propone comenzar cuanto antes. Así lo hace: “Hace algunos años publiqué un relato titulado La costa. En él narraba la dura niñez de un inmigrante subsahariano en la costa levantina”. En ese momento, justo cuando los flashes de las cámaras centellean ante sus ojos, el pánico le invade y le impide continuar. Enmudece. Se levanta sin mediar palabra, dando el acto por concluido frente al estupor general que planea sobre el salón de actos, también enmudecido. Pero cuando usted está atravesando el pasillo para dirigirse a la puerta de salida, para escapar definitivamente de allí, el público también se levanta, esta vez para inundar de aplausos el recinto. Aplausos para usted, presumiblemente por su laconismo involuntario, usted, el héroe –dirán mañana– que se niega a entrar en el juego de los críticos o de los imitadores, el escritor deliciosamente excéntrico, el poeta. Varios estudiantes universitarios le cercan al final del pasillo. Quieren que les firme un autógrafo.
       Usted siente unas terribles ganas de liarse a puñetazos con todo el mundo, cosa que afortunadamente termina haciendo.

lunes, 7 de septiembre de 2015

NUEVO CATÁLOGO DE JUEGOS (CITAS INTRODUCTORIAS)


¡Dios ha muerto! ¡Dios seguirá muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! (…) ¿Quién nos limpiará de esta sangre? ¿Con qué agua podríamos purificarnos? ¿Qué ceremonias expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar?

F. NIETZSCHE


Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara.

J. L. BORGES


He aquí cómo no pensar en nada de esto practicando y jugando hasta que todo funciona con piloto automático y el ejercicio inconsciente del talento se convierte en un modo de escaparse de ti mismo, un prolongado sueño despierto de puro juego.
(…)
Contémplate a ti mismo en tus rivales. Ellos te harán comprender el Juego. Acepta el hecho de que el Juego se basa en el miedo controlado. Que su finalidad es sacar de ti lo que tú esperas que no vuelva.


D. F. WALLACE

jueves, 27 de agosto de 2015

VERANO


       El niño vive en un pueblecito costero a orillas del mar Mediterráneo. Se pasa las tardes de verano en la playa, observando a los bañistas extranjeros. Le resultan extraños y, en cierto modo, fascinantes. A veces, cansado de amigos a los que ya tiene muy vistos, se decide a hablar con algún niño de su edad, uno de esos infantes tan exóticos. Pero, como nunca entiende nada de lo que dicen, se limita a jugar con ellos. Un día conoce al pequeño Hans, y juntos construyen una presa en el riachuelo que va a morir a la playa. A lo largo de la tarde amontonan, bajo las precisas órdenes gestuales del pequeño turista, kilos de rocas, plásticos y arena en la barrera artificial con la que pretenden contener el flujo de las aguas. El niño asiste, maravillado, al despliegue de destreza de su nuevo amigo: la construcción es perfecta, impropia de un chiquillo como él. Cuando termina el mes de julio y Hans tiene que volver a Alemania, el niño intenta repetir, sin éxito, la proeza original. Aquella presa, sin embargo, permanecería para siempre en su recuerdo.
       La familia de Hans no volvió a aquella playa el verano siguiente. El niño que vive en un pueblecito costero a orillas del mar Mediterráneo conoció a otros niños alemanes muy majos, pero incapacitados para el arte de construir presas. Sólo algunos años después, cuando el riachuelo se había secado definitivamente, Hans reapareció en la playa al caer la tarde del primer día de agosto. Nuestro niño –ya adolescente– lo reconoció de inmediato a pesar de lo mucho que ambos habían cambiado desde entonces, y se encaminó hacia él para saludarle. Pero Hans no se acordaba de aquel cretino que una y otra vez señalaba, a modo de aclaración, el antiguo cauce del riachuelo, intentando hacerle saber que todo había terminado, que ya no había río, que la presa ya no tenía sentido, que se habían hecho mayores y todas esas cosas que Hans ya sabía sin necesidad de aspavientos. Entonces se partieron la cara, uno porque echaba de menos su infancia, el otro porque la había olvidado, y en mitad de la pelea, gracias al olor corporal de su contrincante, Hans recordó.
       Después construyeron una presa en el río seco, un efímero monumento a la inutilidad.

jueves, 20 de agosto de 2015

TRANSATLÁNTICO DE LUJO


       Volveremos a vernos. Seguro que sí. Algún día te dejarás caer por aquí, sin más, como por descuido, y yo te abriré la puerta. Comeremos juntos, o cenaremos, o charlaremos toda la tarde. Será raro al principio. Me dirás que te va bien, mentirás, es probable que también yo te mienta, que te cuente alguna historia graciosa y nos riamos el uno del otro. Me recomendarás algún libro, puede que yo te recomiende algún disco. Quizás vayamos al cine y al salir te pongas puntillosa con los fallos del guión. Fumaremos, ten esto presente. Ninguno de los dos habrá dejado de fumar.
       Te haré un resumen de todos los trabajos de mierda que he tenido que soportar para ganarme la vida, “Es tu culpa”, dirás, “podrías haber sido un buen profesor; de los relatos no se vive”. Sonreiré, apreciaré tu aprecio. Me contarás los líos de faldas de la facultad, enumerarás los alumnos que se han ido enamorando de ti durante todos estos años. Entonces observaré tu rostro detenidamente. Se te habrán afilado las facciones –o las habrás afilado tú misma, a golpe de amargura y desencuentros–, pero seguirás siendo guapa, más guapa que la mayoría de las mujeres de tu edad. Me sorprenderé pensando esto.
       No es descabellado pensar que todavía sentirás una vaga atracción por mí, una atracción-recordatorio, nada relevante, una sensación que se disolverá en nostalgia pasados los primeros minutos y a la que no debes prestar mayor atención. Para sacártela de la cabeza empezarás a hablarme de él, de tu nuevo “él”; también me pedirás que te hable de ella, de la otra “ella”. Nos descubriremos enamorados, enamorados de otros, y nos hará gracia. A ti un poco menos. Me fijaré en tu forma de tocarte el pelo, en tu sonrisa deteriorada. Tú fingirás no haberte fijado en mis entradas, en los surcos de mis mejillas. Las canas. Dios santo, las canas.
       Cuántas cosas habremos esquivado entonces, cuánto habremos sufrido. Cuánta inutilidad. Ya no me gustará tanto aprender, ni creer, ni desconfiar; ya no te gustará tanto viajar, habrás aprendido a odiar el movimiento, la arbitraria llegada y el retorno previsto. Nos burlaremos de cómo han acabado la mayoría de nuestros amigos –casados, con hijos, divorciados, pobres, ricos, enfermos, muertos, ridículos todos–. Pero también nos burlaremos de nosotros mismos. Los intelectuales risibles. Te recordaré tu absurdo proyecto de irte a vivir al campo, me recordarás mi novela inacabada. Un par de hitos inasumibles. Nos quitaremos sin pudor las caretas de farsantes, guardándolas para más tarde. Porque más tarde las necesitaremos. Porque sin ellas no somos nada.
       Me interesaré por una cicatriz que tenías en el brazo, pero tú no querrás enseñármela.
       Te interesarás por mis gafas de sol; querrás saber si son las de siempre. Contestaré que no, que son iguales pero no las mismas, que me costó mucho volver a encontrar ese modelo, que tuve que pedirlo por encargo.
       Y quizás un poco más tarde, cuando nuestro único refugio sea algún bar del casco histórico, cuando me sirvan mi tónica y mis aceitunas, te pediré que me cuentes otra vez aquel sueño tan extraño que tuviste poco antes de. Sé que lo contarás como siempre; puede que te lo pida precisamente por eso. Dirás: “Aquella noche soñé que tú y yo estábamos separados; separados pero juntos; quiero decir que estábamos a bordo de un transatlántico de lujo y tú estabas allí, y yo no sabía por qué estabas allí, y me daba miedo, sí, quizás era miedo, y tampoco sabía si debía acercarme a saludarte porque llevábamos muchos años sin vernos. Pero de repente aparecían en la cubierta de proa –y la luz cambiaba, la claridad era más intensa–, se nos aparecían literalmente dos figuras que yo sabía que eran nuestros hijos, lo supe inmediatamente, y eran guapos, un chico y una chica, guapísimos, muy bien educados, tenías que haberlos visto, aunque no sé por qué estaba tan segura de que eran nuestros hijos; en los sueños pasan estas cosas. Y te abrazaban, y después me abrazaban a mí. Encantadores, sociables. Y cuando se iban, cuando bajaban a los camarotes, tú y yo nos contábamos nuestras historias de divorciados, y no había rencores, nos respetábamos mucho, nos alegraba comprobar que a pesar de todo nos queríamos con locura, y yo me sentía muy orgullosa de poder quererte así, orgullosa de ti, de los dos, de los cuatro, de nuestras vidas en común, aunque éstas se limitaran a pasar unos días de verano (esto también lo supe sin más) en un transatlántico de lujo. Y me desperté –un domingo por la mañana, me acordaré siempre– pensando que siempre estarías a mi lado, que todo iba a salir bien”. 
       Porque sueles terminar esa historia diciendo que todo iba a salir bien.
       Te diré que siempre me ha parecido un sueño precioso. Te diré que me hubiese gustado que las cosas… No. No diré nada. Nada que pueda incomodarnos.
       Quizás te pregunte si eres feliz, quizás no sepas qué responder. Quizás me digas que nunca te ha interesado la felicidad, que los felices te resultan antipáticos e incomprensibles, una panda de descerebrados –dirás– que nunca ha tenido nada que ver contigo, un mal necesario con que maquillar la crudeza del mundo, un mosaico de sonrisas bobas. Y cuando me preguntes si yo soy feliz tendré que contestar que no, pero nunca sabré si he sido totalmente sincero, si te he dicho la verdad. Porque no habrá verdad cuando volvamos a vernos, de eso puedes estar segura.
       Puede que esa noche acabemos en tu casa; no lo descartes. Pero no tendremos sexo, no nos acostaremos juntos. Me habrás invitado a tomar un último café, será la hora de las confesiones, irás al baño cuando no te quede nada que decir. Y ese es el momento que pienso aprovechar para entrar en tu habitación, revolver el armario, los cajones, buscar desesperadamente y contrarreloj mis viejas cartas, tratando de no hacer ruido –como siempre; es mi estilo– y estaré de vuelta en el salón cuando oiga la cisterna, ya a salvo, y seguiremos dilatando la despedida, terminaremos nuestros cafés, nos daremos las buenas noches en el umbral de la puerta. Y ya en la calle –hará frío, un frío terrible– trataré de convencerme, aunque sea en vano, de que lo que realmente buscaba hace un rato en tu dormitorio, en tu armario, en tus cajones, en tu nueva vida, eran mis viejas cartas, y no mis pantalones de pana marrón, esos mismos que –concluiré– habrás tirado a la basura hace tantos años.
       Entonces volveré a mi piso, Pilar. Entraré en mi nuevo hogar, besaré a mi nueva “ella” y tendré muchas ganas de escribir.

jueves, 13 de agosto de 2015

EL ORGULLO


        El hombre encuentra, justo al agacharse para recoger su sombrero, una libreta Moleskine negra, de tapa dura, tirada junto al banco que ocupa en el andén de la estación de trenes. La sostiene con cuidado, mira a un lado y a otro, y después la guarda rápidamente en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. Tras unos segundos de tregua se pregunta por qué lo ha hecho. Por qué, en vez de llevarla a la oficina de objetos perdidos de la propia estación, ha decidido quedársela sin titubeos y –lo que es peor– sin apenas remordimientos de conciencia. En esto piensa el hombre cuando sube al tren que le llevará lejos de allí.
       Cuando sube al vagón, el hombre aparca a un lado los problemas éticos que se derivan de su reciente conducta. Le quedan por delante varias horas de viaje y le resulta más interesante satisfacer el deseo de explorar lo inexplorado paseando su mirada y su atención por las páginas privadas de la libreta. Asaltado por pensamientos de índole paranoica, el hombre vuelve a mirar a ambos lados (e incluso hacia atrás y hacia delante), temeroso de que el propietario se encuentre en ese mismo vagón. Al cabo la abre, hallando varias citas literarias al principio: Proust, Joyce, Beckett o Mansfield se suceden, con geniales reflexiones en torno a su arte, en las primeras páginas de la libreta robada –robada no, pensará el hombre; en todo caso no devuelta–. Empieza a sospechar, entre curioso y divertido, que su dueño podría ser, al igual que él, escritor.
       Las páginas siguientes no hacen sino confirmar las sospechas del hombre; conviven ahí, en letra casi microscópica y aparente desorden, esbozos de personajes, sinopsis, poemas corregidos una y otra vez, e incluso un “proyecto de novela” que ocupa el centro de la libreta. El tipo no escribe del todo mal, dice el hombre para sus adentros. Y es entonces cuando se sorprende a sí mismo acosado por el fantasma de la envidia. Cierra la libreta unos instantes. Suspira. Medita. Sonríe despreocupado. Vuelve a abrirla.
       En una de las páginas finales el hombre distingue, entre una amalgama de trazos imprecisos que sin duda responden al empeño de hacer funcionar un bolígrafo rebelde o gastado, varias direcciones postales. Direcciones de sus amigos, piensa, direcciones a las que puede enviar la libreta en caso de optar por devolverla. Esta última idea le reconforta –no el devolver la libreta, sino la posibilidad de devolverla si llega a sentirse demasiado culpable–. La verdad, por mezquina que resulte, es que no quiere hacerlo, al menos no inmediatamente. 
       Pero lo más curioso de todo es una crítica de apenas tres líneas que clausura el espacio escrito. En ella, el dueño de la libreta ha escrito: “Los infelices, el último libro de relatos de Roberto Heraldo, constituye la enésima prueba de la falta de talento de nuestros escritores actuales, sin duda más centrados en publicar que en escribir como Dios manda”. El hombre frunce el ceño con una sonrisa despreciativa, en parte porque no está de acuerdo con la valoración de la obra, en parte porque Roberto es su nombre y Heraldo su apellido.
       Debería alegrarse. Debería alegrarse porque, a pesar de la dureza de la crítica, su sola existencia prueba que el dueño de la libreta es uno de sus lectores –uno que probablemente no volverá a comprar o leer ningún libro suyo, pero un lector a fin de cuentas–. Además, ahora que sabe la opinión que le merece al anónimo indeseable su última colección de relatos, su sentimiento de culpabilidad va disminuyendo hasta desaparecer casi por completo. “Le va a devolver la libreta su madre”, dice para sí el hombre. Después se recuesta en el asiento, contempla el paisaje que corre a través de la ventana y espera pacientemente a que se le pase el enfado.
       Unos minutos más tarde, con el ánimo ya templado, el hombre concluye que no tiene ningún derecho a sentirse ofendido por una opinión estrictamente privada, y menos sabiendo que todas las críticas que se han publicado en periódicos o revistas culturales coinciden en señalar su obra como un aporte original e imaginativo al género. A partir de este punto se imagina al dueño de la libreta como un escritorzuelo resentido e incapaz de asumir el éxito de colegas más brillantes. Un perdedor, un paria. Pero también un imbécil que merece algún tipo de escarmiento.
       El hombre se dispone a tomar la siguiente determinación: dedicará el tiempo de trayecto que le resta a redactar, en el espacio que sigue a la crítica despiadada, una pormenorizada refutación de los cargos que se le imputan. Después, una vez abandone el tren, introducirá la libreta en un sobre acolchado y la enviará –sin remitente– a alguna de las direcciones que figuran en las páginas finales. De este modo el escritorzuelo recuperará no sólo su libreta, sino además la debida humildad que –presupone el hombre– también debe haber extraviado.
       Cuando sólo faltan cinco minutos para el final del trayecto, Roberto Heraldo guarda nuevamente la libreta, ya violada, en el bolsillo interior de su chaqueta, y pide paso, muy educadamente, al ocupante del asiento vecino, que da al pasillo, para dirigirse a la salida del vagón. Éste contesta de inmediato, solícito, con una media sonrisa y una frase calculadas: “No tendré ningún inconveniente en dejarle pasar siempre y cuando usted no tenga inconveniente en devolverme mi libreta”.
       El hombre piensa que es del todo imposible. Que es imposible que ese joven pasajero sea el dueño de la libreta, que es inaudito que, siéndolo, no se haya opuesto a que otra persona –un completo desconocido, para ser exactos– paseara sus ojos y su atención por sus apuntes privados sin abrir la boca hasta el final, que nada puede explicar su permisividad, su aplomo, especialmente cuando, en los últimos minutos, ha asistido impávido al bailoteo de un bolígrafo que no es el suyo sobre las páginas secretas, resistiéndose a intervenir. Como el hombre, completamente atónito, no se encuentra en condiciones de entablar una conversación –ni aun de pronunciar palabra o ejecutar movimiento alguno–, el joven se adelanta, registra el interior de la chaqueta como si el hombre fuera un vulgar ladrón y extrae del bolsillo su libreta. Suspira entonces satisfecho y pregunta: “¿Podría indicarme dónde ha escrito usted?”. El hombre, sin atreverse siquiera a mirar a los ojos de su interlocutor, abre la Moleskine negra y señala con mano temblorosa las páginas que siguen a la crítica de su propio libro, aquellas donde ha intentado resarcirse del daño causado. “¡Vaya!”, continúa el joven tras haber leído fugazmente los argumentos del hombre, “Es una buena contrarréplica. Un tanto parcial, pero aceptablemente escrita”, y después, con un tono de burla bien trabado, casi imperceptible: “Si hiciera usted el favor de decirme su nombre, ahora mismo lo escribiría entre paréntesis al pie de su texto, a fin de aclarar la autoría, si no hubiera inconveniente”.
       El tren detiene su marcha. El hombre piensa que sería el momento idóneo para escapar, para salir corriendo con el resto de pasajeros, alcanzar la salida del vagón y perderse rápidamente entre la muchedumbre anónima, pero una figura antipática, que no es otra que el cuerpo del joven aguardando una respuesta, se interpone fatalmente entre él y el pasillo.
       Y es entonces cuando el hombre, resignado y con voz entrecortada, contesta que su nombre es Salustiano García, en parte porque está terriblemente avergonzado, en parte porque su orgullo se resiste a aceptar que ese joven escritorzuelo sea incapaz de reconocer a Roberto Heraldo, autor de Los infelices.

jueves, 6 de agosto de 2015

EL VENENO


      Tres personas de mi entorno conocieron mis problemas con las drogas. Una de ellas está muerta –problemas con las drogas–, otra es mi padre. 
          La otra es mi madre.
       Mi madre se está muriendo. Hablemos de ella, habida cuenta de que la gente que se está muriendo suele parecer más interesante que la que está sencillamente viva o muerta –gente definida, en cualquier caso– y obviemos el inconveniente dato de que todos, en sentido laxo, seamos moribundos sin remedio por el mero hecho de existir. Todos condenados, todos muertos en potencia.
        Mi madre tiene cincuenta años y un cáncer terminal. Le gustan los vestidos rojos y las infusiones a media tarde. Ahora también le gustan las drogas, pero por razones muy distintas a las mías. Sedación. Pronto dejarán de gustarle. Pronto dejará de gustarle cualquier cosa. Metástasis. Todo empezó en el útero. Estudió Derecho.
       Mi madre me educó con el propósito de convertirme en una persona fuerte e independiente. Si finalmente no lo consiguió fue sin duda por mi culpa, debido a mi incapacidad congénita para plantarle cara a la vida. Ella fue la primera en encontrarme con una jeringuilla anclada al brazo, la boca espumeante, los pantalones meados, los ojos inertes. Trató de ayudarme mientras pudo, mostrándose comprensiva al principio, encerrándome con llave más adelante, ocultando a mi padre las tragedias diarias, los robos, los insultos. Las desapariciones. Incluso cuando ya no se podía hacer más, mi madre siguió haciendo aquello que no se podía hacer. Y esa es la única razón por la que hoy puedo contarles todo esto.
       Cuando la situación devino insoportable, me internó en una clínica de desintoxicación. Me hice amigo de la metadona –la ingrata metadona, la dulce–. Perdí peso, vomité hasta perder el sentido. Mi padre, claro está, terminó por enterarse, pero se ahorró lo peor gracias al empeño de mi madre. Tras cuatro años enganchado a la heroína, después de haber dejado a Isaac por el camino, pude retomar lo que quedaba de mí mismo, de mi vida. Fue entonces cuando mi madre enfermó.
       Quiso ocultárnoslo al principio, pero los efectos de la quimioterapia no se hicieron esperar. Algunas veces acompañaba a mi madre hasta el puerto, paseábamos a menudo. Una tarde le dije que se quitara la pañoleta de la cabeza y saludara a unos turistas que asomaban a proa en un transatlántico de lujo. No le sentó bien. Volvimos a casa.
       Mi madre también adelgazó, también vomitó hasta perder el sentido. Consumida. En otra ocasión le aseguré que la droga y el cáncer no son cosas tan distintas. Me pegó. Me pegó con tanta fuerza que llegué a pensar que no estaba enferma en absoluto. No insistí. Tampoco he vuelto a decirle algo parecido. Se ve que le duele que hable de estas cosas.
       Ahora me ocupo de ella en casa. Mi padre dice que no puede más; no le culpo. Creo que está deprimido, tampoco él sale de casa. Mi madre ni siquiera se levanta de la cama. Yo le ordeno las pastillas, la aseo, le doy conversación, le preparo las comidas. Dice que le duele todo mucho. A veces lo dice. Y no sé si con “todo” se refiere a su propio cuerpo o a cualquier otra cosa. A lo peor se refiere a mí. Nunca le pregunto.
       Hace cuatro años yo estaba tirado en un descampado con Isaac, los zapatos llenos de barro. Hablábamos de Madrid, hacíamos planes. Ahora imagino que el brazo izquierdo de mi madre es un mapa. De España, por ejemplo. Las venas son carreteras y ahí, en el centro, en la parte interior de la articulación del brazo con el antebrazo, observo la capital. Distingo tres autopistas azuladas que conducen a la periferia de las falanges. Me pregunto en cuál de ellas debería marcar una equis que me reconcilie con mis planes, con los suyos, en cuál debería clavar la aguja hipodérmica que sujeto entre los dedos de mi mano derecha, en cuál debería descargar, empujando lentamente el émbolo, el veneno que nos ha arruinado la vida, el mismo que esta mañana he vuelto a comprar a buen precio a los amigos de Isaac.