lunes, 26 de diciembre de 2016

PÚRPURA


       No resulta fácil plasmar por escrito (¡qué absurdo el papel! ¡Qué traicioneras las palabras!) esos momentos dulzones, casi púrpuras, en que el subconsciente, transitorio siervo del sueño, tiene a bien dejarnos fantasear con nuestro ya lejano primer amor, con nuestros primeros besos y nuestras no siempre bienintencionadas primeras caricias; todo ello deliciosamente falseado, claro está, pues de lo contrario sabemos perfectamente que lo heroico devendría ridículo, lo épico cotidiano, la gesta mera sucesión formularia de acontecimientos. Cuando soñamos –y magnificamos– esas aproximaciones deslavazadas, despojándolas de todo elemento sonrojante o accesorio, para volver a fundirnos en un abrazo con Petra, con Juan o con Marta (quizás con un árbol o una columna convenientemente sexualizados), solemos despertar en un estado mental que se debate entre la ira y la nostalgia; la ira sencilla de estar despiertos, la nostalgia compleja de lo que nunca ha sido o nunca vuelve. Quizás en esos momentos de vuelta al sinsentido factual yazcamos (si hubiera fortuna) junto a algún otro de nuestros amados, al lado de una nueva Petra, un nuevo Juan u otra novísima Marta, que nos recordarán que sí, que es cierto, que en realidad amamos, pero todavía somnolientos veremos en ese amor el inequívoco sello de lo posible, cuando lo que se nos ofrecía hace un rato desde el otro lado era nada menos que lo inalcanzable, lo ideal, lo nunca-sido que el subconsciente –acaso por una cuestión de supervivencia– se resiste a olvidar de una vez por todas. Sucede entonces lo más extraño, y es que susurramos (o un-otro-yo susurra) el nombre de nuestro compañero de cama sin saber muy bien a quién nos referimos, a quién anhelamos entre las sábanas, y nos decimos que vale, que de acuerdo, que por qué no, mientras nuestro verdadero yo, definitiva y ya radicalmente despierto, asume las tareas propias de la vigilia palpando a tientas los cabellos despeinados de Petra, de Juan o de Marta, para comprobar finalmente que Marta, Juan y Petra son un conjunto de verdades paralelas a Inés, Rodrigo o Fátima, un reservorio de verdades tan pequeñas que casi, casi parecen mentiras engendradas durante otra noche y en otras almohadas; quizás en aquéllas –concluimos– que ahora soportan el peso de Petra, de Juan o de Marta soñando con nosotros mismos en otro lugar, en otra cama, lejos de allí o incluso fuera de todo.

lunes, 19 de diciembre de 2016

HISTORIA AUTÉNTICA


       Cada noche y para mi asombro, antes de meterse en la cama, el abuelo preparaba metódicamente su invariable infusión de dientes. Yo observaba incrédulo, de camino a mi dormitorio, el vampírico ritual, la dentadura sumergida en aquel vaso siniestro iluminado por el flexo de su mesilla de noche, y concluía, supongo, que sobre gustos no hay nada escrito o que los abuelos eran gente extraña de apetencias no menos extrañas en un mundo de lo más complejo. Pero el caso es que –pobre hombre, el sueño lo vencía antes de tiempo– tampoco esa noche llegaría a bebérsela, y eso era lo verdaderamente incomprensible, lo que a mí más me atormentaba: la gratuidad del gesto, el desperdicio; porque en mi casa no solía consentírsele a nadie aquella extravagancia de colmar un vaso para ignorar a continuación su contenido, y menos durante tantas horas y de aquel modo, con nocturnidad y alevosía. Así que llegué a asumir, quizás para dejar de darle vueltas a un asunto ya de por sí inquietante, que yo había malinterpretado sus intenciones, que mi abuelo preparaba la infusión no para él mismo, sino para cualquier otro miembro de la familia al que en el último momento olvidaba advertir de la exótica y desinteresada ofrenda. Y me pareció, claro, que ese otro destinatario bien podía ser su nieto mayor, o sea, un servidor. El resultado de aquel razonamiento (y de la decisión que lo materializó) fue una severa reprimenda por parte de mis padres, una burla benévola y desdentada de mi abuelo y, en lo que sólo a mí respecta, un insuperable asco retrospectivo que desde entonces me impide disfrutar de cualquier bebida siquiera vagamente relacionada con el mundo de las infusiones.
       Sirviéndome de esta repugnante impostura rechacé el té demasiado aguado que se me ofrecía y cambié inmediatamente de tema, dando a entender a mi improvisada amante que desenterrar fantasmas del pasado no era el mejor modo de poner a punto los engranajes del deseo. Déjenme decirles que la estratagema funcionó, y que ese fue, en cierto sentido, el insólito comienzo de la historia auténtica.

lunes, 12 de diciembre de 2016

JUEVES DE MERCADILLO


       Eran los gritos de la madre, su peculiar manera de entrar en casa, el toc-toc de los tacones, el ruido como de tormenta en ciernes de las bolsas del mercadillo, “Mamá, ¿qué traes?”, los tres hermanos temiéndose lo peor, la ropa vieja o usada o robada o defectuosa o todo al mismo tiempo, prendas de ocasión que siempre les venían demasiado grandes o demasiado pequeñas o sencillamente demasiado horteras, la pesadilla familiar de cada jueves. “Esta camisa le irá bien a vuestro padre”, decía la madre para sí, sin prestar apenas atención a las muecas de disgusto de sus vástagos, “jo, ma, ya tenemos más que suficiente”, la madre cazadora-recolectora examinando sus recientes adquisiciones, presumiendo de que “sólo mil pesetas y además es de marca, esto no podía dejarlo pasar”, justificándose, y los armarios ya repletos de ropa inservible, pasada de moda, calzoncillos tan ceñidos que dejarían estéril al mismísimo Peter North, calcetines “Hike”, sudaderas “Adissa” y otros engendros por el estilo que nadie le había pedido y que nadie necesitaba. Guardarla toda después, claro; acomodarla en baldas, en cajones, en sillas y hasta en puertas. El padre a la hora de comer, después de trabajar, “Ya estoy en casa” y mira lo que te tengo, churri, pruébatela, y “déjame sentarme un momento y ya luego”, aunque nunca había luego porque la madre se limitaba a embutir las nuevas prendas en el vestidor del dormitorio, ajena a las objeciones de su familia, en un ritual monomaníaco e inquietante, y el padre, acostumbrado a sobrellevar o esquivar o ignorar la neurosis de su esposa, raras veces llegaba a darse cuenta de que la camisa que se pondría al día siguiente, “esa camisa es nueva, profesor Blanco”, formaba parte de un nuevo botín, de un reanudado y exitoso asalto al mercadillo municipal. Y años más tarde el hijo mayor que se iba haciendo cada vez mayor y casi hasta deja de ser propiamente hijo de lo puro mayor que se hizo, “mamá, voy a tirar toda esta ropa, que no queda sitio en mi armario”, y la madre que entiende, que comprende o hace como que comprende, “tira lo que ya no te pongas”, y el hijo “pues lo tiro todo”, y la madre prenda por prenda “¿Y esta? ¿Esta otra tampoco? ¡Pues aquella la ponías mucho! Déjame a mí, a ver, que seguro que hay cosas sin usar que le pueden interesar a alguien”, y esa ropa no se volvía a ver por ningún sitio, pero está claro que no la tiraba (cómo la iba a tirar, si estaba nueva) y además apenas pasados un par de meses el armario volvía a estar lleno hasta los topes de todos modos, una cosa increíble, digna de estudio o de llamar a Iker Jiménez o algo. Y al final los tres hijos que se independizan definitivamente y la madre que, a falta de nietos, ya no tiene a quién comprarle más ropa; el marido hastiado de la jubilación que ya no se corta un pelo en repetir “ya está bien, tanta ropa, cojones”, mientras la madre deambula por la casa sin nada que hacer, desprovista de identidad, sin trabajo, haciendo footing por las mañanas, regando plantas por las tardes, ordenando las estáticas habitaciones desocupadas de sus hijos, con los estantes todavía abarrotados de prendas a estrenar, seguro que les hubieran gustado, piensa la madre que una tarde de invierno, después de tragarse la telenovela con el té de las cinco, tiene tantas ganas de llorar que no sabe muy bien qué hacer o qué dejar de hacer para aliviar su sufrimiento, y finalmente entra en el dormitorio del hijo mayor, medio sonámbula o en trance, sube la persiana, limpia un poco el polvo, se sienta en la cama, suspira, vuelve a levantarse y decide abrir de par en par el armario ropero para recibir por sorpresa y a traición una última descarga textil, una avalancha mortal de algodón, de poliéster, de lana, de franela, de pana, de lino, de cuero, de fieltro, de loneta, de percal, de licra, de terciopelo, de hilo, de felpa, de tejidos repudiados que la sepultan sin contemplaciones y bajo los cuales trata, en vano, de distinguir aquella camisa a cuadros que una vez, una vez, una vez, y así hasta que de pronto se rinde y deja de.

lunes, 5 de diciembre de 2016

TAREA URGENTE


       Tremenda cantidad de diputados comunitarios trabajando a jornada completa en la Comisión por el Cumplimiento de las Directrices Convergentes (CCDC) auspiciada por la Unión de Países Occidentales (UPO). Representantes de los estados del sur reclaman puesta en práctica de planes de empleo público y medidas de presión fiscal progresiva. Estados del norte reaccionan priorizando contención del déficit y flexibilizando mercado laboral en el marco de la Unión. Escueta e incendiaria declaración de los grupos minoritarios en favor del abandono del proyecto común y contra las tentativas de estímulo a la inclusión de nuevas potencias. Turno de intervenciones. Votación. Receso. Varios Asesores Altamente Cualificados (AAC) aprovechan la pausa para repartir entre las bancadas de diputados nuevos gráficos, recién actualizados, que muestran la evolución del escenario macroeconómico durante los últimos siete minutos y medio. Fuente dudosa o desconocida. Cifras superpuestas, incomprensibles. Por norma general, un fugaz vistazo a las mismas basta para impugnar las votaciones y reanudar el debate, pero esta vez un diputado excepcionalmente ingenuo, sosteniendo en alto su fotocopia y señalando repetidamente el fluorescente trazo rojo que la invade, decide dar la voz de alarma: “¡Es un pene! ¡Es sólo el dibujo de un pene!”. Vencido el estupor inicial –desalojado el díscolo diputado–, los principales dirigentes de los partidos mayoritarios asumen, como tarea urgente, la necesidad de endurecer con efecto inmediato las Pruebas de Aptitud Psicológica (PAP) para entrar a formar parte del Congreso. Permiso para alterar el orden del día. Se discute. Se delibera. Se vota. Se gana.