miércoles, 30 de abril de 2014

HOSPITALIDAD


       Anacleto se ha dado cuenta de que una de las baldosas de su cuarto de baño está suelta. Cuando se decide a levantarla –quizás con la intención de cambiarla, quizás por simple aburrimiento– descubre, agazapado, a un hombre diminuto que, según afirma, lleva toda su vida viviendo allí debajo. Anacleto se sorprende al principio (figúrense ustedes), pero se esfuerza en comprender. Qué hace usted viviendo aquí, buen hombre, le pregunta maravillado, y recibe un encogimiento de hombros por respuesta. Aquí es donde vivo, aclara el hombrecillo, y supongo que es usted el malnacido culpable de las goteras. Descolocado, Anacleto asegura a su inquilino que no sabía nada y que eso no volverá a pasar. No se moleste, dice el hombrecillo con un atisbo de rencor, hay más casas como la suya. Después huye por el váter y Anacleto, que se siente culpable, enciende un cigarrillo y reflexiona. Cómo puedo yo sentirme responsable de un hombre diminuto que ni siquiera me ha pedido permiso para instalarse bajo una de las baldosas de mi cuarto de baño. Quizás si me hubiese informado de su estancia, yo habría aceptado sin problemas. Pero ese tono que ha empleado, ese “hay más casas como la suya” me parece del todo intolerable.
      Al día siguiente Anacleto comenta el suceso a algunos de sus amigos. Los hombrecillos de las baldosas tienen muy mal genio, sentencia Ramón; son gente totalmente imprevisible, apostilla Rubén. Pero tú tampoco destacaste nunca por tu hospitalidad, añade Paco incapaz de olvidar cierto fin de semana. De vuelta en casa, abatido, Anacleto levanta a golpe de martillo las baldosas restantes de su cuarto de baño en busca de más hombres diminutos, en busca también, por qué no decirlo, de comprensión y de cariño, porque en el fondo está convencido –y además se dispone a convencer a sus inquilinos– de que no es cierto, de que no encontrarán jamás una casa como la suya.

lunes, 28 de abril de 2014

KANTISMOS


       Había una vez un señor que, presa de un hastío relativo, se dedicó a quemar todos los libros de Immanuel Kant que pudo encontrar en las librerías de su ciudad. Fue tal la ferocidad con que asaltó a los indefensos libreros, que éstos nada pudieron hacer por aplacar sus ansias libricidas. Debe de estar hastiado este pobre hombre, concluían, ya comprensivos, ya tímidamente desesperados. El caso es que este pobre hombre, que respondía al nombre de Julio Figueras, declaró días después de la quema que nada –o muy poco– tenía contra el famoso filósofo de Königsberg; sin embargo (aducía) sus textos son una fuente constante de equívocos raramente solucionados y (continuaba) me niego a aceptar la posibilidad –quizás remota, aunque no imposible, coincidirán ustedes conmigo– de que mis hijos (o los hijos de ustedes) lleguen a invocar alguna o algunas de las tesis kantianas para poner en juicio nuestra autoridad paterna –por poner un ejemplo potencialmente amenazador–.

      Había una vez otro señor que, presa de un hastío determinado, se dedicó a regalar todos los libros de Immanuel Kant que pudo encontrar en las librerías de su ciudad. Fue tal la ferocidad con que asaltó a los indefensos libreros, que estos nada pudieron hacer por aplacar sus múltiples hurtos. Debe  de estar hastiado este pobre hombre, concluían, ya comprensivos, ya tímidamente desesperados. El caso es que este pobre hombre, que respondía al nombre de Julián Figueroa, declaró días después de la ofrenda que nada –o muy poco– tenía a favor del famoso filósofo de Könisgberg; sin embargo (aducía) sus textos son una fuente de equívocos raramente solucionados y (continuaba) me niego a aceptar la posibilidad –quizás remota, aunque no imposible, coincidirán ustedes conmigo– de que mis hijos (o los hijos de ustedes) lleguen a pasar por alto alguna o algunas de las tesis kantianas para poner en juicio nuestra autoridad paterna –por poner un ejemplo potencialmente amenazador–.

jueves, 24 de abril de 2014

EXCLUSIVIDAD


       Eleuteria es, sin lugar a dudas, la mujer más bella que he conocido jamás. La descubrí una tarde de Abril en el Galo d’ouro –uno de esos pubs añejos que languidecen en las inmediaciones de la catedral de Santiago de Compostela– momentos después de haber abierto mi libreta para escribir a la luz de los cigarrillos y el alcohol que pueblan este tipo de locales. Acudió a mi presencia como acuden los lejanos recuerdos, como una especie de déjà vu que se resiste a desaparecer. Enseguida supe quién era, me bastó un fugaz viaje a través de sus marcadas facciones y sus andares de princesa desheredada. Nos miramos detenidamente. Nos quisimos en silencio. Eleuteria inició la conversación con una voz más firme que obscenamente dulce, una voz de almizcle y hierro fundido. Y yo la escuché atentamente.
       Hablaba Eleuteria pausadamente, regocijándose en cada palabra, tratando temas de lo más variopinto, envuelta en un halo de concisa seguridad. Sus ojos bailaron con los míos en una danza indescifrable, sorteando problemas políticos, relaciones fallidas, incursiones poéticas o incluso sentencias vitales que nos sorprendieron a ambos. Eleuteria escuchaba también; escuchaba con las manos, como sólo escuchan aquellos que nos conocen profundamente. Parecía delinear con sus gestos el cauce de todas mis preocupaciones. Al cabo de una hora, Eleuteria me dijo que tenía prisa, que otros la esperaban, y que de mí dependía el que nos conociésemos mejor. Quizás algún día tenga la oportunidad de conocer a los tuyos, murmuró.
       A lo largo de los años hemos mantenido nuestros encuentros. Unas veces en mi piso, otras en la plaza de la Quintana, algunas en la misma cafetería del principio. Y ella nunca ha dejado de preguntarme la razón por la que no se la presento a los míos. Una noche, tras haber finalizado una de nuestras particulares charlas, le expliqué el porqué de mi decisión, una decisión tan coherente con el inicio de nuestra relación que no podrás rechazar –le dije– y ella no tuvo más alternativa que callar y seguir punto por punto mi razonamiento.
       Eleuteria, no puedo negar que llevo esperándote toda la vida. Durante toda mi existencia he soñado contigo, te he dado forma sumido en mis divagaciones, te he buscado ansiosamente en cada uno de mis paseos. Cuando te vi aparecer sentí finalmente que todo lo que yo hacía tenía sentido... porque tú eres el sentido más íntimo de mi escritura. Siento no poder explicarme mejor. 
       Entonces cerré mi libreta y comprendí que había creado un personaje que jamás podría compartir con mis lectores. Me había enamorado de Eleuteria, y el amor también es, en gran medida, exclusividad.

lunes, 21 de abril de 2014

INMORTALIDAD


       Llevo veintidós años sin dormir. No es que me enorgullezca de ello, no quiero dar esa impresión, pero también es cierto que detesto a los incrédulos. Veintidós años justos hoy. Veintidós.
       Una noche, hace veintidós años, mi abuelo paterno murió en la cama de su dormitorio tras una larga agonía. Era una habitación amarillenta, o al menos así la recuerdo, llena de familiares y amigos silenciosos que no apartaban la vista de su cuerpo exangüe. De repente cerró los ojos; pensé que se había dormido. Me dijeron “se ha muerto, Tomás. El abuelo se ha muerto ya”. Yo me enfadé enormemente, y contesté “lo que pasa es que es un imbécil. A su edad no debería dormir, porque cuesta mucho más vencer al sueño y por eso es probable que ya nunca te despiertes”. A unos cuantos segundos de silencio estupefacto les siguieron un par de bofetadas paternales.
       Desde entonces no duermo, porque quiero vivir para siempre. El médico me ha dicho algo así como que eso no puede ser muy sano, pero también me ha dicho que a él no le interesa en absoluto vivir para siempre. Lo dirá por eso. A mí, no sé, es una cosa que me llama. No por lo de la eternidad y todo eso, qué va: es por claustrofobia. Las tumbas son cada vez más pequeñas y yo mido casi dos metros. Menuda broma, ahí metido tanto tiempo (y de la incineración mejor ni hablar).
      Los primeros ejercicios que puse en práctica para lograr la absoluta vigilia eran sencillos y tradicionales. Toneladas de café, chicles, porno y cosas por el estilo. Transcurridos los tres primeros días empecé a tener problemas para mantenerme despierto y estos métodos resultaron a todas luces insuficientes. Me pasé a la cocaína y a los estimulantes derivados de la anfetamina. Me sirvieron para ir tirando casi una semana, pero para entonces mi salud estaba ya muy deteriorada. Conseguía mantenerme despierto al precio de tener que estar descansando todo el día, y éste, conviene aclararlo, nunca fue el objetivo inicial.
       Así que decidí convertirme en un personaje literario. Siempre que ustedes lo deseen pueden acudir a estas páginas –mediocres, lo admito, obra de un tal Ángel Herrero, el único escritor que puedo permitirme– para comprobar que, en efecto, nunca duermo. Hola a todos, encantado de haberles conocido.

viernes, 18 de abril de 2014

NO FUE EXACTAMENTE ASÍ


       Les aseguro que no fue exactamente así. Los sucesos referidos han sido reiteradamente distorsionados en favor de las instituciones afectadas y –sostenemos– no se ha prestado suficiente atención al motor de la (re)acción en cuestión. Ellos callan, pero nosotros no podemos permanecer impasibles. Nosotros la sostuvimos en pie con nuestra sangre. También nosotros la matamos, pero porque ella, porque todos ellos nos habían matado primero. Legitimidad, no venganza. Justicia, no justificación. Redención poética en ambos casos.
        No fue exactamente así.
      Martín no fue el artífice; sólo fue el primero en verbalizar aquello que todos nosotros deseábamos. Lo cierto es que, más tarde o más temprano, todos nos íbamos dando cuenta de que nos habían robado cinco años de nuestra vida. Eso cabrea a cualquiera. Esa rabia otorga cierto poder, devuelve el sentido hasta a la existencia más mezquina. Empezamos a telefonearnos, a reunirnos, a vernos entre nosotros más viejos pero también más apasionados, más dispuestos a todo. También a aquello.
     Empezó como una broma, pero la verdad es que el razonamiento presentaba una evidente falta de fisuras. Era el anhelado plan perfecto, aquel que debería habérsenos ocurrido hacía ocho años, cuando realmente habría tenido algún sentido. Qué diablos, pensamos, si no lo hicimos entonces por nosotros, hagámoslo ahora por las nuevas generaciones. De este modo nos autoerigimos en salvadores moralmente autorizados. Nos creímos la conciencia apagada de la élite.
      Sí, es cierto que Andrea activó los explosivos, pero nuestros únicos objetivos fueron desde un principio las dependencias y los profesores. Todo lo demás, para nuestro disgusto, se debió a un fatídico error de cálculo.

lunes, 14 de abril de 2014

DETERMINISMO


       No era lo más adecuado, pero tenía que ocurrir. Para aquellos que no crean en las determinaciones del materialismo mecanicista, diré que tampoco Augusto Foradil suscribe los dogmas de esta teoría. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos ha acabado por darme la razón.
      Jean Paul Sartre solía decir que lo que hace cobarde a una persona no es un corazón, un pulmón o un cerebro de cobarde, sino los actos propios de un cobarde. Sartre, para desgracia de Augusto Foradil, se equivocaba. El señor Foradil nació con manos, ojos y pies de cobarde; nació, de facto, como auténtico producto de la cobardía. Sus padres, supervivientes republicanos de la guerra civil, lo engendraron una noche de bombas y tiroteos en el centro de Madrid. Su padre, Américo Foradil, desertor del ejército republicano, logró refugiarse con su entonces camarada, Olivia Santander, en un taller abandonado durante los últimos días de la contienda. Posteriormente, hallándose ambos fuera de peligro –hallándose ambos avergonzados–, decidieron enterrar sus identidades y, mediante un salvoconducto, acabaron estableciéndose en Galicia. Allí trataron de sacar adelante varios negocios y, finalmente, se ganaron la vida con una modesta panadería.
       Augusto Foradil entra en el aula, saluda a sus alumnos y borra el encerado. Después se sienta en su mesa e indica la página con la que va a comenzar la lección. “Abran ustedes el libro de Historia por la página 243” dice. “Hoy empezamos con la guerra civil”.
       Apenas ha comenzado su exposición magistral, Augusto Foradil nota un murmullo creciente hacia el fondo de la clase. Dos de sus alumnos, Arriaga y Solánez, suelen alborotar durante las explicaciones de los demás profesores, pero se ensañan especialmente con él, porque saben que es un profesor paciente hasta el extremo. Esta vez Augusto Foradil considera la posibilidad de llamarles la atención, pero decide postergar la reprimenda. Minutos después Arriaga y Solánez han abandonado sus pupitres y se dirigen a una de las ventanas del aula; la abren y encienden sendos cigarrillos. “Si el resto de los alumnos les ignoran, podré continuar con la lección sin problemas” piensa Augusto Foradil. El problema –como suele ser el caso– es que los alumnos empiezan a comentar el suceso que están presenciando, y no sin cierta complicidad gamberra. Terminado su cigarrillo, Arriaga arroja con rabia la colilla todavía encendida a la cara del profesor Foradil, al tiempo que le increpa por haberle suspendido un examen parcial. Augusto Foradil trata de justificar la evaluación impuesta a Arriaga, hasta que es contestado con un generoso escupitajo en su corbata. Acto seguido abandona el aula derrotado. Varios alumnos aplauden.
       Ya en la sala de profesores, ocultando sus lágrimas, Augusto Foradil informa al Jefe de Estudios de su dimisión irrevocable. Aturdido, huye del centro escolar y se pierde por las calles de Santiago de Compostela sin un rumbo determinado –por mucho que yo sostenga que su rumbo estaba perfectamente prefijado desde el principio–.
      Podrán tacharme ustedes de dogmático, podrán achacarme ustedes un mal disimulado credo determinista. De acuerdo, entonaré sin complejos el mea culpa; pero lo que no pueden negar ustedes son los hechos, lo que no podrán negar ustedes es que Augusto Foradil se hallaba, la noche del trece de Mayo, en un taller abandonado; tampoco podrán negar ustedes que allí violó a una pobre adolescente y que ésta, en virtud quizás de ciertas presiones familiares, declinó rotundamente la posibilidad de un aborto; no podrán negar que ella en realidad me ama, al igual que yo la amo profundamente, y puedo jurarles que nunca quise hacerle daño. No podrán negar, por último, que ambos nos fugamos –ambos avergonzados– para establecernos en Madrid y que, en la medida de nuestras posibilidades, permaneceremos siempre ocultos. No era lo más adecuado, pero tenía que ocurrir. Augusto Foradil no será nunca más mi nombre; no, al menos, el nombre de mi modesto negocio.

jueves, 10 de abril de 2014

ALMACÉN


       Petrus apaga el despertador, se levanta, se viste, desayuna. Petrus acaricia a su perro y sale de casa. Ya en la calle, Petrus se dirige al almacén de libros en el que trabaja, hace una parada en el kiosko de la esquina para comprar el periódico y prosigue su caminata. Llega a las diez en punto de la mañana y, tras saludar a algún compañero (en realidad el único que, como él mismo, se dedica a desembalar cajas con las últimas novedades editoriales) comienza su jornada laboral.
        Petrus abre la primera caja; la que tiene más a mano. Está repleta de ejemplares de una reedición de Los existencialismos: Claves para su comprensión de Pedro Fontán Jubero. Más tarde, sobre las doce del mediodía, Petrus hace una pausa en su trabajo para tomarse un café. Entonces recuerda el curioso título de las docenas de libros que ha estado ordenando pacientemente durante dos horas y decide abandonar su habitual ingestión de prensa en favor de esta lectura imprevista. Tras una grata toma de contacto con el texto, Petrus lee, en la página 30: “Los existencialistas hacen una llamada al hombre singular, a cada ser humano, para que no exista simplemente, para que no lleve una vida anónima, vulgar, inauténtica (...)”. Piensa que es una buena frase y decide apuntarla en su libreta. Una hora más tarde se presenta en el despacho de su jefe, saca un revólver que llevaba escondido en la chaqueta y, sin mediar palabra, le dispara en la cabeza. Después se suicida con el mismo revólver. Son las dos de la tarde.
       Veinticuatro horas antes Petrus sale de trabajar visiblemente irritado. De vuelta a casa intenta aplacar su ira insultando a un colegial esmirriado que le hace perder el equilibrio en una calle estrecha. Una vez en casa prepara un plato sencillo y come. Después echa un vistazo a su correo electrónico y acude a su habitual cita con Cintia. Ambos discuten la posibilidad de una relación a largo plazo. Petrus se despide amargamente de Cintia –le dice que para siempre–, abandona la cafetería en la que se encuentran y se dirige a la librería Cervantes. Allí hojea algunos libros de autores existencialistas, que siempre han sido sus favoritos. Decide comprar un estudio crítico de Pedro Fontán Jubero, ya descatalogado, titulado Los existencialismos: Claves para su comprensión. Llega a casa muy cansado y, sin ánimos para la lectura, envenena a su perro, cena una manzana y se acuesta.
       La noche anterior Petrus tiene serias dificultades para conciliar el sueño: su jefe le ha dicho esa misma mañana que no tiene intención de renovar su contrato. Al día siguiente Petrus se levanta demasiado tarde como para presentarse sin más en su puesto de trabajo y decide telefonear a su amigo Víctor, que siempre le reconforta en los momentos más difíciles. Víctor recomienda a Petrus un libro ya descatalogado, pero que quizás pueda encontrar en alguna librería de segunda mano en las afueras de la ciudad: Los existencialismos: Claves para su comprensión de Pedro Fontán Jubero. Después le convence para que acuda a trabajar, aunque sea tarde, pues opina que quizás su jefe acabará cediendo y que, en todo caso, no todo está perdido. Petrus obedece a su amigo y, una vez en el almacén, se dirige directamente al despacho de su jefe. Allí, éste se reafirma en su postura inicial y le ofrece el finiquito.
       Treinta horas antes Petrus apaga el despertador, se levanta, se viste, desayuna. Petrus acaricia a su perro y sale de casa. De camino al trabajo piensa en su fabulosa relación con Cintia, a la que piensa pedir matrimonio, y se cruza con un colegial esmirriado que le parece la genuina imagen de la vida y de la esperanza. Petrus ensaya una sonrisa forzada y considera incluso la posibilidad de abandonar su afición por las armas de fuego (posible escollo en su relación con Cintia, que no las soporta).

lunes, 7 de abril de 2014

UN JUEGO


       –Verás, mamá –repitió al fin Luisito cabizbajo– estábamos jugando a no respirar. 
    –Eso ya nos lo has dicho –intervino entonces su padre– pero ¿quieres decirnos de una vez dónde está Vicentín?

jueves, 3 de abril de 2014

EL SENTIDO DE LA VIDA


       Ataulfo Pérez, epistemólogo, acaba de descubrir el sentido de la vida. No puede esperar a compartir sus conclusiones con Pearson, un colega de Austin que siguió muy de cerca su doctoramiento –y que muy probablemente sea el único filósofo coetáneo capacitado para comprender razonamientos tan abstractos–, así que le invita a pasar unos días en la capital.
       Pearson aterriza en Madrid a las nueve cuarenta y cinco. A las diez y media está ya en el chalet de Pérez, rechazando cortésmente un café demasiado aguado. Vaya, te veo bien, cuéntame (No, no, eso mejor más tarde, estarás agotado del viaje). Ni te imaginas cuánto... (pues con más motivo) bueno, entonces permíteme que te cuente yo. Ayer mismo... ¿llegaste a conocer a Sally? (la verdad es que sí...) pues resulta que estamos liados desde el mes pasado (¡coño, me alegro un montón! Sé que te gustaba...), sí, y como ella también trabaja en el departamento, pues... (vaya, granuja...) ahora es bastante factible que vayamos juntos a convenciones por todo el mundo, la cosa tiene sus ventajas (ya lo creo, sí...) y el principio es lo mejor, ya sabes, somos como malditos adolescentes, pegajosos todo el rato, besos y (qué maravilla...) romanticismo desbordante... pero bueno, hace una semana su hermana (¿Kathleen?), sí, la misma, se emociona porque está muy contenta de que a Sally le vaya tan bien conmigo y nos invita a California, un simposio, ella vive allí, un sitio apartado, casa con piscina, increíble, al lado del Océano Pacífico (¡cómo te cuidan!) sí, para que voy a engañarte, la chica me tiene en un pedestal porque su hermana estaba muy sola... pero lo mejor es que, te cuento, llevamos unos días allí y una noche ella se mete en mi dormitorio (¿Sally?) no, no: su hermana, y me dice que Sally está en la piscina y la tía se desnuda (¡qué me dices!) te lo juro, macho, y follamos como salvajes y aquí no ha pasado nada (¡no doy crédito!) como oyes... bueno, pero que eso no es lo mejor, a lo que iba, ayer mismo, antes de recibir tu llamada, bajo al salón y me encuentro a las dos hermanas con el culo en pompa en un sofá enorme, aterciopelado... 
       Ataulfo Pérez, epistemólogo, tras escuchar la fabulosa gesta de su compañero, sube las escaleras de su chalet en busca de algunos borradores. De vuelta en la terraza recibe el impacto de la sonrisa de Pearson y toma asiento con sus papeles bajo el brazo. Vamos allá, si te parece (cuando usted quiera, señor catedrático). Bien, comencemos por romper estos apuntes y ahora repíteme, punto por punto, todo lo que ha sido de tu vida en este último mes. Y no te preocupes, que el próximo café estará bien cargado.