lunes, 27 de febrero de 2017

ESTO TERMINA ASÍ


       Otras veces me imagino volando por la estratosfera con mi traje de astronauta, observándolo todo desde las alturas como un metafísico de la existencia. Distingo entonces –creo distinguir, quizás intuyo– la vida en todas sus formas, la curvatura del planeta, la soledad y el frío eternos. Cualquier fallo de dirección, por leve que fuese, podría precipitarme sin más al espacio exterior, así que trato de someterme al rumbo prefijado, a la dictadura de las coordenadas. En vano. Porque sólo con pensar en la posibilidad de un vuelo libre transformo cualquier riesgo en otra posibilidad, en aquélla que posibilite todo lo posible. Y así, sin más, de repente y sin saber cómo, me encuentro desarmado y perdido, flotando en la nada, enfrentado al vacío –un vacío que sin embargo me resulta familiar, un vacío hecho de cosas que conozco: la falta de guijarros, la falta de raíces, la no menos importante falta de bichos, la ausencia de todas esas cosas que una vez imaginé que imaginaba cavando una gruta subterránea, mi colección de naderías inservibles–. Al fin comprendo, o me esfuerzo en comprender, que nada nunca es nada exactamente. Lo comprendo y lo asumo, enfundado para siempre en mi traje de astronauta.
       Y sin embargo, el vacío.

lunes, 20 de febrero de 2017

TRASCENDENCIA


       De entre todas las anécdotas que se cuentan de Kristof Janeseken, me quedo con aquella respuesta inequívocamente terminal a la pregunta de cierto periodista húngaro, a propósito de la importancia de su obra: “Mire, yo cambiaría la improbable trascendencia de mis libros por el único deseo de morirme en mitad de una sonrisa”. El periodista, queriendo poner a prueba al moribundo, se atrevió a replicar con sorna: “Y cuando llegue usted al Más Allá ¿no se arrepentirá de haber tomado semejante decisión?”, a lo que Janeseken respondió indignado: “Probablemente sí, pero el miedo lo tengo ahora y le aseguro que desde aquí me parece más lacerante que cualquier arrepentimiento ultraterreno”. Después se echó a llorar escandalosamente, como lo haría un niño, ante la atónita mirada del periodista húngaro, que no tuvo más remedio que dar por concluida la entrevista al Maestro.

lunes, 13 de febrero de 2017

ERA ESE RELATO


       Era ese relato, el relato entre cuyas páginas, al fin, usted creía haber enterrado la potencial semilla de la genialidad; un relato fatalmente enemistado con el contenido y la forma del libro en que usted trabajaba, una narración abocada a la soltería literaria, al rechazo por parte del resto de relatos, que, sabiéndose muy inferiores a ése, no aceptaron otra solución sino expulsar al renegado, al insolente, al puro, de la colección que ocupaba. Y usted, resignado, infinitamente dolido, no tuvo más remedio que encerrarlo en un cajón. Era ese relato.
       Cuando años más tarde releyó ese relato sublime, cuando decidió mostrárselo a sus mejores lectores, sus íntimos, cuando éstos dictaminaron que ese relato estaba, sin lugar a dudas, destinado a engrosar por derecho propio las páginas de su último libro de cuentos, usted, en un insólito momento de debilidad, a punto estuvo de ceder, de incluir, de restaurar el honor del damnificado: acarició sus cuartillas, las olfateó con delectación, jugó con ellas al escondite y al veo-veo, pero la genialidad nunca lograba esconderse del todo y la originalidad resultaba asaz obvia al menor vistazo. Sin embargo, usted resolvió mantenerse tan firme como aquellas virtudes. El soltero empedernido se negaba a confraternizar con la plebe, y eso era todo. Era ese relato.
       Llegó después la sequía creativa –que más tarde o más temprano testifica, siempre en contra– para decirle a usted que quizás ahora, que quizás entonces era la hora del relato, hora de abrir el cajón por última vez para arrancarlo del olvido, para ofrecerle, si no una tercera oportunidad, sí al menos la posibilidad de la misma. Y volvió a leerlo. Y volvió a gustarle. Y volvió a parecerle un relato extraño, triste, solitario, incompatible con el resto, incompatible con cualquier otra cosa que usted hubiera escrito, que usted fuera a escribir jamás. Y optó por devolverlo al cajón como quien se despide de lo que una vez pudo ser, de lo que pudo haber sido, de lo que acaso algún día sería usted, que por el momento sigue teniendo pinta de todo menos de genio.
       Hace un par de semanas usted tuvo que mudarse –por impago– del piso en que hasta ahora residía con su no-esposa. El piso en el que usted escribió todos sus libros de relatos. El piso en uno de cuyos cajones reposa todavía ese relato perfecto que usted rehusó, a última hora, llevarse consigo a su nueva vivienda. Y ahora (usted, el relato) se limita a fantasear, como no podía ser de otra manera, con lo que pueda pasar el día en que un nuevo inquilino lo descubra, cuando un par de ojos anónimos “lean” esas cinco páginas en blanco seguidas de una sexta sólo parcialmente mancillada con un escueto “YO NUNCA”. El mejor relato que usted haya escrito o vaya a escribir jamás. Era ese relato.

lunes, 6 de febrero de 2017

EL GRITO


       Hacia el fondo de la sala, el grito. Y una señora obesa que huye despavorida en dirección contraria, tropezando en un camino plagado de obstáculos con mesas, sillas y zapatos ajenos, asiéndose la falda, para finalmente perderse entre la multitud, ya en el exterior. 
       ¿Quién grita y por qué? Nadie sabe todavía. Un hombre de mediana edad enciende, misterioso, su pipa de espuma de mar, indaga, pregunta en varios idiomas, ajusta sus anteojos al rotundo tabique nasal, recibe un silencio inmaculado a modo de respuesta. Varios ancianos languidecen en una esquina, sobre una mesa de caoba; ¿alguno de ellos acaso? No; los ancianos lánguidos únicamente gimen, muy raras veces se dignan gritar. Aquel niño quizás, el que esparce sus canicas amarillas por el suelo enmoquetado. Porque los niños sí gritan. Pero tampoco; pues el grito revelaba valores tonales que sólo un buen par de pulmones, plenamente desarrollados, podrían proferir.
       El hombre de mediana edad toma una decisión difícil, arriesgada. Con un gesto indescifrable a ojos del atribulado público, ordena a su fiel lacayo, allí presente, que cierre puertas y ventanas de inmediato y con presteza. La situación deviene al fin clara: nadie abandonará la sala hasta que se aclare el misterio. Un señor con bigote enuncia, previsible, su legítima oposición. Es ignorado y a la postre reducido a manos del lacayo.
       Viaje de vuelta al inmaculado silencio.
       Al cabo de varias horas de intolerable espera, el hombre de mediana edad vacía su pipa de espuma de mar en un caldero grasiento. Después se dirige hacia el fondo de la sala, y allí, tomando posesión de un espacio aún sin dueño, ancla de un golpe al suelo su silla de mimbre. Sonríe con malicia, casi diríase diabólicamente. Toma entonces asiento, posteriormente aliento, y al fin suspira.
       A continuación reproduce el grito, exactamente el mismo grito.
       Algunos, quizás los más conformistas, convienen en dar por solucionado el enigma.
       Otros, acaso los menos cobardes, temen con razón lo que pueda suceder a partir del momento en que el grito se apague definitivamente entre las paredes de la sala.