jueves, 31 de julio de 2014

DE NORIAS Y CENICEROS (CITAS INTRODUCTORIAS)

     

    Algunas veces debemos desechar los grandes pensamientos,
 y seguir los que las circunstancias nos inspiran.

SÉNECA.


En lo posible, todo es posible.

S. KIERKEGAARD.


Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.
                  –Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido.

J. R. RIBEYRO.

lunes, 21 de julio de 2014

UN EPÍLOGO


      Había una vez un señor que citaba a Lichtenberg sólo para sentirse importante y que, además, viendo que el mero hecho de invocar al pensador alemán no lo convertía en una persona de provecho, decidió escribir un libro. La obra en cuestión, sin ser una joya de la literatura, soportó las críticas de buena parte de sus amistades, que aplaudían las ideas de su autor y no tanto el enfoque que éstas recibían una vez escritas. “Tus narraciones son excesivamente breves, van al grano con demasiada urgencia”, le decían cuando imploraba honestidad para con sus borradores. El escritor, que siempre tomaba buena nota de éste y otros defectos que le achacaban, procedió al pulimentado y abrillantado de sus relatos, sin dejar jamás de lado la espontaneidad y la frescura que se creía en el deber de preservar. Como resultado del proceso de corrección, halló ante sí una colección de ficciones desiguales, quizá mediocres, pero inconfundiblemente suyas. Relativamente satisfecho, el autor llegó a la conclusión de que su reciente creación, contando ya con un prólogo, estaba casi pidiendo a gritos un epílogo que redondeara la jugada. Sin saber muy bien qué hacer –por qué demonios habré escrito yo un maldito prólogo, se decía entre frase y frase– dudó infinitamente confuso entre eliminar su prólogo (pretencioso y vehemente) o bien hilar un epílogo salvaje sin detenerse a considerar lo que él mismo o sus lectores habrían de esperar de éste, un epílogo-cuchillo clavado de madrugada, producto de una excitación febril.

jueves, 17 de julio de 2014

PRELUDIO A UNA NOVELA


       Contar, por ejemplo, algo sobre el propio ejercicio (arte, labor) de contar, el contar como poiesis pero también como cuenta, el contar numérico, el discernir unas historias de otras. Orden. Establecer definitivamente la doble acepción del término: el que cuenta “recuenta” sus vivencias en ambos sentidos, las recopila, las separa reparando en la differànce y reparando sus recuerdos. Encontrar entre los mismos algún personaje atractivo (quizás aquel rostro tan nítido todavía, pero que somos incapaces de ubicar en su cuerpo correspondiente, quizás uno mismo, quizás lo que creemos que hemos sido en un pasado muy remoto). Buscar una trama, recordarla, inventarla, tergiversarla, tomarle cariño. Escribir rítmicamente, humanizar a nuestro personaje, regalarle un nombre (no demasiado rebuscado), una ocupación, un par de obsesiones, hacerlo nuestro, comprenderlo, apiadarnos de él, llegado el caso. Sufrir, tachar, tirar también papeles a la basura, esquivar historias posibles, tomar alguna como hilo conductor, recurrir a ella desesperados cuando creamos que la trama deja de sostenerse. Arbitrariedad. Alguna muerte quizás, algún romance sin duda, un par de revelaciones y varios tópicos. Alguna frase ingeniosa tras un punto y aparte estratégicamente colocado. Localizaciones atractivas (Londres, Madrid, Venecia) sin caer en la estampa turística, una sarta de habitaciones minuciosamente descritas, varias citas inencontrables, un poco de mala leche, cierta dosis de elitismo. Mucho café (té, mate), mucho tabaco, algo de cinismo. Tiempo para juzgar lo escrito, quizás en ciertos casos algún juez externo de confianza. Varias horas de descreimiento, algunos minutos de tregua, un final templado, nada rimbombante. Jugar con el par Eros/Tánatos, olvidar de vez en cuando cuanto se ha escrito hasta el momento. Volver a empezar, dedicar más tiempo a aquella metáfora, revisar ese personaje tan plano, desechar cierto tipo de léxico, obligar al escrito a crecer. Matar al protagonista para que otro tome el relevo argumental. Qué lástima. Seguir escribiendo. Pensar que quizás la historia no vale la pena, que hemos perdido el tiempo. Releer a los clásicos, volver a la carga con nuevas estratagemas, reinventar personajes. Más y mejores conocimientos ahora, algunos años de experiencia, historias (ahora sí) poliédricas. Menos que contar, pero mejor contado, lectores potenciales muy pendientes de nuestros últimos pasos. Presión, noches en vela, la sombra de aquel relato genial que difícilmente volveremos a igualar. Dos crisis nerviosas, alguna depresión, delirios de grandeza, ego bipolar. Relectura de aquel relato (no era tan bueno, no era bueno en absoluto), nueva toma de conciencia de las capacidades reales, asunción del propio ingenio (que no genialidad). Vuelta a la carga, al tintero, al papel en blanco, a la sintaxis. Un par de frases inconexas, nada preparado, contar por contar, no ya para discernir ni para crear, martillo dialéctico sin punto de llegada. Líneas, párrafos, capítulos. Juicio crítico, síntesis kantiana. Finalmente, salvadora inspiración, cura, verdadera meta, palabras atolondrándose. Varias líneas más, pulcros y acertados recursos poéticos, personajes que se independizan definitivamente, que funcionan con su propia lógica interna. Ahora sí, las piezas encajan. Meses de trabajo febril ininterrumpido, acaso una tortura mal recompensada, sensación de desamparo, de inutilidad y de enclaustramiento. Miedo, migrañas y sed de absoluto. Premonición de editoriales en actitud de rechazo. Crisis de pareja y experiencias posibles esperándonos en el mundo exterior (rechazadas). Una vez más, fuerzas de flaqueza, terquedad de autómata y propósitos inextinguibles en nuestro subconsciente... Asumir de una vez por todas que esta vez han pasado tres años y ya no hay preludio que valga: hay que dejar de pensar y empezar a escribir. No tenemos ni una mísera línea.

lunes, 14 de julio de 2014

UN LOCO


        Un loco se escapó del manicomio porque se aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza. El señor Casado –un viejo amigo mío– lo acogió en su apartamento con el oscuro propósito de aprender algo de él, pero a los pocos días, justo cuando empezaba a tomarle cariño, el loco murió de indigestión y mi amigo se quedó muy triste, sobre todo porque apenas habían tenido tiempo de robar fresas juntos o de mirar fijamente al hombrecillo verde de los semáforos. Entonces fue el señor Casado el que se fugó al manicomio porque se aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza. Allí le dijeron que podía ocupar la habitación que había dejado libre un loco obsesionado con los frutos silvestres.
    Ahora que el señor Casado me informa de su intención de abandonar el manicomio para instalarse en mi casa, no puedo quitarme de la cabeza la idea –llámenme ustedes loco– de que en tal caso él moriría absurdamente y de que yo acabaría en la habitación desocupada de un falso loco falso, asegurando a todo el que quiera entender, ya en el mundo exterior, que me aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza, y quizás rogándole entonces a mi buen amigo Patxi que me acogiera en su piso para enseñarle a hablar con las codornices o a plantar bolígrafos en la arena. Además, pocos días después, fallecería a causa de un ataque de tos, y Patxi –claro está, es un buen amigo– me extrañaría muchísimo. Pero eso no lo voy a permitir, eso jamás, porque la gente que echa de menos a los locos –como ha quedado sobradamente demostrado– es precisamente la que da cuerda al eterno reloj de la locura, y yo me niego a participar en un rito tan antiguo y tan macabro. Así que le digo al señor Casado que nanai, que se busque a otro loco, que no cuela, y me vuelvo a la estancia contigua, y a las pastillas, y me ponen la camisa de fuerza mientras pienso en el pobre Patxi, en cómo le he salvado la vida.

jueves, 10 de julio de 2014

VIAJAR


      Érase una vez un historiador jubilado que se dispuso a viajar. Ya de joven la curiosidad por conocer otros países y costumbres le aguijoneaba el intelecto, pero entonces sólo el verano servía de marco a sus escapadas. Sin embargo, ahora que disponía al fin de tiempo libre indefinido –jamás se había casado, no le ataban lazos familiares de ningún color– decidió darse el lujo de recorrer el mundo, así, en general.
       Cuando llevaba dos meses de viaje –ya había estado en Mongolia, Colombia y Libia, entre otros países– el jubilado descubrió, asombrado, que no quería regresar jamás. Le faltaba todavía tanto por ver que, no sólo era incapaz de volver a casa, sino que además debía acortar su tiempo de estancia en los sucesivos territorios geográficos si acaso quería... ¿Si quería qué? ¿Quizás poner un pie en cada trozo de tierra del globo? ¡Menuda estupidez! Con este razonamiento el historiador jubilado se dio cuenta de que era adicto a viajar, y enseguida, pisando ya el terreno fangoso de lo valorativo, se impuso la tarea de buscar una buena razón para seguir tomando aviones de aquí para allá.
       Una noche, en la India, soñó que volvía a Barcelona y que allí era muy feliz; no le picaban los mosquitos del Brasil ni le azotaban los vientos enfurecidos del Tíbet, pero cuando despertó –con una sonrisa acostada en la cara– se desacreditó a sí mismo aduciendo un etnocentrismo galopante, y pronto guardó la premonición en un remoto cajón de su cerebro.
    Otro día, en Marruecos, pensó por un instante que España le quedaba a tiro de piedra, pero enseguida se tachó de cobarde y de pusilánime –quizás porque en realidad estaba ya cansado y no se le había ocurrido, por el momento, una sola buena razón para seguir viajando–. Y como la cosa siguió así durante años, decidió, asumiendo al fin su peligrosa adicción, regresar a Barcelona.
       En el buzón de su domicilio encontró una huérfana pila de cartas (la mayoría, de su banco). Una de ellas era de una alumna que solicitaba su ayuda para completar la tesis en la que estaba trabajando. Cuando acabó de leer esta última, el historiador jubilado derramó unas lágrimas, contactó ilusionado con la antigua alumna –Mari Carmen, una chica muy maja, extraordinariamente válida– y después se llamó a sí mismo tonto, imbécil, absurdo, y también, por qué no, etnocentrista, pusilánime y cobarde, pero esto ya con impecable orgullo, a modo de autoafirmación triunfal.

lunes, 7 de julio de 2014

FEMINEIDAD


       Estaba la señora en la marquesina, esperando el autobús circular que –ya se sabe– nunca llega a su hora; todo el mundo muy irritado, ella más impaciente que de costumbre, varios niños tocando las narices y un sol implacable encima de sus cabezas. Así estaba la cosa –más o menos– y entonces, como si fuera a romperse en pedazos, alguien estornuda escandaloso a sus espaldas. La señora sonríe, porque en verdad el sonido tiene un no sé qué cómico, y se vuelve para contemplar al autor de la cuestionable hazaña. Otra señora, que también espera la llegada del autobús, le devuelve una mirada teñida de complicidad y de vergüenza. Maruxa –que así se llama la señora– se avergüenza a su vez, sin duda por haberse atrevido a negar para sus adentros que estornudo semejante tuviera algo que ver con el género femenino.
      Apenas recompone su gesto de normalidad, Maruxa nota una ligera presión en su vientre –posiblemente gases, pero no está segura todavía–. Cuando el autobús hace su parada frente a la marquesina, la punzada se acrecienta (ahora ya inconfundible) y la señora, a punto de estallar, sube al vehículo tratando por todos los medios de controlar su esfínter. Una vez dentro, otro señor –su vecino, comprueba aterrorizada– la saluda desde uno de los asientos del fondo, indicándole con un repetido ademán que puede (debe) sentarse a su lado. Como rechazar la invitación sería una absoluta falta de respeto, Maruxa se ve forzada a apretar los glúteos con todas sus fuerzas en la plaza vacante, entablando al tiempo una conversación intrascendente con su inesperado (e indeseado) compañero de viaje. La contención se prolonga, pero el cuesco, que amenaza con ser especialmente atronador y fétido en esta ocasión, pugna por salir a la luz.
     Finalmente, en mitad del trayecto, Maruxa cede, incapaz de soportar el sufrimiento, a las ansias expansivas de su huésped intestinal. Pero justo en ese momento, como un regalo de la providencia, la señora que había estornudado en la marquesina, sentada unos metros por delante de ellos, reproduce el sonido que ya había ensayado con anterioridad. De este modo el estruendo de su monumental pedo es eclipsado por un estornudo perfecto, compasivo (¿acaso intencionado?), definitivamente cómplice, un estornudo que la señora no duda en calificar –esta vez sí, con pleno derecho– como sonido de género, como exquisito ruido femenino que irrumpe para salvarla. El vecino de Maruxa arruga contrariado las aletas de la nariz, pero el olor no tiene dueño hasta que se demuestre lo contrario.

jueves, 3 de julio de 2014

TORTURA


       Arsenio la besa en los labios, en el cuello, dulcemente en la frente. Después le pone las esposas, se ajusta bien la máscara y la ata a la cama porque últimamente le gusta experimentar. Entonces le pega; primero con suavidad, después un poco más fuerte, con el exterior de la mano derecha –la palabra clave es “plátano”, pero ella grita lo de siempre, “no, por favor”, resistiéndose todavía a pronunciarla–. La cera caliente está ya a punto de caramelo, casi hierve. Antes de continuar con el juego (o quizás justamente como parte del mismo), Arsenio sale de la habitación –la espera indeterminada es otra sutil modalidad de tortura –y atraviesa el pasillo. En el salón enciende su televisor para ver el informativo de la noche. Una señorita rubia, muy bien parecida, dice que la policía anda bastante despistada: a este paso tardarán meses en encontrarla. Arsenio se frota las manos y vuelve a su cuarto con un puñado de alfileres.