lunes, 14 de julio de 2014

UN LOCO


        Un loco se escapó del manicomio porque se aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza. El señor Casado –un viejo amigo mío– lo acogió en su apartamento con el oscuro propósito de aprender algo de él, pero a los pocos días, justo cuando empezaba a tomarle cariño, el loco murió de indigestión y mi amigo se quedó muy triste, sobre todo porque apenas habían tenido tiempo de robar fresas juntos o de mirar fijamente al hombrecillo verde de los semáforos. Entonces fue el señor Casado el que se fugó al manicomio porque se aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza. Allí le dijeron que podía ocupar la habitación que había dejado libre un loco obsesionado con los frutos silvestres.
    Ahora que el señor Casado me informa de su intención de abandonar el manicomio para instalarse en mi casa, no puedo quitarme de la cabeza la idea –llámenme ustedes loco– de que en tal caso él moriría absurdamente y de que yo acabaría en la habitación desocupada de un falso loco falso, asegurando a todo el que quiera entender, ya en el mundo exterior, que me aburría de ver todos los días a gente que no estaba bien de la cabeza, y quizás rogándole entonces a mi buen amigo Patxi que me acogiera en su piso para enseñarle a hablar con las codornices o a plantar bolígrafos en la arena. Además, pocos días después, fallecería a causa de un ataque de tos, y Patxi –claro está, es un buen amigo– me extrañaría muchísimo. Pero eso no lo voy a permitir, eso jamás, porque la gente que echa de menos a los locos –como ha quedado sobradamente demostrado– es precisamente la que da cuerda al eterno reloj de la locura, y yo me niego a participar en un rito tan antiguo y tan macabro. Así que le digo al señor Casado que nanai, que se busque a otro loco, que no cuela, y me vuelvo a la estancia contigua, y a las pastillas, y me ponen la camisa de fuerza mientras pienso en el pobre Patxi, en cómo le he salvado la vida.