lunes, 29 de agosto de 2016

NOS QUEREMOS


       Cuando me dice que me quiere tengo serias dudas, no sobre la sinceridad de sus palabras (siempre cálidas, firmes), sino sobre la naturaleza de sus intenciones: ¿para qué me quiere? ¿Para pasear por el parque o para hablar de literatura? ¿Para tener relaciones sexuales o solamente para admirarme en silencio? ¿Quizás para que la admire yo a ella? ¿Me quiere para ella sola o me quiere compartido? ¿Quiere ella compartirse? ¿Qué quiere exactamente de mí? Cuando dice “te quiero” eso es todo lo que tengo, una afirmación plurívoca seguida de un millar de interrogantes que se niegan a desvelar la amplitud o la pequeñez del mensaje, sus implicaciones últimas. Y entonces contesto “te quiero” casi como si al decirlo yo el asunto quedara claro, la relación definitivamente afianzada, cuando lo cierto es que no nos estamos diciendo la misma cosa o, en cualquier caso, sólo una misma cosa distinta de la otra. Pero lo más curioso del problema es que a ninguno de los dos nos importa demasiado qué puedan ser esas cosas tan distintas, sus razones y las mías, porque llegados a este punto ya nos hemos dicho que nos queremos y aclararlo todo, aunque útil, resultaría fatigoso y poco romántico.

lunes, 22 de agosto de 2016

SUPERSTICIÓN


       Ella entorna los párpados cuando intuye que algo va a salir mal. Lo hace desde siempre, que yo sepa; al menos desde que la conozco. Entorna los párpados y arruga un poco la nariz, como si fuese a estornudar. No me gustó ver ese gesto en nuestra noche de bodas, un gesto que suele ser premonitorio aunque no por ello inmediato, pues la distancia temporal que media entre los párpados entornados y el algo que sale mal se estira normalmente hasta límites insospechados, impregnándolo todo con un aire de inminencia postergada. Así que no sabes si vas a resbalar en la bañera el año que viene, si van a matar a tiros a tu madre la próxima semana, o si a ella le va a dar por abandonarte la mañana siguiente. No se sabe qué, y lo peor no es eso, lo peor es que no se sabe cuándo. Ahí estaba yo, poniéndome en lo peor, que se jodía el matrimonio, que esta cabrona se echaba atrás o algo. No jodas, cari, le digo, y ella que me dice no hago nada, no entorno los párpados, no arrugo la nariz, son cosas tuyas. Y yo que le digo que la he visto, y ella que no, que de eso nada, ya ve usted, la muy puta, jodiendo nuestro matrimonio desde la primera noche, que prácticamente me forzó a abandonar la suite nupcial y ahora se atreve a protestar porque solicito la separación de bienes.

lunes, 15 de agosto de 2016

DRAGONES


       Entonces nos dio por criar dragones, una actividad excéntrica, sí, pero también gratificante y, por qué no decirlo, tan absurda como cualquier otra. El tema empezó a írsenos de las manos con la especulación; ya se sabe, la venta de huevos, que eso todavía no es un dragón ni es nada, pero había mucha gente dispuesta, no sólo a pagar por ellos, sino incluso por los que todavía no eran más que huevos previstos, huevos posibles únicamente en las calculadoras, cuando todo el mundo hacía cuentas con precios, plazos e intereses. El género, mientras tanto, más bien tirando a flojo. Y manga ancha en lo que venía siendo el control sanitario. Había dragones cuyo hálito apenas daba para encender un cigarrillo, dragones deformes, de escamas quebradas, enfermos crónicos… fíjese que algunos ni volaban, pero –uno ya no sabía qué pensar– el negocio seguía tirando, la gente acumulando en los establos huevos de dragón caducados o de pésima calidad, rocas inservibles que jamás eclosionarían. Le juro por lo más sagrado que los dragones dejaron de verse en cuestión de meses y nunca más se supo; nadie montaba a dragón, ni un mísero dragón salvaje en los campos, decían que se los habían llevado los magnates rusos. Y yo empecé a preguntarme si no sería mejor así, porque nunca he acabado de entender para qué sirve exactamente un dragón, porque los dragones son una cosa de tener en una cueva, en una gruta o en las catacumbas de un castillo, aunque esto no lo pudiera uno decir en voz alta, que luego iban y te acusaban de aguafiestas y te negaban el olfato empresarial en este pueblo de ignorantes.
       Ahora estamos con la cría de caballeros y princesas, que tampoco sirven para mucho pero se van vendiendo bastante bien. Aunque nada que ver con el boom de los dragones, que eso fue digno de contárselo a los nietos.

lunes, 8 de agosto de 2016

LA VERDADERA


       Tendría que haber estado allí, me digo, cuando el padre de Martín murió. Siempre he esquivado los velatorios, los funerales y los entierros, los pésames y los chistes más graciosos. Tenía miedo; fui un cobarde. Imaginaba a mi amigo cabizbajo y compungido, los hombros llenos de manos muertas, tiernamente estrujados. Cuentan que, de camino al cementerio, flanqueado por una legión de familiares, Martín se desmayó frente al tenderete de flores de una gitana. Después le compró un ramo y quizás también me echó de menos, justo en aquel momento, o eso me gusta pensar. Quizá se cagó, ya frente a la tumba de su padre, en todos mis muertos, uno por uno, regodeándose; quizás en parte de mis vivos, en los vivos que se mueren, en la gravilla del cementerio, en todo lo cagable. Por qué no estuve allí, me digo.
       Te odié por aquello, me dijo Martín por teléfono hace tan sólo unos días. Te odié de pura envidia, porque nadie debería tener que acompañar a un amigo al cementerio. Te odié en silencio, con una tenacidad constante, entre lápidas y trajes negros. No ha venido, me dije, y hasta tenía ganas de sonreír. Y te quise, te quise tanto que te odiaba. ¿Te acuerdas de aquella vez?, me decía, ¿te acuerdas de cuando juramos no volver a pisar un cementerio? Volvíamos del entierro de Parra. Hablabas de la muerte, del duelo como proceso mental, de la pérdida, de la nada. Cosas tuyas de filósofo. Y a mí me dabas el coñazo porque sabes que soy el único que te lo consiente, pero se me quedó grabado aquello de no volver a un cementerio. Sabía ¿me oyes?, sabía que lo decías en serio. Y te admiré, te envidié, te quise. Sabía que serías capaz. Lo supe. Eres un cabrón, me dijo Martín, te eché de menos. 
       Y colgó el teléfono de repente; sin despedirse, seguramente sonriendo y negándome el turno para tratar de contarle la verdad, lo que yo creo que es verdad, aunque ahora tenga ciertas reservas: que no recordaba aquella promesa, que yo no había estado en el entierro de Parra, que en definitiva soy un cobarde, que lo siento y que lo quiero, y que además soy yo el que lo envidia; quisiera decirle, Martín, te envidio, porque de entre todas las sutiles invenciones que entre los dos hemos ido ideando para salvar nuestra desatenta e inconstante amistad, a lo largo de todos estos años, esta de la promesa inexistente me parece sin duda la más entrañable, la más difícil, la menos previsible, la que nos justifica a ambos, la verdadera. Y tendría que haber estado allí, Martín, allí contigo, lo sé y lo siento, cuando murió tu padre, pagando las flores a aquella gitana, de camino al cementerio, como todos los demás, ahora lo entiendo, tan sólo asiendo tu hombro huérfano con mi mano muerta.

lunes, 1 de agosto de 2016

BOTE DE LUZ


       Ese haz de luz que se difumina en el horizonte, como un bote fluorescente que naufraga, esa luz es mi casa. No sabría explicar por qué es mi casa, pero sé que lo es y basta. Mis hermanos siguen creyendo que si me han internado en este sitio tan blanco y tan horrible es precisamente a causa del bote de luz, pero nunca fueron muy inteligentes mis hermanos, gente gris, no son muy listos, no. Dicen “no”, dicen “no hay luz, Roberto, son cosas tuyas”. Imaginarias, dicen. Porque imagino, por eso me encierran. Porque no les gusta que imagine. Papá también imaginaba, pero a él no lo encerraron. Cambiaba bombillas de sitio, un hombre entrañable. Yo lo quería. Y sé que en esa casa de luz, la que ahora no quieren que yo vea, aguarda el Viejo con una sonrisa de oreja a oreja, ordenando bombillas, cambiándolas de sitio. Ahora entra mi madre, “¿Roberto? ¿Estás bien, Roberto?”, mi madre que sí entiende de luces, pero no tanto de locura. Y yo le digo, mamá, le digo, papá nos está llamando, fíjate, allá, al fondo, papá ha encendido todas las bombillas para nosotros. Sonrío. Y mi madre, quizás asustada, quizás para darnos la razón, deja escapar de sus ojos un par de lágrimas cansadas.