Ese haz de luz que se difumina en el horizonte, como un bote fluorescente que naufraga, esa luz es mi casa. No sabría explicar por qué es mi casa, pero sé que lo es y basta. Mis hermanos siguen creyendo que si me han internado en este sitio tan blanco y tan horrible es precisamente a causa del bote de luz, pero nunca fueron muy inteligentes mis hermanos, gente gris, no son muy listos, no. Dicen “no”, dicen “no hay luz, Roberto, son cosas tuyas”. Imaginarias, dicen. Porque imagino, por eso me encierran. Porque no les gusta que imagine. Papá también imaginaba, pero a él no lo encerraron. Cambiaba bombillas de sitio, un hombre entrañable. Yo lo quería. Y sé que en esa casa de luz, la que ahora no quieren que yo vea, aguarda el Viejo con una sonrisa de oreja a oreja, ordenando bombillas, cambiándolas de sitio. Ahora entra mi madre, “¿Roberto? ¿Estás bien, Roberto?”, mi madre que sí entiende de luces, pero no tanto de locura. Y yo le digo, mamá, le digo, papá nos está llamando, fíjate, allá, al fondo, papá ha encendido todas las bombillas para nosotros. Sonrío. Y mi madre, quizás asustada, quizás para darnos la razón, deja escapar de sus ojos un par de lágrimas cansadas.