lunes, 8 de agosto de 2016

LA VERDADERA


       Tendría que haber estado allí, me digo, cuando el padre de Martín murió. Siempre he esquivado los velatorios, los funerales y los entierros, los pésames y los chistes más graciosos. Tenía miedo; fui un cobarde. Imaginaba a mi amigo cabizbajo y compungido, los hombros llenos de manos muertas, tiernamente estrujados. Cuentan que, de camino al cementerio, flanqueado por una legión de familiares, Martín se desmayó frente al tenderete de flores de una gitana. Después le compró un ramo y quizás también me echó de menos, justo en aquel momento, o eso me gusta pensar. Quizá se cagó, ya frente a la tumba de su padre, en todos mis muertos, uno por uno, regodeándose; quizás en parte de mis vivos, en los vivos que se mueren, en la gravilla del cementerio, en todo lo cagable. Por qué no estuve allí, me digo.
       Te odié por aquello, me dijo Martín por teléfono hace tan sólo unos días. Te odié de pura envidia, porque nadie debería tener que acompañar a un amigo al cementerio. Te odié en silencio, con una tenacidad constante, entre lápidas y trajes negros. No ha venido, me dije, y hasta tenía ganas de sonreír. Y te quise, te quise tanto que te odiaba. ¿Te acuerdas de aquella vez?, me decía, ¿te acuerdas de cuando juramos no volver a pisar un cementerio? Volvíamos del entierro de Parra. Hablabas de la muerte, del duelo como proceso mental, de la pérdida, de la nada. Cosas tuyas de filósofo. Y a mí me dabas el coñazo porque sabes que soy el único que te lo consiente, pero se me quedó grabado aquello de no volver a un cementerio. Sabía ¿me oyes?, sabía que lo decías en serio. Y te admiré, te envidié, te quise. Sabía que serías capaz. Lo supe. Eres un cabrón, me dijo Martín, te eché de menos. 
       Y colgó el teléfono de repente; sin despedirse, seguramente sonriendo y negándome el turno para tratar de contarle la verdad, lo que yo creo que es verdad, aunque ahora tenga ciertas reservas: que no recordaba aquella promesa, que yo no había estado en el entierro de Parra, que en definitiva soy un cobarde, que lo siento y que lo quiero, y que además soy yo el que lo envidia; quisiera decirle, Martín, te envidio, porque de entre todas las sutiles invenciones que entre los dos hemos ido ideando para salvar nuestra desatenta e inconstante amistad, a lo largo de todos estos años, esta de la promesa inexistente me parece sin duda la más entrañable, la más difícil, la menos previsible, la que nos justifica a ambos, la verdadera. Y tendría que haber estado allí, Martín, allí contigo, lo sé y lo siento, cuando murió tu padre, pagando las flores a aquella gitana, de camino al cementerio, como todos los demás, ahora lo entiendo, tan sólo asiendo tu hombro huérfano con mi mano muerta.