Cuando me dice que me quiere tengo serias dudas, no sobre la sinceridad de sus palabras (siempre cálidas, firmes), sino sobre la naturaleza de sus intenciones: ¿para qué me quiere? ¿Para pasear por el parque o para hablar de literatura? ¿Para tener relaciones sexuales o solamente para admirarme en silencio? ¿Quizás para que la admire yo a ella? ¿Me quiere para ella sola o me quiere compartido? ¿Quiere ella compartirse? ¿Qué quiere exactamente de mí? Cuando dice “te quiero” eso es todo lo que tengo, una afirmación plurívoca seguida de un millar de interrogantes que se niegan a desvelar la amplitud o la pequeñez del mensaje, sus implicaciones últimas. Y entonces contesto “te quiero” casi como si al decirlo yo el asunto quedara claro, la relación definitivamente afianzada, cuando lo cierto es que no nos estamos diciendo la misma cosa o, en cualquier caso, sólo una misma cosa distinta de la otra. Pero lo más curioso del problema es que a ninguno de los dos nos importa demasiado qué puedan ser esas cosas tan distintas, sus razones y las mías, porque llegados a este punto ya nos hemos dicho que nos queremos y aclararlo todo, aunque útil, resultaría fatigoso y poco romántico.