jueves, 30 de julio de 2015

INSTRUCCIONES PARA TENER UN HIJO ESCRITOR


      En primer lugar debe usted fecundar a su mujer. Si no la tiene, búsquela preferiblemente en sectores relacionados con la educación o en instituciones de alto rango. No necesariamente atractiva. Imprescindible cariñosa –de imprimir carácter en el vástago ya se ocupará usted–. Si es usted mujer puede plantearse recurrir a la fecundación in vitro. Procure estar presentable el día de la concepción.
        Es importante que su hijo se alimente de leche materna, al menos durante los primeros meses de existencia. Si su primera palabra es “Sartre”, a pesar de arrastrar un poco la erre, va usted por buen camino. Hágase con una buena biblioteca y aguarde pacientemente a que sus libros se cubran de polvo. Juegue con su hijo regularmente y no descarte la idea de causarle algún pequeño trauma infantil: recomendamos un análisis de sangre a cargo de un practicante inepto.
       Cuando su hijo empiece a hablar con fluidez, enséñele a leer y a escribir usted mismo, en su propia casa. Alardee con moderación de sus logros, especialmente si su hijo está cerca y/o rodeado de amistades; lo último que queremos es que deje de percibir sus precoces progresos como algo sujeto a la necesidad. Léale adaptaciones de fragmentos de la Ilíada antes de irse a dormir. Dejamos a su elección el tipo de entonación, pero preferimos un timbre de voz dulce y profundo. Jamás permita que su hijo cierre los ojos con una historia a medio contar. Beso de buenas noches opcional.
    La educación preescolar ha de ser alternada con juegos y excursiones a la naturaleza. Regálele una bicicleta y absténgase de ponerle casco. Cuando le retire las ruedecillas de seguridad dígale que confía en él y que todo va a salir bien. Si se cae, ni se le ocurra ayudarle a levantarse. Si sigue la marcha sin dificultades, asienta levemente con la cabeza, pero ni se le ocurra felicitarlo. Abrácelo, como máximo, un par de veces al día. Su primer libro debe ser un diccionario. Rechace los “pinta y colorea”, que sólo sirven –en el mejor de los casos –para fabricar alumnos de Bellas Artes.
       Cuando el niño llegue finalmente al colegio, haga todo lo posible para que se siente en primera fila. Soborne al Director si es necesario. Infórmese sobre sus compañeros de pupitre, hágase íntimo de sus respectivos padres. Hable todos los días con su hijo sobre lo que ha aprendido en clase. A partir de este momento es importante que usted lea –o simule que lee, nos es indiferente– en el salón o cualquier otro lugar visible de su hogar. Cuando su hijo vuelva a casa del colegio, procure no levantar la vista del libro que sostenga entre sus manos hasta escuchar por tercera vez “¡Papá!” o similares. En todo caso, suspire como si le doliera en el alma interrumpir la actividad. 
       Espere un par de años antes de empezar a esconder monedas entre las páginas de los libros de su biblioteca. Preferiblemente en los de Salgari, Verne o Twain. Anime a su hijo a escribir cartas a la residencia para ancianos donde está su abuela. Corríjalas en su presencia, ponga énfasis en las tildes y las mayúsculas. Si su abuela no está todavía en una residencia envíela allí inmediatamente. Fomente una dieta rica en fósforo, azúcares y potasio. Enseñe a su hijo a nadar, dejando que trague un poco de agua. Dele disgustos a menudo, mostrándose vehemente o malhumorado un par de veces por semana. Primera visita al cementerio.
        Descúbrale los cuentos de Poe cuando cumpla doce años. Haga hincapié en la inconveniencia de que los lea antes de acostarse. Dígale que, después de todo, no ha sido una buena idea recomendarle ese libro. Prescinda de la fórmula “es para mayores”, que suele ser malinterpretada por algunos preadolescentes. Esconda las novelitas de género que puedan quedar en la biblioteca y haga lo posible por ocultar la existencia de Paulo Coelho.
       Lleve a su hijo al cine, pero es importante que acabe yendo él mismo, por su cuenta (preferible) o con amigos. Durante su adolescencia interrumpa la costumbre de dirigir sus lecturas o vigilar sus salidas. Rece para que se enamore. Si además es correspondido intente por todos los medios que la relación fracase. Aprenda a imitar la caligrafía de su hijo y escriba una carta fatal de ruptura para la chica (o chico, si tiene usted suerte) en cuestión. Si a partir de entonces se pasa las horas muertas encerrado en su habitación, regálele un equipo estéreo y algún disco de Elliott Smith. Volumen de la música: medio-alto. Revise sus cajones dos o tres veces por semana, comprobando si hay poemas escritos a mano en los márgenes de las libretas. Si los hubiera descorche una botella de champán y beba con moderación. No le comente nada al chaval. Su mujer puede brindar con usted si así lo desea.
    Háblele de política, pero sin mostrar excesivo entusiasmo. Envenénelo con teorías de ultraizquierda y/o ultraderecha, compórtese como un fanático si responde al tratamiento. Si no lo hace pruebe a confeccionar un mapa de rencillas familiares. Anímelo a tomar café por las noches, avive el insomnio. Algo habrá fallado si cumple los quince sin haber recurrido ocasionalmente a algún tipo de tranquilizante y/o ansiolítico. Si es fuerte de carácter, reduzca su paga semanal.
       Considere la nada desdeñable opción de internar a su hijo en un colegio privado. En caso de hacerlo, muéstrese comprensivo con sus nuevos hábitos, que podrían (deberían) incluir el consumo de tabaco y/o bebidas alcohólicas. Sea benevolente durante las vacaciones estivales. Su rendimiento académico, alto o bajo, no debe ser tenido en cuenta ni positiva ni negativamente. Fíjese más bien en su aspecto físico, en su forma de vestir –coqueta a la par que desgarbada, en el mejor de los casos–, en sus granos. Si lo juzgara inmaduro, oblíguelo a viajar a Venecia, París o Viena. Si ha alcanzado un notable nivel de madurez arréglele un empleo a media jornada, a ser posible en la Redacción del periódico local, y no deje de prestar atención a los siguientes

Indicios de progreso:
-Pérdida o encanecimiento del cabello.
-Humor inestable y/o cambiante.
-Masa muscular atrofiada.
-Gusto estético por los acantilados.
-Migrañas regulares, con o sin sudoración.
-Hostilidad hacia los autores/as de literatura popular.
-Delirios de grandeza.

Del mismo modo, procure corregir los siguientes

Signos de empeoramiento:
-Falta de ambición y/o autocrítica.
-Relaciones regulares con otros escritores/as de su misma edad.
-Excesivas muestras de admiración hacia escritores/as vivos/as.
-Gusto estético por los claveles.
-Falta de lápices convenientemente afilados en su habitación.
-Gran cantidad de amigos/as.
-Regularidad y esmero en el aseo personal.

       Si al cumplir los dieciocho su hijo todavía no ha escrito nada, es posible que usted haya fracasado. Enciérrese en su dormitorio y discuta con su mujer la posibilidad de ir a por el segundo. Repita entonces el proceso con pequeñas variaciones, cambiando, por ejemplo, la Ilíada por la Odisea. A su hijo mayor siempre podrá recluirlo en el hospital psiquiátrico más cercano. Vaya a visitarlo de vez en cuando y, llegado el momento, discúlpese, llore, gima. Desahóguese, buen hombre.
       Nunca olvide que los hijos escritores están sobrevalorados, y que resulta infinitamente más fácil –y más práctico– tener un hijo Arquitecto o Abogado.

jueves, 23 de julio de 2015

LOS FELICES


       La finca tiene una extensión de dos kilómetros cuadrados; una herencia familiar de las de antes, un terreno como Dios manda. Cholo y Lara construyen una casa en el centro y deciden irse a vivir allí antes de que termine el año. Esta noche han quedado para cenar con algunos amigos a los que, irremediablemente, tendrán que dejar de ver tan a menudo como hasta ahora. Vivirán en cierto modo aislados –un sueño de juventud– en su casita en medio del monte. Tienen coche, sí, pero intuyen que, sobre todo los primeros meses, el acondicionamiento de la finca y de la propia casa les robará casi por completo su tiempo de ocio. Será el fin provisional de las noches de cine, de las visitas a los museos, de las tertulias en cafeterías, de los teatros y las exposiciones. Un hiato indefinido. Cholo sabe que Lara echará de menos la vida en la ciudad. La observa ahora, mientras ella pone la mesa. Los invitados están al caer. Será, con toda seguridad, la última cena que organizan en el piso.
       El primero en llegar es Hipólito, que trae consigo una botella de Burdeos y algunos libros que Cholo y Lara le habían prestado y que siempre olvidaba devolver. Ellos le ofrecen una copa de Albariño, dándole conversación en el salón, hasta que suena el portero automático. Son Virginia y Jesús. Fuman muchísimo. Apestarán la casa con tanto humo y Cholo forzará (sólo al principio y a modo de indirecta) una tos ridículamente afectada que no sólo no surtirá efecto, sino que además encenderá la ira de Lara, mucho más tolerante que su marido. Telmo es el último en llegar. Trae pasteles variados.
         Los cuatro invitados ocupan sus respectivos asientos en la mesa del comedor mientras Cholo y Lara ultiman los preparativos en la cocina. Cuando se unen al resto, y tras haber colocado convenientemente las bandejas de canapés, los anfitriones dan por inaugurada la cena lanzando una fecha: última semana de Noviembre. Faltan doce días. Después sirven la sopa.

       Cuando la pareja se instala definitivamente en la casita todo son problemas. El sistema de riego está estropeado, las malas hierbas y la maleza llegan hasta el porche, los cortes del agua y de la luz son constantes, los murciélagos campan a sus anchas en el desván y los árboles que meses atrás plantaron en las lindes no llegan ni siquiera a arbustos. Sin embargo, tanto Cholo como Lara saben que han venido precisamente a eso: a trabajar en y para su nuevo hogar, a deslomarse para hacer de él un lugar apacible en que vivir. Así que preparan una excursión al pueblo más cercano y compran hachas, compran carretillas, compran abono, compran mangueras, compran comida y herramientas, y entonces vuelven a la casita en medio del monte y trabajan, ella dentro, él en el terreno (que todavía no podemos llamar jardín), y terminan la jornada agotados, pensando que tras todo ese esfuerzo tendrán que trabajar al día siguiente, no sólo en la casa, sino además en sus respectivos empleos.
       Dos meses después la casa está medianamente adecentada. Han acondicionado la mayoría de las habitaciones, desatascado la chimenea y limpiado de rastrojos el perímetro de la edificación. Cuando Cholo encuentra por fin el momento de leer un buen libro en el salón recién pintado, Lara lo observa incrédula, “Hay mucho que hacer”, le dice en tono agresivo. “No nos hemos mudado aquí sólo para trabajar”, contesta él sonriendo. Lara no sonríe. “Sólo quiero que seamos felices. Ser, al menos, tan felices como cuando vivíamos en la ciudad”, replica.

       Cholo se despierta últimamente a las cuatro de la madrugada con una extraña voz resonando en su cabeza: “Estoy triste y solo”, dice. Aunque admite variaciones. Algunas veces es “Estoy muy triste y muy solo”, o “Estoy solo y triste”, o incluso “Estoy solo, triste”. Después vuelve a dormirse casi de inmediato. Si no lo consigue, toma una infusión y pasea por su habitación hasta que le vence el sueño.
       Le comenta todo esto a su psiquiatra, aclarándole que la hora no varía y que es eso lo que le preocupa realmente. Éste le explica algo relacionado con los ciclos del sueño y finalmente le receta las pastillas de siempre, sin dar mayor importancia a su nuevo problema.
       Cholo asume que ni está triste ni está solo, y que tampoco es suya la voz que resuena en su cabeza cada noche. Acude en la profundidad del sueño y le transporta vertiginosamente a las fronteras de la vigilia, con su tono lastimero, una voz grave y rasposa que no sabe de dónde viene. “Es el subconsciente”, dice a veces Lara, preocupándolo más todavía. Un subconsciente puntual como un reloj. Eso sí que es para asustarse, piensa Cholo.
       Le recuerda en cierto modo a la voz de su abuelo, que murió hace cinco años mientras trabajaba en esa misma finca; un golpe de calor, por lo visto. Fulminante. Pero como no cree en espíritus –ni siquiera cree demasiado en la psicología– prefiere pensar que esa voz será algún día la suya. Ahora está sencillamente desubicada; es una cuestión de temporalidad. Cuando Lara se harte definitivamente de sus manías, la voz empezará a cobrar sentido.
       O puede que no, puede que la voz, aun siendo suya, venga del pasado. Que sea su voz de niño, un niño extrañamente adulto que siempre fue muy exigente a la hora de socializar. Un niño que, efectivamente, estaba triste y solo, que se enorgullecía de estarlo y no entiende o no asume que ya no lo está, que de algún modo ha sido premiado, ya maduro, con una felicidad compartida e inesperada.
       Mientras, en la ciudad, Hipólito, Telmo, Virginia y Jesús siguen citándose periódicamente para cenar, para ir al cine o para tomar el café. Hipólito sigue siendo un desastre vital, Virginia y Jesús no han dejado de fumar, y Telmo sigue pensando que una bandeja de pasteles es el mejor postre posible. De vez en cuando se preguntan qué habrá sido de los felices en su casita en medio del monte. Alguna vez los llaman por teléfono, pero Lara siempre está muy ocupada y Cholo nunca tiene ganas de hablar.

jueves, 16 de julio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (XIII)


            Dudón de Elis

       Los escépticos conformaron la cuarta y última de las grandes escuelas del mundo helenístico. Eran gente desconfiada, precavida y atormentada, pues tenían siempre presente que alcanzar el verdadero conocimiento es una empresa ilusoria, cuando no una pérdida de tiempo. Dudón de Elis fue uno de los socios fundadores. Murió en el siglo III a. de C.
       A Dudón le debemos la expresión “dudar hasta de la propia sombra”, pues retaba a sus amigos a demostrar la existencia o el conocimiento de cualquier cosa. Cuando alguno de ellos trataba de esgrimir sus argumentos, el escéptico se apresuraba en contestar: “¿Y eso tú cómo lo sabes?”, dejándole totalmente desarmado. Si éste replicaba que lo había visto con sus propios ojos, Dudón ponía en duda la vista. Si objetaba que todo el mundo estaba de acuerdo, Dudón ponía en duda la opinión generalizada. Eran discusiones muy aburridas, perdidas de antemano. Pero un día nuestro escéptico tuvo que reconocer que se equivocaba.
       Aquella mañana, Dudón visitó a Esdemo, uno de sus discípulos. Éste le contó apenado que su mujer había muerto la noche anterior. “¿Estás seguro de que está muerta?”, dijo aquél. Esdemo, acostumbrado a las argucias dialécticas de su maestro, rehusó contestar y señaló con indignación la habitación donde yacía el cadáver. Dudón se internó en la casa y volvió al cabo de un rato. No dijo nada. “Dime ¿cómo puedo dudar de que mi mujer haya muerto? ¡Reconocerás ahora que estás equivocado!”, dijo Esdemo. El escéptico respondió: “Reconózcolo. Creí que eras un buen discípulo, pero estaba equivocado. Ésa no es tu mujer”.
        En efecto, Esdemo se había emborrachado la noche anterior y, por lo visto, había seducido a una desconocida que murió, tras los abrazos, de madrugada. Así, Dudón tuvo que asumir una única certeza en su vida: la estupidez de Esdemo. Y dicen que ni siquiera de esto estaba seguro.

lunes, 13 de julio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (XII)


           Estoikón

       Principal fundador de la escuela que lleva su nombre, Estoikón representa a la perfección el ideal del sabio imperturbable, aquel que ha de soportar con dignidad y resignación los padecimientos con que la vida nos pone a prueba.
      Los estoicos solían iniciar su aprendizaje con un sometimiento voluntario y continuado a sucesivos tipos de tortura, todos ellos diseñados por el propio Estoikón. De entre los alumnos que superaban la prueba (consistente en no derramar una sola lágrima durante el transcurso del tormento), el filósofo escogía a los tres mejores para incluirlos en su Plan Educativo Superior. Pero claro, a medida que la escuela iba ganando prestigio, Estoikón se veía forzado a perfeccionar sus técnicas de tortura a fin de dificultar la entrada a los menos preparados. Son cosas de la oferta y la demanda.
       Cuando el listón estaba ya demasiado alto como para que ningún aprendiz quisiera entrar a formar parte de la secta de los estoicos –ya se habían cubierto casi todas las plazas–, un joven llegado de Citio se empeñó en hacer el examen de ingreso. Así, fue sometido a los peores suplicios conocidos por el hombre (y con “el hombre” queremos decir aquí Estoikón, pues nadie antes ni después de él puso en práctica tales malevolencias), pero, cumpliendo con el básico requisito, no derramó una mísera lágrima. “Esto ya es algo personal”, pensó el maestro estoico alternando los más sofisticados métodos de resquebrajamiento físico y moral, aquellos que reservaba para ocasiones como esta. Se cuenta que algunos de los testigos –los que no vomitaban en las esquinas de la sala o caían desmayados– pidieron clemencia con lágrimas en los ojos, esas mismas lágrimas que se resistían a brotar del alma del joven de Citio.
       Finalmente Estoikón tuvo que aceptar, a regañadientes, al nuevo alumno. Se llamaba Zenón de Citio y pasará a la historia no sólo como uno de los más importantes estoicos, sino también –en el campo de la medicina– como el primer y único filósofo desprovisto de glándulas lacrimales.

jueves, 9 de julio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (XI)


           Hedocuro

       Desde aquel día aciago en que sufrió en sus propias carnes un terrible cólico nefrítico, Hedocuro (s. IV-III a. de C.) redujo sus pretensiones filosóficas a un único precepto: buscar el placer y alejar el dolor. Ignoramos si el mérito de este descubrimiento debe atribuírsele a él mismo o más bien a la falta de analgésicos en la isla de Samos.
      Hallándose aún convaleciente, Hedocuro decidió comprarse un terreno ajardinado, pues tenía la firme creencia de que mudándose a un entorno más tranquilo podría acelerar el proceso de recuperación. Éste fue el primero de sus errores: al cabo de pocas semanas sus amigos visitaron el emplazamiento y, con la excusa de animarle, transformaron su idílico jardín en escenario habitual de orgías y banquetes. Hedocuro, que jamás había sentido la llamada del desenfreno, trató de advertir a sus compañeros sobre la importancia de saber distinguir el placer (magnífico y saludable) de la lujuria (execrable y dañina), pero claro, la presión de grupo es un arma mortífera en estos casos –sobre todo porque son especialmente tentadores–. Así fue cómo Hedocuro cometió el segundo de sus errores: ceder a las innobles peticiones de los ocupantes de su jardín participando, como uno más, en los juegos sexuales más perversos y las comilonas más pantagruélicas.
      ¿Hemos dicho como uno más? Aclaremos esto: Hedocuro se convirtió con el tiempo, y aun en contra de su voluntad, en el peor de todos. Su fama de vicioso no dejaba de aumentar en la región. No podemos sino imaginarnos al pobre filósofo arrepintiéndose de sus actos, llorando en medio de aquella vorágine de obscenidades, gritando “¡Detenedme, no me puedo controlar!”, pero principalmente preguntándose si, para mayor vergüenza, su obra no sería identificada en un futuro con ese mismo modo de vida que él denostó desde el principio. Y lo peor era estar rodeado de esa gente sonriente y lasciva que después de todo no había entendido nada, esa gente que quizás hubiera encajado mejor en la secta de los epicúreos, esa horda de libertinos insaciables.

lunes, 6 de julio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (X)


            Coprótenes

       Si Diógenes vivía en un tonel, Coprótenes pasaba las noches directamente al raso. Si Diógenes comía desperdicios, Coprótenes ayunaba durante días. En la confluencia de ambos filósofos, sobre todo en lo relativo a sus costumbres, encontramos la más curiosa de las rivalidades en materia de austeridad de todo el mundo helenístico.
       Coprótenes se desligó tempranamente de la escuela cínica por considerarla en exceso derrochadora. A partir de entonces dedicó su vida a predicar con el ejemplo –técnica que incluía ridiculizar al maestro de los cínicos, el propio Diógenes–. Así, cuando éste imploraba a sus amigos algo de comida, Coprótenes se burlaba de las necesidades de su rival mostrándole las raíces que iban a servirle de alimento. En otra ocasión, hallándose ambos exhaustos tras una larga caminata, nuestro filósofo propuso a Diógenes un juego: ganaría aquel que consiguiera renunciar a beber agua en las horas siguientes. Esa vez ganó el cínico por dos días de diferencia.
        Desde aquel momento Coprótenes se impuso el deber de aventajar a Diógenes en sencillez de una vez por todas. Una mañana, viendo que su rival había prescindido definitivamente de cualquier tipo de vestimenta, a nuestro filósofo se le ocurrió no sólo desnudarse, sino además ingerir sus propias heces a modo de desayuno, alardeando de este modo de una estricta autosuficiencia y convirtiéndose en el acto en el primer coprófago de la historia.
       Diógenes no tuvo más remedio que aceptar la evidente derrota. Coprótenes, por su parte, falto ya de alicientes en su escalada hacia la austeridad perfecta, asumió sus recientes costumbres como locuras de juventud y se recicló como filósofo hedonista. Tal actitud, frecuentemente interpretada como transformación radical de su pensamiento, resultaba –al menos para él– coherente con sus convicciones: uno tiene que ser capaz de prescindir de todo, incluso de la vida sencilla. Pasó sus últimos días en el jardín de Hedocuro, que vivió en la página siguiente.

viernes, 3 de julio de 2015

FILOSOFÍA FICTICIA EN EL MUNDO ANTIGUO (IX)


       Morfíteles

       Morfíteles (siglo IV a. de C.) se ha hecho un hueco en la historia de la filosofía como el mejor de los discípulos de Platón. Su interpretación radical del “término medio” –noción torpemente esbozada por su compañero Aristóteles– es sin duda una de las cumbres de su pensamiento.
       Sostenía Morfíteles que los extremos, especialmente en el ámbito de la moral, resultan perniciosos para el ser humano. De este modo la bondad –que no deja de ser el extremo de una línea recta que en sentido inverso nos conduce a la maldad– se nos presenta como una virtud altamente desaconsejable. Asumido este precepto, la propuesta ética de nuestro filósofo es clara y diáfana: si hemos de guiarnos por el término medio, nuestras acciones no deben aspirar al bien o al mal, sino sencillamente a esquivar ambos farsantes.
       Famosa es la anécdota recogida por Dionecio, en la que se nos narra el encuentro de Morfíteles con un ilustre escultor ateniense que presumía de realizar las mejores obras de toda Grecia:
       << (...) y encontrándose más tarde en compañía del artista, Morfíteles tuvo la impresión de que su escultura era demasiado buena. “Por eso que tú me reprochas me he ganado el respeto de tiranos y gentes de bien”, se burló aquél. Morfíteles cogió entonces un martillo y golpeó con él la superficie del busto antes de que el escultor pudiera detenerlo. Cuando éste, viendo la obra destrozada, le recriminó su acción, el filósofo contestó así: “¡¿A qué tanto alboroto, si precisamente te he librado del respeto de tiranos y gentes de bien?!” >>[1].
       Morfíteles murió a causa de una sobredosis de cicuta. Su intención era ingerir la cantidad justa y necesaria de veneno para entrar en coma –estado que, como todos sabemos, representa el término medio entre la vida y la muerte–. Erró. 


[1] DIONECIO. Vidas de los filósofos olvidados. Madrid, Fuga crítica, 1984.