jueves, 28 de mayo de 2015

DOS ENCUENTROS (2)


1.      GINÉS SE ENCUENTRA CON GUILLERMO

        Me cruzo con Guillermo a la entrada del metro. Llevo muchos años sin verle y me sorprende encontrarle tan demacrado, a pesar de que vaya bien vestido y afeitado. Le cuento que en la editorial todo va viento en popa, que me he casado, que tengo dos hijos. Todo esto con el único objetivo de abrumarle, para sacármelo de encima. No da resultado. Dice que me invita a un café, que se alegra mucho de verme.
       Guillermo y yo fuimos compañeros de trabajo. Cenamos juntos un par de veces, cuando los pedidos de la editorial nos sobrepasaban; compañía forzosa para las noches de oficina. La primera vez pedimos unas pizzas; la segunda llamamos a un tailandés –terrible comida, la tailandesa–. A Guillermo le echaron a la calle en un recorte de plantilla, hará cosa de diez años. Supongo que se acomodó demasiado en su puesto. Mientras yo trataba de lanzar a algunos autores noveles que con el paso del tiempo acabaron en Anagrama, Mondadori o Alfaguara, Guillermo parecía más interesado en medrar dentro de la empresa. Y claro, tenía que hacerlo todo yo; él carecía de iniciativa, de olfato, y solía maquillar sus errores amparado en la confianza que depositaba en nosotros la directiva. Después llegaron las vacas flacas. Aunque sentí lástima por él, en cierto sentido me alegró constatar que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Guillermo y yo nos perdimos la pista.
       Entramos ahora en una vieja cafetería de la calle Alcalá. Guillermo pide un café con leche en la barra (“Otro para mí”, digo yo) y nos sentamos en una de las cinco mesas del minúsculo local. Como no sé muy bien qué decirle, aguardo a que quede inaugurada la tanda de obviedades (“Te has dejado barba”, me dice, o “Tenía ganas de hablar contigo”, sigo yo por cortesía). Pero sobre todo nos miramos, nos observamos el uno al otro sabiendo que no nos conocemos prácticamente de nada, que el respeto que nos guardamos excluye totalmente al cariño, que nos hace gracia vernos, pero sólo para comprobar que los dos seguimos vivos.
       Me pregunta por el nuevo dueño de la editorial. Guillermo sabe que odio hablar de trabajo. Es un tema que me hace sentir mal, un ególatra lugar común que mucha gente aborda sin pudor, como si la estabilidad del propio empleo fuese una prueba irrefutable de que el Universo tiene sentido y finalidad, de que todo marcha según lo previsto. Le digo que me han destinado a Ventas y que el cabronazo de Mandiaga ha tenido mucho que ver en eso. La verdad es que le debo la vida por todo lo que ha hecho por mí. Mandiaga es mi nuevo jefe, estoy encantado con él. Nos sirven los cafés.
       Me cuenta que no le costó demasiado encontrar trabajo en el sector de la traducción –yo le recuerdo, estupefacto, su incapacidad para el francés; él se encoge de hombros–. Me dice el nombre comercial de la agencia (“La conozco, la conozco: os estáis abriendo hueco, mucha presencia aquí en Madrid”, digo, sobre todo para que se anime a seguir contando y así averiguar de dónde sale esa gente, porque la agencia no me suena de nada). Mentiría si digo que me aburro. Cuando se pierde el contacto con una persona durante tantos años, lo único que puede animar el reencuentro es una puesta al día integral que excluya –en la medida de lo posible– los “viejos tiempos”, que son, en realidad, la enésima estrategia que ponemos en marcha para tergiversar nuestro pasado, para dulcificarlo impunemente. Trampas de la existencia.
      Me comenta los últimos logros de Casales, un joven autor que ayudé a lanzar en la editorial y que acaba de recibir el premio Nadal. Tenía entonces diecinueve años. Un niñato. Pero confié en su potencial, dándole la oportunidad de publicar su primera novela. “Tú estabas muy reticente. Tuve que pelear mucho para convencerte”, le digo a Guillermo. Y de todos modos lo hubiéramos publicado, pero esto no se lo digo. Fue mi primera victoria, la que me permitió prescindir del criterio de Guillermo. Era muy estúpido Guillermo. Cuando tenía un pálpito no había manera de hacerle entrar en razón. Creyó que por culpa de Casales nos íbamos a arruinar. Sonrío.
       Nos cansamos rápidamente de este tipo de anécdotas.
      Con el segundo café se van terminando los temas de conversación. Nos aburrimos el uno al otro, dejando ahora a un lado batallitas y nostalgias, bien amarrados al presente. Me repito por necesidad, vuelvo a hablarle de mi mujer, de mis hijos, de los nuevos compañeros de trabajo, de la hipoteca. Guillermo me cuenta que sigue con Alicia, pero que por el momento no han pensado en casarse. Me sorprendo –no sé si porque hace menos de una semana que me acosté con ella, porque me aseguró entonces que ya no soportaba a Guillermo o por ambas cosas–. Supongo que los dos experimentamos una extraña sensación de vértigo al comprobar que los años pasan y que ya no somos los mismos, a pesar de seguir yo en la editorial, a pesar de seguir él enamorado de Alicia. Los mismos viejos restos del decorado para gente ya distinta, un decorado que quizás debería haber cambiado con nosotros. Pero siempre hay algo que permanece.
       Le pregunto por ella, por Alicia. Sé que contestará con una sarta de mentiras, que nunca se le dio del todo bien asumir su situación. Es posible que ella le odiara.
      La conocimos en un simposio de literatura juvenil, cuando él aún trabajaba en la editorial. Ella representaba entonces a un escritor interesante, uno de esos cuentistas que recuperan el legado de Antoine de Saint-Exupéry para hilar sus propias fantasías poéticas. Un digno profesional, vamos. No así ella, que hacía sin éxito sus pinitos como representante. No tardé en descubrir que no cobraba por sus servicios, y que si representaba a ese autor era sencillamente porque quería aprender cosas de él, quizás fueran amantes. Era (sigue siendo) guapísima, inteligente, generosa. Pero qué quieren que les diga, no es la mujer de mi vida.
      Me dice Guillermo que Alicia está bien, que está viviendo un momento profesional muy dulce, que precisamente está llevando los derechos de publicación de los libros de Casales en el extranjero. Sonrío. Supongo que intuye que a mí no puede engañarme y espero, entre divertido y apenado, a que concluya la farsa.

lunes, 25 de mayo de 2015

DOS ENCUENTROS (1)


1.      GUILLERMO SE ENCUENTRA CON GINÉS

        Me encuentro con Ginés a la salida del metro. Llevo muchos años sin verle y me sorprende que siga tan joven, a pesar de que vaya trajeado y se haya dejado barba. Me cuenta que en la editorial todo va viento en popa, que se ha casado, que tiene dos hijos (Santiago y Bernabé), que su mujer hace pilates. Asiento entusiasmado a todas las novedades mientras buscamos una cafetería en la que guarecernos de la lluvia.
      Ginés y yo fuimos bastante amigos de jóvenes. Solíamos cenar juntos cuando los pedidos de la editorial nos sobrepasaban, forzándonos a permanecer en la oficina hasta muy tarde. Entonces pedíamos unas pizzas o llamábamos a un tailandés –a él le encantaba la cocina exótica–. A mí me echaron a la calle en un recorte de plantilla, hará cosa de diez años. Publicamos juntos, como miembros del Comité de Selección de Manuscritos, a algunos autores noveles que con el paso del tiempo acabaron en Anagrama, Mondadori o Alfaguara. Hacíamos un buen equipo; teníamos olfato y apostábamos con el corazón, amparados en la confianza que depositaba en nosotros la directiva. Después llegaron las vacas flacas. Me reciclé como corrector de textos en una agencia de traducción. Ginés y yo nos perdimos la pista.
       Entramos ahora en una vieja cafetería de la calle Alcalá. Pido un café con leche en la barra (“Otro para mí”, dice Ginés) y nos sentamos en una de las cinco mesas del minúsculo local. Como no sabemos muy bien qué decirnos, nos ponemos al día a base de comentarios inconexos y obviedades varias (“Te has dejado barba”, empiezo yo, o “Tenía muchas ganas de hablar contigo”, sigue él). Pero sobre todo nos miramos, nos observamos el uno al otro sabiendo que nos conocemos, pero no tanto como antes, que nos guardamos cierto cariño, aunque atenuado por el paso de los años, que nos alegramos de vernos, pero quizás de una forma un poco forzada.
       Le pregunto por el nuevo dueño de la editorial. A Ginés siempre le gustó hablar de su trabajo. Es un tema que mucha gente esquiva, pero que a él le hace sentir bien, como si la estabilidad del propio empleo fuese una prueba irrefutable de que el Universo tiene sentido y finalidad, de que todo marcha según lo previsto. Me dice que le han destinado a Ventas y que “El cabrón de Mandiaga ha tenido mucho que ver en eso”. Mandiaga es su nuevo jefe. Nos sirven los cafés.
       Le cuento que no me costó demasiado encontrar trabajo en el sector de la traducción –él me recuerda, entre bromas, mi incapacidad para el francés; yo asiento divertido–. Le doy el nombre comercial de la agencia (“La conozco, la conozco: os estáis abriendo hueco, mucha presencia aquí en Madrid”, dice). Se aburre, lo noto. Y yo también. Cuando se pierde el contacto con una persona durante tantos años, lo único que puede animar el reencuentro es una insana vuelta atrás, un revisitar los “viejos tiempos”, que es, en realidad, la enésima estrategia que ponemos en marcha para tergiversar nuestro pasado, para dulcificarlo impunemente. Trampas de la existencia.
       Le comento las últimas andanzas de Casales, un joven autor que ayudamos a lanzar en la editorial y que acaba de recibir el premio Nadal. Tenía entonces diecinueve años. Un niñato. Pero confiamos en su potencial, dándole la oportunidad de publicar su primera novela. Ginés me corrige enseguida: “Tú estabas muy reticente. Tuve que pelear mucho para convencerte”. Tiene razón. Fue nuestra primera victoria, pero más suya que mía. Era muy cabezota Ginés. Cuando tenía un pálpito no había manera de pararle los pies. Le recuerdo esto último. Sonríe.
        Nos recreamos un buen rato en este tipo de anécdotas.
       Con el segundo café nos vamos soltando. Nos sinceramos, dejando a un lado batallitas y nostalgias, bien amarrados al presente. Ginés vuelve a la carga con su mujer, con sus hijos (Santiago y Bernabé), con los nuevos compañeros de trabajo, con la hipoteca. Le cuento que sigo con Alicia, pero que por el momento no hemos pensado en casarnos. Se sorprende –no sé si por lo primero, por lo segundo o por ambas cosas–. Supongo que los dos experimentamos una extraña sensación de vértigo al comprobar que los años pasan y que ya no somos los mismos, a pesar de seguir él en la editorial, a pesar de seguir yo con Alicia. Los mismos viejos restos del decorado para gente ya distinta, un decorado que quizás debería haber cambiado con nosotros. Pero siempre hay algo que permanece.
       Me pregunta por ella, por Alicia. Sé que lo hace por cortesía, que nunca le cayó del todo bien. Es posible que la odiara.
       La conocimos en un simposio de literatura juvenil, cuando yo aún trabajaba en la editorial. Ella representaba entonces a un escritor deleznable, uno de esos incompetentes que invocan a Antoine de Saint-Exupéry para justificar sus propias cursilerías pretendidamente poéticas. Para matarlo, vamos. No así a ella, que enseguida me pareció un encanto. No tardé en descubrir que si representaba a ese escritorzuelo era sencillamente porque le daba poco trabajo y pagaba bastante bien. Era (sigue siendo) guapísima, inteligente, generosa. Pero qué quieren que les diga, si es la mujer de mi vida.
       Le digo a Ginés que Alicia está bien, que está viviendo un momento profesional muy dulce, que precisamente está llevando los derechos de publicación de los libros de Casales en el extranjero. Sonríe. Supongo que intuye que trabajamos en equipo, y no va del todo desencaminado.

lunes, 18 de mayo de 2015

PRIMER VIAJE


       Cibrán acaba de sacarse el carnet de conducir. No es algo de lo que se sienta especialmente orgulloso, pero se dice a sí mismo que por lo menos es útil: en caso de emergencia podría llevar a algún conocido hasta el ambulatorio –por poner un ejemplo de abuela–. Su padre le convence de la importancia de mantener el hábito de la conducción al tiempo que le propone monitorizar sus primeras salidas. A las cuatro de la tarde están los dos en el garaje, frente al sedán familiar, dispuestos a compartir ese primer viaje que es todo un rito de iniciación temido por algunos hijos y ansiado por ciertos padres.
     Cibrán se siente un poco descolocado al entrar por la puerta del conductor, una sensación que oscila entre el poderío freudiano y el terror más absoluto. Hoy manda él. Su padre dice “Ponte el cinturón, hijo”. Cibrán obedece contrariado porque odia que le digan lo que él ya sabe que debe hacer. Después termina de orientar los espejos retrovisores, enciende el motor y baja lenta, firmemente, el freno de mano.
       Su hermano mayor ya se lo había advertido: “No es tan fácil sacar el coche del garaje, chaval”. Siempre animando, su hermano. En efecto, la cuesta que los separa del mundo exterior es realmente endemoniada; empinada, en curva, estrecha hasta rozar el ridículo. Todo un reto para Cibrán, que mete primera y poco a poco va levantando el pie izquierdo del embrague, comprobando que el coche de prácticas de la autoescuela (utilitario y diesel) no tiene nada que ver con el enorme turismo que ruge ahora, intimidante, bajo su inexperto trasero. Y claro, al primer acelerón el coche se cala.
       Su padre suspira, se hace el silencio en el interior del vehículo. “No te preocupes, hijo; vuelve a encender y dale gas mientras subes despacito el embrague. Esto nos ha pasado a todos”. Cibrán asiente avergonzado y obedece. Esta vez saca el coche muy lentamente de la plaza de garaje y gira a la derecha para enfilar la curva que conduce a la cuesta de salida. Entonces, ya frente al enemigo fatal, su padre le da las indicaciones que les conducirán al exterior: “Esta salida es muy puta, Cibrán. Ábrete todo lo que puedas ahora, de lo contrario rozamos. Y písale bien después de la primera maniobra, que hay mucha pendiente; pero gira al mismo tiempo, gira mucho, que al principio la curva es más cerrada. Pégate a la derecha entonces, que ya abro yo la puerta del garaje con el mando a distancia. Y sobre todo, que no se te cale el coche mientras esperamos que se abra: que no se te vaya para atrás, por Dios”.
       Cibrán no entiende nada. Se pregunta cómo puede ser tan difícil sacar un coche de un garaje, se dice que no puede ser ni la mitad de difícil que sacarse la carrera de medicina. Recuerda cuando, siendo niño, su padre le enseñaba a hacer castillos de arena en la playa. Cibrán no entendía que la arena tuviera que estar húmeda para adquirir consistencia, así que la destreza de su padre le parecía a él una cosa de otro mundo.
       “¡No, no, no! Vuelve atrás, tienes que entrar más ladeado. Así rozamos seguro”. Cibrán mete marcha atrás y, quizás porque empieza a ponerse nervioso, olvida mirar por el espejo retrovisor. Por suerte, su padre no se da cuenta. “Vale; dale ahora”. Tras un brusco acelerón la entrada es buena. Ahora falta lo más difícil: maniobrar al tiempo que el coche escala la pendiente. Pero en ese momento se abre la puerta del garaje.
       Es Santi (más bien el morro de su automóvil), el vecino del tercero izquierda, que vuelve de trabajar. El padre de Cibrán da orden de volver a ocupar la plaza –el pasillo es demasiado estrecho– hasta que Santi, que ahora les saluda por la ventanilla, haya aparcado el coche en la suya. “Y rapidito, que no tenemos por qué hacerle esperar”.
       Cibrán piensa que esto último ya sobra. No tiene doce años, no está haciendo los deberes, no le han quedado tres para septiembre. Está conduciendo, acaba de sacarse el carnet, se merece un mínimo de respeto, de consideración, de apoyo. ¿No tenemos por qué hacerle esperar? ¡Soy yo el que no tiene por qué aguantar esto! Eso debió haberle dicho a su padre, eso quiso decir. Pero no lo hizo.
       Cuando Santi desaparece del garaje, el padre de Cibrán indica con una seña que es el momento de reanudar la salida. Pero su hijo está ya completamente desconcentrado, lo nota. Sabe que sería un peligro dejarle conducir en estas condiciones. Así, se ofrece a sacar el coche del garaje en su lugar. Cibrán se niega y, llevando su mano derecha a la llave de contacto, enciende el motor, baja el freno de mano, pone el intermitente, maniobra suavemente, acelera con cuidado, se planta frente a la cuesta, se abre hacia la derecha, todo lo que puede, con destreza, firmemente, vuelve a acelerar, levanta el embrague, asciende, asciende, gira ahora a la izquierda, sin prisa, sin dejar de acelerar, prestando atención a las columnas amenazantes, endereza ahora la dirección, indicando a su padre que es el momento de abrir, con el mando, la puerta del garaje. El mando no aparece. “¿Cómo que no aparece, papá?”. El padre de Cibrán busca en la guantera, pero su hijo avanza ya hacia el botón de apertura manual, baja la ventanilla, arrima el coche, pulsa el botón, mantiene el motor en marcha (“No te cales”, piensa, “ni se te ocurra calarte”). La puerta termina de abrirse. Unos instantes más tarde, la luz del sol atraviesa la luna delantera.
       Sin tiempo siquiera para sentirse orgulloso, Cibrán pone el intermitente y se incorpora a la carretera. Su padre ha dejado de darle instrucciones, le deja hacer y enciende la radio. Suena una canción de Shakira. “Baja el volumen, papá”. Mejor sin música.
       Cuando llegan al centro de la ciudad, abrumados por el atasco, deciden aprovechar una rotonda para dar media vuelta. Un conductor despistado los embiste en mitad de la curva; nada grave, una pequeña abolladura en el guardabarros trasero. El padre de Cibrán sale del coche para comprobar los daños, encolerizado, increpando desproporcionadamente al dueño del vehículo. Atento a la lamentable escena, Cibrán permanece a los mandos, preguntándose si el despistado en cuestión sabrá construir castillos de arena, si tendrá un hermano mayor que hace insoportables advertencias de hermano mayor, si le molestará que le digan lo que él ya sabe que debe hacer, porque eso es lo que intuye que su padre está haciendo en este momento.

jueves, 14 de mayo de 2015

MESA REDONDA


       Poco a poco vamos entrando todos en el salón y, tras unas fugaces presentaciones que no ocultan nuestro interés por comenzar cuanto antes, nos sentamos alrededor de la mesa redonda. Los anfitriones se esfuerzan en complacernos. Eustaquio abre una caja de Farias; enciende uno y ofrece los restantes, que son tímidamente rechazados. Lidia sirve unas copas a las que en principio nadie presta atención, pero que algunos –por cortesía o simplemente por desidia– acabamos catando. Los preámbulos son siempre bienvenidos cuando uno se inicia en estas reuniones: sirven para aliviar tensiones y propician un agradable clima de camaradería. Además, a juzgar por las caras de algunos de mis compañeros, apostaría a que no soy el único novato aquí, esta noche.
       Una tal Carolina es la primera en probar. Pide el turno y se levanta de la silla, dejando su fular sobre el respaldo. Hace gárgaras con la bebida y respira hondo para poner a punto una voz que ya intuyo celestial. Tras unos segundos de duda, la mujer pone los ojos en blanco y da comienzo a su serenata: “¡Oink!” “¡Oink!” “¡Oink!”. Un cerdo; magnífico. Los aplausos resuenan en el amplio salón para dar la enhorabuena a la primera imitadora de la noche –natural, escueta, directa, nada escandalosa, creíble– mientras Eustaquio se apresura en puntuar la intervención con un siete y medio que a muchos nos parece un poco pobre, sobre todo teniendo en cuenta que Carolina se ha encargado de romper el hielo.
       Después le toca a Indalecio, cuya barba espesa y canosa causa en nosotros falsas expectativas sobre una posible imitación del ulular de un búho. Finalmente, tras una afectada tanda de aspavientos y un carraspeo forzado, nuestro compañero nos obsequia con un relincho harto reconocible, a un tiempo animal y civilizado; un caballo de granja, sin duda, un sonido manso y templado que arranca desde el estómago y se desvanece lentamente en la atmósfera del salón, depositándose poco a poco en el suelo alfombrado. Eustaquio hace un gesto de aprobación que enseguida encuentra su correlato numérico: “Un ocho y medio para Indalecio”. Todos aplaudimos sonrientes.
       Más tarde Abraham se pone en pie, ruega silencio y empieza a dar vueltas por la habitación, con pasos muy cortos y la mirada gacha. Algunos –los “nuevos”– comentamos en voz baja la técnica del judío, quizás excesivamente ampulosa. Pasados un par de minutos, el anciano cierra los ojos, se clava en el suelo y vomita un rugido estremecedor, prolongado, en cierto modo asmático. Bastante bueno, sí señor. “Un ocho para el puma de Abraham”, sentencia Lidia mientras sirve otra ronda de copas que –esta vez sí– bebemos con convicción. Eustaquio da unos golpecitos en la espalda del tercer participante, felicitándolo.
       La noche transcurre sin incidentes hasta que ya sólo falta un último imitador, un tal Gabriel que no ha abierto la boca ni siquiera para reírse –muchos lo han hecho– de mis lamentables intentos de reproducción del sonido de las ballenas (lo reconozco: pequé de soberbia en esta mi primera vez). Cuando el hombre se incorpora, nuestros anfitriones contienen la respiración, conminándonos a hacer lo mismo al resto de participantes. Expectante como el que más, no tardo en sucumbir a la decepción: con ambas manos apoyadas en el borde de la mesa, ligeramente encorvado, Gabriel permanece en silencio durante cinco minutos eternos.
       Cuando termina no puedo evitar fijarme en las lágrimas de emoción que surcan el rostro de Lidia, unas lágrimas que parecen subrayar, contra todo pronóstico, la pretendida excelencia de una imitación que –aunque yo no alcance a comprender por qué– todos identifican sin discrepancias y al unísono: un pulpo del Mediterráneo. Esbozo una falsa mueca de admiración que degenera en verdadero espanto cuando Carolina e Indalecio se arrodillan para besar, extasiados, los zapatos de Gabriel. Eustaquio puntúa (quién sabe si justamente) con un diez insuperable.

jueves, 7 de mayo de 2015

UNA PROMESA


       Ignoro si la capacidad de hacer promesas es un mecanismo de autoafirmación o si es más bien un subterfugio que nos permite fortalecer, siquiera ilusoriamente, los lazos de unión con otras personas, animales u objetos. Puede que sea ambas cosas –la verdad es que no tengo una opinión formada al respecto–. Reflexionar sobre la naturaleza o la función de las promesas es una tarea que quizás me venga grande; les recomiendo que consulten al antropólogo más cercano. Lo que sí puedo contarles –y de hecho es eso lo que me propongo– es la historia de una promesa singular, una promesa de esas que la gente (irresponsable) hace sin darse cuenta, ignorante de las indeseables consecuencias que bien podrían abrirse paso en un escenario futuro, en una vida posible.
       Marta y Cosme mantuvieron, hace poco más de cinco años, una intensa relación amorosa. Se quisieron mucho y con una devoción inusitada. Finalmente, por cuestiones que no vienen al caso, decidieron dejar de verse, dejar de follarse, dejar de llamarse, todo de mutuo acuerdo. Sin embargo, Cosme creyó divertido (o útil, o sencillamente simbólico) proponer un pacto post-ruptura a Marta, comprometiéndola a cumplir una promesa que, no del todo inocente, los mantendría ligados quizás para el resto de sus vidas. Yo, por mi parte, me comprometo a no desvelarla todavía. Dejemos que sea la propia Marta quien lo haga. “¿Quién? ¿Yo?”. Sí, tú (perdonen ustedes esta intromisión imprevista). Y ahora déjame en paz, que estoy escribiendo. No se te ocurra aparecer hasta que yo te lo pida.
       Bien, hablemos ahora de Pedro. Nuestro querido Pedro –alto, guapo y noble– conoce a Marta algún tiempo después, hace poco menos de dos años, en una biblioteca pública (sí, todavía hay gente que se enamora en las bibliotecas públicas, del mismo modo que, aunque parezca increíble, hay quien lo hace en estercoleros o misiones de guerra). Enseguida entablan conversación, se conocen, quedan para cenar, intercambian números de teléfono. Se gustan, eso es obvio. Y con el paso del tiempo, como he dicho, también se enamoran, se van a vivir juntos, hacen planes. Así están en este momento del relato, pero respetemos su parcela de protagonismo. Les dejo con ellos, que acaban de echar, en el apartamento de Pedro, el polvo de sus vidas.
       –¡Dios, creo que nunca me habían follado así! –exclama Marta mientras limpia con papel higiénico los rebeldes restos de semen pegados a su nariz.
       –Vaya, me alegro. A mí también me ha gustado mucho –dice Pedro tratando de recuperar el aliento.
       Después se acarician un rato, se hacen carantoñas, se desperezan. Marta va al baño, vuelve a la cama y comenta una noticia intrascendente, una noticia que ella cree intrascendente.
       –Esta mañana he recibido un e-mail de Cosme.
       –¿Cosme el guapo? –inquiere Pedro, que ya conoce parte de la historia.
       –¡Qué tontito te pones tú a veces! –Contesta Marta golpeando, medio en broma, la mejilla izquierda de su novio–. Resulta que se casa el mes que viene.
       Pedro no sabría decir por qué, pero al escuchar esto se siente tremendamente aliviado. Marta continúa.
       –Quizás sea el momento de aclararle que no pienso cumplir nuestra promesa. Han pasado tantas cosas desde entonces que ya no tiene sentido.
       De acuerdo, aquí aparece por primera vez la promesa; conocemos, por boca de Marta, la primera alusión al pacto. Traten de imaginarse lo que siguió después –quizás la pregunta obligada de Pedro (“¿De qué promesa estás hablando?”), quizás un silencio pétreo e insostenible, quizás un brusco cambio de tema–, intenten vislumbrar (sé que ya lo están haciendo) el tipo de promesa que Marta, hace no tantos años, hizo a Cosme, esa promesa que según ella “ya no tiene sentido”. Y abandonemos el escenario. Dejemos a Pedro en su dormitorio y que sea ella la que se explique. Adelante Marta; ahora sí.
       “La verdad es que fue Cosme el que me lo propuso. Nos queríamos mucho y no pude negarme, no fui capaz. Me pareció una broma estúpida, así que acepté sin más, pensando que él no reclamaría jamás el cumplimiento de nuestra promesa. Por eso, cuando recibí su e-mail, pensé que…”
       Abreviando, Marta. Cuenta a los lectores qué os prometisteis.
       “Cosme me hizo prometerle que, en caso de casarnos alguno de los dos, nos acostaríamos juntos por última vez, un polvo de despedida de solteros en el que daríamos rienda suelta a nuestras fantasías sexuales más inconfesables.”
       De acuerdo, Marta. Es más que suficiente. Muchas gracias.
       Nuestra querida amiga le contó a Pedro esta misma historia, tranquilizándole acerca de aquel pacto (“No te preocupes, fue una tontería, no me apetece en absoluto acostarme con Cosme”). Pero él, aun convencido de que tal encuentro no iba a producirse, quiso saber si ella tenía alguna fantasía sexual por cumplir. “Algo hay”, fue la risueña respuesta de Marta. Y fue entonces cuando Pedro se hundió.
       Cuando dos personas se quieren como se querían Marta y Pedro, tan fogosa y sinceramente, son pocos los juegos sexuales que se resisten a ser probados. Me atrevería a decir que, en el caso de las parejas más sanas y abiertas, basta el transcurso de un año para poner en práctica todos los deseos prohibidos. Por eso no es de extrañar que Pedro –que ya había experimentado con Marta el misionero, la cucharilla, el perrito, el sexo oral, los azotes, los ahogamientos, la lluvia dorada, el sexo anal, el sesenta y nueve, el pino-puente, los disfraces y las esposas, los faciales, el dragón, la bola de nieve, el beso negro, el libanés y un largo etcétera– quisiera pedir explicaciones sobre esa fantasía inconfesable que, al parecer, Marta se estaba guardando.
       Y, claro, Marta terminó por confesar que quería hacérselo con dos tíos a la vez.
       Imagínense ahora a Pedro pensativo, Pedro quizás colérico o simplemente ausente, un hombre que no se explica por qué su novia no ha tenido la confianza suficiente para proponerle un juego que él hubiera aceptado sin reservas y de muy buena gana, un hombre desencantado que a partir de ese momento esquiva la mirada de su pareja en un vano intento por mostrar su decepción –ella no responde a estos códigos, nunca acaba de entenderlos–, Pedro que se torna esquivo e inapetente hasta que decide buscar en la guía de teléfonos el número de Cosme (Cosme García, Arquitecto), Pedro hablando consigo mismo “Quizás debería llamarlo, contarle que estoy al tanto de la promesa, decirle que no me parece mal, que me parece incluso bien, que estoy dispuesto a participar y a facilitar el encuentro, sólo dime cómo, dónde, cuándo, podríamos hacerlo en mi apartamento, y si al final estoy muy nervioso y no se me levanta estaría encantado de retirarme a un rincón del dormitorio para veros follar, para ver cómo te follas a mi novia, Marta clavándome los ojos mientras la penetras con furia (seguro que tienes una buena polla, Cosme), y tal vez hacernos amigos, repetir más adelante, quién sabe”, imagínense a Pedro venciendo una timidez galopante, concertando finalmente esa cita con Cosme –Marta no sabe nada, será una sorpresa–, nuestro hombre que oye el timbre de la puerta y sabe ya quién está al otro lado, y enseguida el silencio de Marta en el sofá y la súbita revelación (“¡Cuánto tiempo, Cosme!”), ella que todavía no comprende y ellos que le explican, y Marta que accede y se desnuda tras horas de vino y aperitivos salados, Pedro con esa luz en la mirada (“Esto es lo que querías, te vamos a dar lo tuyo”). Imagínense a Cosme con una erección de caballo y a Pedro que no sabe dónde meterse, a Marta entusiasmada, excitadísima, gritando guarradas que nunca antes habían salido de sus labios. Y Cosme que empieza, al principio con suavidad, después salvajemente, mientras Pedro (esto ya lo había previsto) se agazapa entre las sábanas, incapaz de asumir el gozo de su novia. “Seguid, no os preocupéis por mí”, acertará a susurrar, y quizás Marta conteste “Si quieres paramos”, pero es obvio que se lo están pasando en grande, que se van a correr de un momento a otro. Imagínense a Cosme eyaculando como un geiser y a Marta retorciéndose entre las sábanas, a Pedro intentando masturbarse infructuosamente, el pene fláccido e irritado. Tras el festín todo sucede deprisa: vestirse, ir al baño, pedir disculpas (Pedro), breve intercambio de pareceres ya en la puerta de la calle, despedida acaso definitiva (Cosme), y Marta y Pedro que se quedan solos y no se dicen nada, y se van a la cama y tampoco se dicen nada, y ella manchando finalmente el silencio con un tibio “buenas noches” que él recibe sin contestar. Imaginen a Pedro que intenta dormir, Pedro dando vueltas en la cama junto a una Marta ya dormida –“¿Qué estará soñando?”–, Pedro que se odia a sí mismo por haber entrado en el juego, por haberlo facilitado incluso (por haber fallado también), Pedro que piensa que Marta sí quería hacérselo con Cosme, que lo echaba de menos, que ahora ha redescubierto su potencia sexual. Imaginen a Pedro asumiendo, con el paso de los meses, que la relación que mantiene con Marta sólo puede funcionar si Cosme aparece por su apartamento de cuando en cuando para amenizar la velada.
       Imagínense a Pedro, tras varias noches en vela, sujetando el teléfono móvil entre los dedos índice y pulgar, dudando hasta la extenuación si debe ponerse en contacto por segunda vez con Cosme.
       Imagínense, digo, porque lo que sucedió en realidad es que Pedro terminó por abandonar a Marta por culpa de una promesa, ese mecanismo de autoafirmación, o más bien ese subterfugio que nos permite fortalecer, siquiera ilusoriamente, los lazos de unión con otras personas, animales u objetos, jodiéndonos la vida irremisiblemente. Vayan, vayan a consultar al antropólogo.