lunes, 25 de mayo de 2015

DOS ENCUENTROS (1)


1.      GUILLERMO SE ENCUENTRA CON GINÉS

        Me encuentro con Ginés a la salida del metro. Llevo muchos años sin verle y me sorprende que siga tan joven, a pesar de que vaya trajeado y se haya dejado barba. Me cuenta que en la editorial todo va viento en popa, que se ha casado, que tiene dos hijos (Santiago y Bernabé), que su mujer hace pilates. Asiento entusiasmado a todas las novedades mientras buscamos una cafetería en la que guarecernos de la lluvia.
      Ginés y yo fuimos bastante amigos de jóvenes. Solíamos cenar juntos cuando los pedidos de la editorial nos sobrepasaban, forzándonos a permanecer en la oficina hasta muy tarde. Entonces pedíamos unas pizzas o llamábamos a un tailandés –a él le encantaba la cocina exótica–. A mí me echaron a la calle en un recorte de plantilla, hará cosa de diez años. Publicamos juntos, como miembros del Comité de Selección de Manuscritos, a algunos autores noveles que con el paso del tiempo acabaron en Anagrama, Mondadori o Alfaguara. Hacíamos un buen equipo; teníamos olfato y apostábamos con el corazón, amparados en la confianza que depositaba en nosotros la directiva. Después llegaron las vacas flacas. Me reciclé como corrector de textos en una agencia de traducción. Ginés y yo nos perdimos la pista.
       Entramos ahora en una vieja cafetería de la calle Alcalá. Pido un café con leche en la barra (“Otro para mí”, dice Ginés) y nos sentamos en una de las cinco mesas del minúsculo local. Como no sabemos muy bien qué decirnos, nos ponemos al día a base de comentarios inconexos y obviedades varias (“Te has dejado barba”, empiezo yo, o “Tenía muchas ganas de hablar contigo”, sigue él). Pero sobre todo nos miramos, nos observamos el uno al otro sabiendo que nos conocemos, pero no tanto como antes, que nos guardamos cierto cariño, aunque atenuado por el paso de los años, que nos alegramos de vernos, pero quizás de una forma un poco forzada.
       Le pregunto por el nuevo dueño de la editorial. A Ginés siempre le gustó hablar de su trabajo. Es un tema que mucha gente esquiva, pero que a él le hace sentir bien, como si la estabilidad del propio empleo fuese una prueba irrefutable de que el Universo tiene sentido y finalidad, de que todo marcha según lo previsto. Me dice que le han destinado a Ventas y que “El cabrón de Mandiaga ha tenido mucho que ver en eso”. Mandiaga es su nuevo jefe. Nos sirven los cafés.
       Le cuento que no me costó demasiado encontrar trabajo en el sector de la traducción –él me recuerda, entre bromas, mi incapacidad para el francés; yo asiento divertido–. Le doy el nombre comercial de la agencia (“La conozco, la conozco: os estáis abriendo hueco, mucha presencia aquí en Madrid”, dice). Se aburre, lo noto. Y yo también. Cuando se pierde el contacto con una persona durante tantos años, lo único que puede animar el reencuentro es una insana vuelta atrás, un revisitar los “viejos tiempos”, que es, en realidad, la enésima estrategia que ponemos en marcha para tergiversar nuestro pasado, para dulcificarlo impunemente. Trampas de la existencia.
       Le comento las últimas andanzas de Casales, un joven autor que ayudamos a lanzar en la editorial y que acaba de recibir el premio Nadal. Tenía entonces diecinueve años. Un niñato. Pero confiamos en su potencial, dándole la oportunidad de publicar su primera novela. Ginés me corrige enseguida: “Tú estabas muy reticente. Tuve que pelear mucho para convencerte”. Tiene razón. Fue nuestra primera victoria, pero más suya que mía. Era muy cabezota Ginés. Cuando tenía un pálpito no había manera de pararle los pies. Le recuerdo esto último. Sonríe.
        Nos recreamos un buen rato en este tipo de anécdotas.
       Con el segundo café nos vamos soltando. Nos sinceramos, dejando a un lado batallitas y nostalgias, bien amarrados al presente. Ginés vuelve a la carga con su mujer, con sus hijos (Santiago y Bernabé), con los nuevos compañeros de trabajo, con la hipoteca. Le cuento que sigo con Alicia, pero que por el momento no hemos pensado en casarnos. Se sorprende –no sé si por lo primero, por lo segundo o por ambas cosas–. Supongo que los dos experimentamos una extraña sensación de vértigo al comprobar que los años pasan y que ya no somos los mismos, a pesar de seguir él en la editorial, a pesar de seguir yo con Alicia. Los mismos viejos restos del decorado para gente ya distinta, un decorado que quizás debería haber cambiado con nosotros. Pero siempre hay algo que permanece.
       Me pregunta por ella, por Alicia. Sé que lo hace por cortesía, que nunca le cayó del todo bien. Es posible que la odiara.
       La conocimos en un simposio de literatura juvenil, cuando yo aún trabajaba en la editorial. Ella representaba entonces a un escritor deleznable, uno de esos incompetentes que invocan a Antoine de Saint-Exupéry para justificar sus propias cursilerías pretendidamente poéticas. Para matarlo, vamos. No así a ella, que enseguida me pareció un encanto. No tardé en descubrir que si representaba a ese escritorzuelo era sencillamente porque le daba poco trabajo y pagaba bastante bien. Era (sigue siendo) guapísima, inteligente, generosa. Pero qué quieren que les diga, si es la mujer de mi vida.
       Le digo a Ginés que Alicia está bien, que está viviendo un momento profesional muy dulce, que precisamente está llevando los derechos de publicación de los libros de Casales en el extranjero. Sonríe. Supongo que intuye que trabajamos en equipo, y no va del todo desencaminado.