lunes, 19 de diciembre de 2016

HISTORIA AUTÉNTICA


       Cada noche y para mi asombro, antes de meterse en la cama, el abuelo preparaba metódicamente su invariable infusión de dientes. Yo observaba incrédulo, de camino a mi dormitorio, el vampírico ritual, la dentadura sumergida en aquel vaso siniestro iluminado por el flexo de su mesilla de noche, y concluía, supongo, que sobre gustos no hay nada escrito o que los abuelos eran gente extraña de apetencias no menos extrañas en un mundo de lo más complejo. Pero el caso es que –pobre hombre, el sueño lo vencía antes de tiempo– tampoco esa noche llegaría a bebérsela, y eso era lo verdaderamente incomprensible, lo que a mí más me atormentaba: la gratuidad del gesto, el desperdicio; porque en mi casa no solía consentírsele a nadie aquella extravagancia de colmar un vaso para ignorar a continuación su contenido, y menos durante tantas horas y de aquel modo, con nocturnidad y alevosía. Así que llegué a asumir, quizás para dejar de darle vueltas a un asunto ya de por sí inquietante, que yo había malinterpretado sus intenciones, que mi abuelo preparaba la infusión no para él mismo, sino para cualquier otro miembro de la familia al que en el último momento olvidaba advertir de la exótica y desinteresada ofrenda. Y me pareció, claro, que ese otro destinatario bien podía ser su nieto mayor, o sea, un servidor. El resultado de aquel razonamiento (y de la decisión que lo materializó) fue una severa reprimenda por parte de mis padres, una burla benévola y desdentada de mi abuelo y, en lo que sólo a mí respecta, un insuperable asco retrospectivo que desde entonces me impide disfrutar de cualquier bebida siquiera vagamente relacionada con el mundo de las infusiones.
       Sirviéndome de esta repugnante impostura rechacé el té demasiado aguado que se me ofrecía y cambié inmediatamente de tema, dando a entender a mi improvisada amante que desenterrar fantasmas del pasado no era el mejor modo de poner a punto los engranajes del deseo. Déjenme decirles que la estratagema funcionó, y que ese fue, en cierto sentido, el insólito comienzo de la historia auténtica.