Eran los gritos de la madre, su peculiar manera de entrar en casa, el toc-toc de los tacones, el ruido como de tormenta en ciernes de las bolsas del mercadillo, “Mamá, ¿qué traes?”, los tres hermanos temiéndose lo peor, la ropa vieja o usada o robada o defectuosa o todo al mismo tiempo, prendas de ocasión que siempre les venían demasiado grandes o demasiado pequeñas o sencillamente demasiado horteras, la pesadilla familiar de cada jueves. “Esta camisa le irá bien a vuestro padre”, decía la madre para sí, sin prestar apenas atención a las muecas de disgusto de sus vástagos, “jo, ma, ya tenemos más que suficiente”, la madre cazadora-recolectora examinando sus recientes adquisiciones, presumiendo de que “sólo mil pesetas y además es de marca, esto no podía dejarlo pasar”, justificándose, y los armarios ya repletos de ropa inservible, pasada de moda, calzoncillos tan ceñidos que dejarían estéril al mismísimo Peter North, calcetines “Hike”, sudaderas “Adissa” y otros engendros por el estilo que nadie le había pedido y que nadie necesitaba. Guardarla toda después, claro; acomodarla en baldas, en cajones, en sillas y hasta en puertas. El padre a la hora de comer, después de trabajar, “Ya estoy en casa” y mira lo que te tengo, churri, pruébatela, y “déjame sentarme un momento y ya luego”, aunque nunca había luego porque la madre se limitaba a embutir las nuevas prendas en el vestidor del dormitorio, ajena a las objeciones de su familia, en un ritual monomaníaco e inquietante, y el padre, acostumbrado a sobrellevar o esquivar o ignorar la neurosis de su esposa, raras veces llegaba a darse cuenta de que la camisa que se pondría al día siguiente, “esa camisa es nueva, profesor Blanco”, formaba parte de un nuevo botín, de un reanudado y exitoso asalto al mercadillo municipal. Y años más tarde el hijo mayor que se iba haciendo cada vez mayor y casi hasta deja de ser propiamente hijo de lo puro mayor que se hizo, “mamá, voy a tirar toda esta ropa, que no queda sitio en mi armario”, y la madre que entiende, que comprende o hace como que comprende, “tira lo que ya no te pongas”, y el hijo “pues lo tiro todo”, y la madre prenda por prenda “¿Y esta? ¿Esta otra tampoco? ¡Pues aquella la ponías mucho! Déjame a mí, a ver, que seguro que hay cosas sin usar que le pueden interesar a alguien”, y esa ropa no se volvía a ver por ningún sitio, pero está claro que no la tiraba (cómo la iba a tirar, si estaba nueva) y además apenas pasados un par de meses el armario volvía a estar lleno hasta los topes de todos modos, una cosa increíble, digna de estudio o de llamar a Iker Jiménez o algo. Y al final los tres hijos que se independizan definitivamente y la madre que, a falta de nietos, ya no tiene a quién comprarle más ropa; el marido hastiado de la jubilación que ya no se corta un pelo en repetir “ya está bien, tanta ropa, cojones”, mientras la madre deambula por la casa sin nada que hacer, desprovista de identidad, sin trabajo, haciendo footing por las mañanas, regando plantas por las tardes, ordenando las estáticas habitaciones desocupadas de sus hijos, con los estantes todavía abarrotados de prendas a estrenar, seguro que les hubieran gustado, piensa la madre que una tarde de invierno, después de tragarse la telenovela con el té de las cinco, tiene tantas ganas de llorar que no sabe muy bien qué hacer o qué dejar de hacer para aliviar su sufrimiento, y finalmente entra en el dormitorio del hijo mayor, medio sonámbula o en trance, sube la persiana, limpia un poco el polvo, se sienta en la cama, suspira, vuelve a levantarse y decide abrir de par en par el armario ropero para recibir por sorpresa y a traición una última descarga textil, una avalancha mortal de algodón, de poliéster, de lana, de franela, de pana, de lino, de cuero, de fieltro, de loneta, de percal, de licra, de terciopelo, de hilo, de felpa, de tejidos repudiados que la sepultan sin contemplaciones y bajo los cuales trata, en vano, de distinguir aquella camisa a cuadros que una vez, una vez, una vez, y así hasta que de pronto se rinde y deja de.