lunes, 21 de diciembre de 2015

MAL PERDER


       Este hombre que, tras llamar a la puerta de mi casa, dice que viene a revisar mi instalación de Gas Natural no sabe que hace ya un par de años me di de baja en el servicio. Ahora uso una pequeña caldera eléctrica, le digo, y me va muy bien. Él, confundido al principio, replica que sigo figurando como usuario de Gas Natural, y que, por lo tanto, tengo derecho a mi revisión periódica de la instalación. Sonríe. Intuyo que pretende decirme, con otras palabras, que está dispuesto a echar un vistazo a mi caldera eléctrica, aunque sea de la competencia, para que yo pueda obtener algún beneficio del malentendido administrativo. Es lógico, pienso. Ya que ha hecho el viaje, no le cuesta nada. Es un buen hombre, me digo. Quiere echarme un cable. Pero estoy ocupado, así que le agradezco el gesto, le digo que ojalá hubiera más profesionales como él, que seguramente nos iría mejor a todos, y finalmente declino cortésmente el ofrecimiento. Esto último no le sienta muy bien. Me pregunta si dudo de su profesionalidad. Le respondo que precisamente lo acabo de valorar en sentido opuesto. Tampoco esto le convence. La situación es tensa y el hombre, silencioso, no se va. Parece que vaya a irse de un momento a otro, pero no se va en absoluto. Aguanto el tipo. Me pongo firme, le digo que tengo que seguir trabajando. “Pero es gratis”, replica, “mire que no le cobro”. Niego con la cabeza. El hombre no acaba de creérselo. “Entonces ¿qué quiere usted?”. Su pregunta me coge totalmente por sorpresa. “¿Cómo dice?”, tengo que preguntar también yo, y añado “¡Lo que quiero es que se vaya!”. Soy consciente de que me he excedido, más que en el contenido del mensaje, en el modo de transmitírselo. Quizás hubiesen sobrado esos signos de admiración. El hombre ha empezado a llorar. Me digo que no es normal que lo haga, que debe estar pasando por un mal momento personal. De todos modos trato de apaciguarlo. Inútilmente. Sus sollozos resuenan en el patio de luces y al cabo de un rato, alarmados por el escándalo, acuden varios vecinos que, tras calmar al hombre y charlar con él –no conmigo– de lo sucedido, se ponen inmediatamente de su parte. “¡Pero hombre! ¿No ves que este señor se ha ofrecido a revisar GRATIS tu instalación?”. Yo les explico que ya no soy usuario de Gas Natural. El presidente de la comunidad, que, atraído por el ruido, acaba de llegar al descansillo y sigue con atención el suceso, me dice que él no está informado de eso, me dice “García, usted tiene que avisar con un mes de antelación si piensa llevar a cabo alguna modificación estructural de carácter sustancial en su vivienda”. Le digo que el cambio del gas por una caldera eléctrica no me pareció, en su momento, sustancial. El hombre sigue llorando. El presidente de la comunidad dice que “Fuera eso sustancial o no, debió haberse votado en la Junta de Vecinos: las calderas eléctricas pueden causar cortocircuitos sistémicos”. No sé qué decir. Interviene entonces la vecina que ahora asiste al hombre en su post-sollozo: “Por suerte este hombre está dispuesto a revisar gratuitamente la caldera eléctrica ¿verdad?”. El hombre asiente con una mueca patética, como de niño abandonado. Trato de sonreír, pero me cuesta. Siempre tuve muy mal perder. Otro vecino sentencia que, después de haber tenido que sufrir semejante vejación, el hombre debería recibir su legítima retribución por el servicio. Nadie lo contradice. Todos me miran.
       Cuando el hombre termina de revisar mi caldera, se presenta en el salón –ahora sí sonriente– para que le abone la factura. Le pago de mala gana y sin apartar demasiado la vista del televisor, dando a entender que no pienso acompañarle hasta la puerta. Antes de irse, se permite el lujo de preguntarme qué programa estoy viendo. Es el colmo. Le contesto, no sin cierto tono de suficiencia, que es un canal de pago, un canal de ajedrez. Chessmasters International. El hombre, tras recibir mi respuesta con un escueto encogimiento de hombros, se dirige hacia el recibidor, desde donde me grita: “Fíjese bien en el cuarto movimiento de Ponkrátov: ahí está la clave de la partida”. Después oigo cómo la puerta se cierra y, tan sólo unos instantes más tarde, asisto al genial hallazgo de P. Ponkrátov –o el funesto error de su rival, que nunca debió haber movido ese alfil–.
       Me quedo un buen rato pensando en lo mucho que se parecen los alfiles a los signos de admiración.