lunes, 30 de noviembre de 2015

PELIGROSO


       El juego empieza cuando él descubre, con quince años, los cuentos de Poe. Después de leer ese libro comprende que la literatura es algo peligroso, y la idea del peligro le encanta. A partir de ese momento decide que va a dejar de ser un lector ocasional, que quiere convertirse en un adicto a las palabras que forman frases, a las frases que forman párrafos y a los párrafos que forman páginas salpicadas de negro. Primero son los cuentos. Con Kafka llegan las novelas y, un par de años más tarde, de la mano de Pablo Neruda, la poesía. Las palabras que forman frases pero no ya párrafos, sino columnas desiguales, verticalidad escrita. Ahora sí quiere escribir, escribir poemas, buscar el adjetivo insólito, emular al gran Neruda. Pero fracasa. Sus poemas son terribles. Abandona la empresa y retorna al ritual primigenio, al juego del lector no-escritor. Y así llega hasta la Universidad, que es lo mismo que llegar hasta Julio Cortázar. Las imágenes que bailan, las trompetas disonantes y la nana del lenguaje. Por primera vez en su vida se siente capacitado para escribir en prosa. Se encierra en su cuarto durante meses, bebe mate al igual que su ídolo, escucha, como él, free-jazz. Pero con el paso del tiempo debe reconocer que tampoco a Julio es capaz de imitarlo. Se enfada con sus propias, injustas incapacidades. Se enfada con el mundo de los que escriben, gente que brilla muy por encima de su universo. Nuevamente abandona el juego del que escribe y se esfuerza en ser el mejor lector del mundo. Diversifica, por deformación académica, su ámbito de acción. Llega al ensayo, a Montaigne, y como no podía ser de otra manera, trata de emularlo sin éxito. Está ya tan acostumbrado a la derrota que finge una pesadumbre que no siente, deseoso de retomar el juego inicial, el rol de lector adicto que busca construirse una identidad por medio de la lectura. Pasea, eso sí, cada vez con más soltura, entre las cálidas páginas de la mal llamada literatura infantil (R. Zimnik), se reconcilia con la novela española contemporánea (E. Vila-Matas, J. Marías) y renueva paulatinamente su reserva de palabras. Finalmente concluye que ya está bien de imitar, que por una vez va a jugarse el tipo, y dedica varias horas diarias a escribir –sobre todo a corregir– extraños relatos sin pies ni cabeza, narraciones que se ahogan en su propia brevedad, homenajes a un lector que acaso no exista ni deba existir jamás. Cuando termina el primer volumen le envía una copia a su mejor amigo, que inmediata e inesperadamente le contesta: “Me recuerdan un poco a Manganelli”. Y entonces él, por primera vez en su vida, respira aliviado al contestar: “No conozco de nada a Manganelli. Te juro que no lo he leído”. Le basta un asalto a la librería más cercana para comprobar que el tal Manganelli era, además de italiano, buenísimo. Y, también por primera vez en su vida, devora a un autor con la sensación de estar devorándose a sí mismo. La solución era bien sencilla y por fin puede ponerla en claro, aunque admite que quizás sea para uso estrictamente personal: el juego de leer y el juego de escribir no están tan conectados como parecía. Uno lee no para leerse o escribirse en los escritos del otro, sino para aceptar al otro dentro de sí. Una vez comprendido esto, admite que escribir es imitar a los escritores a los que todavía no se ha leído, que es una forma de inventar escritores, que es una forma de inventar escritos, porque inventar escritos es, en definitiva, ser escritor. Y desde entonces sabe, o cree saber, que su misión en esta vida consiste en leer a todos los escritores que no ha leído, y de entre ellos especialmente a los que le hubiera gustado imitar, quizás porque sin habérselo propuesto ya los ha imitado. Los ha imitado antes de. Asumir esta conclusión es casi como viajar hasta la habitación de aquel adolescente que comprendió que la literatura es algo peligroso. Ahora el peligro es dejar de encontrar padres. Y ese nuevo peligro, todavía más peligroso que los anteriores, le anima a seguir escribiendo.