El sentimiento de culpa cumple un papel importante cuando uno empieza a fumar: generalmente se hace a escondidas y el escaso placer que proporciona está todavía teñido de una prohibición implícita y de una distorsión mal disimulada del concepto de libertad. Fumar, por el contrario –esto lo sabremos más tarde–, esclaviza nuestro cuerpo y nuestra mente, nos aleja de los héroes y nos emparenta con los villanos. Pero encontraremos precisamente en esta poética del villano –la que no buscábamos, la que no esperábamos, la que ni siquiera sabíamos que existía– una de las razones primordiales para seguir fumando. Porque si fumar esclaviza, la esclavitud no es muy diferente de un poema trágico: muy pronto no sabremos vivir de otra manera, siempre a merced de nuestro hábito, de nuestros “lo dejo cuando quiera”, recordando a duras penas cómo era la vida (feliz, radiante, inmaculada) antes de fumar, antes de la irrupción del destino, antes de Aquiles. Así, el sentimiento de culpa desemboca en un lago de pura necesidad. El fumar se convierte en una carga inexorable que, sin embargo, configura nuestro “yo” real o ficticio, y ya sólo se trata de llevarlos (la carga, el “yo”) con un mínimo de dignidad.
Rehágase este relato cambiando el verbo “fumar” por el verbo “escribir”, por el verbo “amar” o por cualquier otro verbo mayor.