lunes, 21 de marzo de 2016

MATRIOSKA


       Tendría yo ocho o nueve años cuando mi padre, de vuelta de un viaje de negocios a Moscú, me regaló una muñeca matrioska que hasta hace bien poco solía presidir una de las baldas de mi biblioteca. Recuerdo que, una vez liberada del papel de regalo, la matrioska me pareció una broma de mal gusto; injustificadamente grotesca, groseramente pintada y, por encima de todo, lo inevitable: era una muñeca, y los niños no jugábamos con muñecas, faltaría más. De todos modos –yo era un niño muy educado– besé a mi padre y le di las gracias. Pero en ese beso y en ese agradecimiento había algo más, había una pregunta velada, un “Papá, ¿qué mierda es esto?” que mi padre –hombre sagaz– captó enseguida. “Ábrela”, me dijo. Entonces reparé en la ranura central de la matrioska y tiré con fuerza de ambos extremos hasta separar la carcasa. Voilá. Dentro de la muñeca había otra muñeca idéntica, aunque de tamaño ligeramente inferior, que –comprobé excitado– a su vez contenía una tercera muñeca, y esa tercera una cuarta en cuyo interior aguardaba, asimismo, una quinta proporcionalmente mermada… el infinito hecho juguete, en resumidas cuentas, hasta que alcancé el corazón de la matrioska y la idea misma de infinito se derrumbó ante mis ojos, incapaz de adecuarse a las piezas de madera (no tantas, después de todo) que se acumulaban en la alfombra. La séptima, diminuta muñequita, no se podía abrir. Desconcertado, volví la cabeza y miré a mi padre: “Y ahora ¿qué?”, le dije. “Ahora ya está; de lo contrario el juego no se terminaría nunca”, contestó. 
       Creí percibir un deje de cobardía en aquella respuesta, una huída hacia adelante, un lecho de roca. Y desde entonces encuentro –no sólo en aquella, sino en todas las respuestas posibles, universales o concretas, propias o ajenas, tengan o no que ver con la matrioska que tantos años después he decidido guardar bajo llave como si se tratase de una maldición– una indefinición tan inmensa que me reconcilia con la idea misma de infinito que me arrebataron o me arrebaté siendo niño, a la tierna edad de ocho o nueve años.