lunes, 11 de abril de 2016

RELATO REVOLUCIONARIO


       El revolucionario llega al poder. Se ha dejado crecer la barba porque una subversión del orden establecido ha de ir forzosamente acompañada de un nuevo alegato estético. Los revolucionarios le siguen, le acompañan, le defienden. Nadie duda y todos asienten, excepto uno.

       Es un buen comienzo. Contamos con un personaje (el revolucionario) que encarna el Ideal Materializado (la revolución que triunfa) y damos a entender con una frase sencilla y contundente –que se nos aparece como la continuación de un relato previo: “El revolucionario llega al poder”– que la llegada al poder es sólo el culmen de una gesta indescriptiblemente heroica (gesta que omitimos por inoperante, o quizás a fin de introducir subrepticiamente una discreta evocación de la misma, algo que sólo se logra recurriendo al comienzo abrupto y, por lo tanto, a la propia omisión, una omisión que el lector reconozca como tal).
       Con “Se ha dejado crecer la barba” incluimos el factor Tiempo, el transcurrir de los días (quizás las semanas, los meses) que ya habíamos insinuado en los prolegómenos-no-escritos de la revolución. La barba, como tal, es un símbolo inequívoco de la revolución en el plano fáctico del siglo XX, y llevará a algunos lectores a relacionar la ficción del relato con la realidad cubana de principios de los años sesenta de la pasada centuria. Ofrecemos, además, una razón ideológica de carácter romántico: “…porque una subversión del orden establecido ha de ir forzosamente acompañada de un nuevo alegato estético”. Admitimos que la revolución es auténtica, otorgándole definitivamente el estatus de subversión del orden establecido, al tiempo que apuntalamos la razón de ser de la barba y la unión indisoluble entre Ética y Estética (revolución y barba).
       Con “Los revolucionarios” se introduce la problemática del colectivo, que nos sirve para comprender la magnitud del movimiento, la relación entre el individuo (el revolucionario) y sus semejantes en contraposición a “los otros” (cuya historia omitimos por razones semejantes a las anteriormente descritas). Los verbos que dan cuenta de la relación entre ambos mundos –el individual y el colectivo– visibilizan sucesivos matices de supuesta (y quizás creciente) carga poética: “le siguen”, el primer escalón, remite no sólo a una clara afinidad ideológica de la masa con el revolucionario, sino al campo de la literalidad, esto es, al segundo plano, al hallarse por detrás del puesto de mando. “Le acompañan” incluye un matiz afectivo que estrecha lazos y tiende puentes entre el Ellos (los suyos) y el revolucionario, sin excluir tampoco el significado literal, que bien pudiera hacer referencia a la protección personal del líder. Dicha protección resulta confirmada en el tercer y último escalón, “le defienden”, que responde a una doble y simultánea interpretación: ideológica (frente a las críticas de “los otros”) y física (frente a eventuales intentos de asesinato). Se asume, por lo tanto, la amenaza contrarrevolucionaria como conflicto anticipado y subyacente a la narración.
       El comienzo de la última frase –“Nadie duda”– es un modo de desviar la atención: busca entretener al lector, implicarlo; éste debe, en definitiva, posicionarse: ¿A quién hace referencia ese “Nadie”? ¿Alude Nadie a todos (los suyos y los otros), o únicamente a los revolucionarios? La conjunción copulativa –“y todos asienten”– refuerza la ambigüedad del problema y la rotundidad del unísono: la cohesión (poco importa ya quiénes son “todos”) parece incontrovertible. En efecto, de eso se trata: de presentar una apariencia como si fuera la Verdad, y de desvelar la Verdad como si fuese una excepción. La fórmula “Excepto uno” responde a ese deseo, por un lado, y confirma las sospechas de una nueva subversión omitida. El círculo –ahora sabemos que lo es– parte de una omisión para llegar a otra omisión: de la omisión de una revolución a la omisión de una contrarrevolución. El relato nace y muere revolucionario, nace y muere con, para y desde el individuo, y aspira a ser una promesa del eterno-retorno-de-lo-mismo, de la autoafirmación del Yo junto al Ellos y frente al “los otros”. El revolucionario efectivo del comienzo y el revolucionario soterrado del final son, en realidad, un único personaje. Y son, además, la misma persona.
       Si usted no se había percatado de este pequeño detalle, entonces este relato está plenamente justificado.