Lo que más fastidia al verdugo es la resistencia inerte de los cuerpos ya decapitados, su innegociable obediencia a las leyes de la gravitación universal. Los cadáveres desmembrados le recuerdan que existe un punto a partir del cual resulta imposible seguir torturando, que la muerte representa no sólo el fin de la vida y, por ende, de su trabajo, sino también –a un nivel simbólico– la indoblegable naturaleza última del torturado, su dudosa victoria de espíritu huido. Quizás es por eso que, una vez rematada la faena, nuestro amigo rompe a llorar junto al cadalso, dando lugar a crueles acusaciones que lo tachan –no sin razón, aunque en un sentido muy diferente, todavía insospechado– de blandengue sentimental, de aprensivo, de verdugo demasiado impresionable que acaso debería colgar el látigo para dedicarse a lides menos sangrientas.