lunes, 23 de enero de 2017

NOS GUSTA LA HABITACIÓN


       Nos gusta la Habitación, sus paredes desconchadas, la bacanal de polvo bajo el somier, el extraño campo de energía que entre las doce y las doce y media de la noche tiene a bien comunicarnos con las visiones de algunos muertos recientes, el amarillo en las esquinas, las telarañas. Nos gusta contemplar, por ejemplo, los últimos minutos de la vida de un tal Cardiff, exportador al por mayor de productos desinfectantes en la India, que mantiene una apasionada conversación con su tercera esposa acerca de la insoslayable conveniencia de instalar un nuevo sistema de aire acondicionado en el sótano de la casa. Nos gusta el lecho de muerte de Sonja, prostituta eslava de intachable moralidad que descansa entre lirios y amapolas como si el destino fuese a apiadarse de una figura coronada de pétalos impecablemente dispuestos. No nos gusta menos el hilarante desconcierto de Johann, alegre jubilado austríaco que no alcanza a comprender cómo, por qué y aun cuándo, mientras reposa junto a sus nietos tras una rutinaria operación de vesícula destinada, contra el criterio del jefe de Planta del hospital, a mejorar su ya inmejorable calidad de vida.
       De la Habitación nos irrita únicamente la periódica comparecencia de ciertos daños colaterales empeñados en mancillar nuestra, por lo demás, confortable lateralidad, los famosos “peros”, dirán algunos, como esas veces en que mi querida no-esposa entra en casa suspirando de puro hartazgo con un fajo de sobres cerrados bajo el brazo, cartas sin remitente y sin destinatario, rectángulos incomprensiblemente blancos que solemos apilar en vano junto al resto, en una mesilla del salón, por si alguien o algo viniese algún día a reclamarlos y sin saber –emulando al entrañable Johann– quién o qué los introduce en nuestro buzón, cómo y con qué fin, y sobre todo hasta cuándo. Pero he de reconocer que es no obstante en esos días, vayan ustedes a saber por qué, cuando más cercano me siento a mi no-esposa; cuando llega a casa del trabajo y, tras contarme un par de intrascendencias cotidianas, echa mano de su bolso y finge un hastío que tiene mucho de impostura, para decirme a continuación, en realidad tan entusiasmada como yo mismo tras oírselo decir: “Hoy son veinticuatro cartas para el mismo muerto”, y entonces la beso con exquisita dulzura y ya podemos comer.