Emilio llega a la conclusión de que nombrar cosas equivale, en cierto modo, a poseerlas. Cuando dice “Jackie” –el nombre de su perro– encierra en un concepto una realidad animada que le pertenece. Cuando se refiere a “Susana” –el nombre de su pareja– sabe que ese vocablo se corresponde con una persona y con una serie de experiencias asociadas a ella. Emilio nombra, y porque nombra conoce, y porque conoce posee. Pero posee únicamente el conocimiento de la cosa que nombra, y quizás no la cosa en sí misma. Es más: Emilio no tendría inconveniente alguno en admitir que el nombre y la cosa nombrada son realidades insolubles, permanentemente disociadas. Dice “Susana”, cierto, pero Susana es para él un perfume, una sonrisa, un leve gesto de la mano izquierda. Hay otra Susana, otro Jackie, que permanecen ocultos a la cognición emiliana. Al otro lado de la puerta se oyen jadeos, gruñidos, una aparente lucha. Emilio podría franquearla y visitar regiones inexploradas de los conceptos previamente acuñados: un perro que es Jackie y no es Jackie, porque su mascota nunca se habría comportado como una alimaña sedienta de sangre; una novia que es Susana sólo en virtud de algunas facciones extraordinariamente marcadas que no acaban de sucumbir a la fiereza de los colmillos. Emilio podría abrir la puerta, pero sólo piensa en el devenir de los conceptos, en cómo estos nacen, se modifican, se falsean, se nombran, se conocen, se poseen. Es entonces cuando llega a una segunda conclusión: al otro lado de la puerta dos realidades designadas luchan evidentemente por sobrevivir; dichas realidades designadas poco o nada tienen que ver con el nombre que las designa o, mejor dicho, han dejado o están dejando de hacerlo. Susana no profiere aullidos. Jackie no roe cartílagos con violencia. Susana nunca golpea las ventanas. Jackie nunca atacaría a sus amos. Y Emilio, que sabe que sólo cuando nombra conoce y que sólo cuando conoce posee, decide que si la cosa y el concepto, lo real y la idea no se corresponden, entonces peor para lo real, peor para la cosa, y aún alcanza una tercera y última conclusión antes de despegar sin miramientos su oreja de la puerta cerrada: que gane el mejor impostor.
Ganó Jackie.