Estás en el café Gijón. Escribe, estúpido. Aunque sólo sea para contárselo a tus nietos, para decirles “Una vez escribí un relato en el café Gijón, que no era tan grande como yo imaginaba, ni tan iluminado como decían, ni tan transitado como se aseguraba, pero sí tan caro como para tener que conformarme con pedir un agua mineral del tiempo”. Escribe que estás escribiendo y que nadie se fija en ti, que los camareros deben estar hasta los cojones de bolígrafos, de plumas estilográficas, de libretas, de blocs y de teclados. Imagina que estás en el café Gijón, que estás en Madrid, donde los editores existen y viven y hacen la compra y buscan nuevos talentos. Piensa “No estoy en A Coruña, no tengo que escribir en gallego”, piensa que nadie volverá a atacarte por hacerlo en castellano. Sigue escribiendo: “Estoy sentado junto a la ventana y veo pasar a la gente”. Claro, sólo te salen banalidades (la emoción). Deja escapar de tus labios un breve suspiro de impotencia. Levántate y pide la cuenta. Paga; deja propina, esquiva la sonrisa condescendiente del camarero. Estabas en el café Gijón y todo era como siempre. Imagina, escribe que estabas en el café Gijón, que paseabas por Madrid y todo era como siempre. Sal de la cafetería y piensa “Era el café Gijón y era mentira, aunque lo cierto es que nada cambiaba en modo alguno”. Sonríe. Estabas en el café Gijón y seguías en A Coruña y todo era mentira. No olvides contárselo a tus nietos.