El hermano menor que, aprovechando la idónea ausencia de sus padres, decide dar rienda suelta a sus innatas dotes de escapista ejecutando un complicadísimo truco de bondage para impresionar, en el salón de su casa, a primos y hermanos. Una improvisada cuerda de trompo alrededor de su cuello, fuertemente atada en las extremidades, entrelazando pies y manos a la altura de las ingles –nudo inverosímil, totalmente inédito–, recorre el torso desnudo del temerario aprendiz de Houdini. Tras un par de bruscos movimientos que cualquier observador poco experimentado achacaría al instintivo e irrefrenable deseo de volver cuanto antes al mundo de los libres, el hermano menor, enemigo natural del desenlace prematuro, apoya con cuidado su cabeza contra la alfombra y coge aire. Atención, allá vamos; comienza el espectáculo: un codo que se dobla, una rodilla que cruje, el hombro contorsionado, aparente esguince de tobillo, la cuerda que cede parte de su tensión inicial a la espalda marcada y ondulante, caderas que bailan y enredan y aprisionan y hieren, la respiración lacerada por el nudo que se resiste.
Los reveses del destino.
Y también el orgullo aplastado y los gritos de socorro, las lágrimas.
El hermano mayor, sobre el que pesan ciertas (obvias) responsabilidades cuando los padres se ausentan, que sufre un repentino y paralizante ataque de risa en una esquina del salón. Imparable sucesión de segundos. Ante un vacío de poder que suponen transitorio y acaso breve –ya verás, no te preocupes–, el hermano mediano y los primos intercambian miradas de laxa alarma, gestos abortados, amagos de auxilio, pero ninguno se decide a actuar de momento.
Carcajadas mudas.
Carcajadas que se desvanecen, y el hermano menor todavía.