Eran cosas que nos gustaba hacer, cosas absurdas con que paliar nuestro aburrimiento de paletos; Miguel y yo, todavía preadolescentes, demasiado jóvenes para internarnos en el mundo oscuro de las discotecas, demasiado mayores para soportar los fines de semana encerrados en casa con nuestras respectivas familias, solíamos tirarnos al monte cada viernes tan sólo para hacer senderismo por caminos de cabras, para hablar de música, de videojuegos, de tonterías, con nuestras navajas ridículas y mal afiladas; quizás también –no lo recuerdo– para compartir a escondidas el humo de nuestros primeros cigarrillos.
Una de aquellas tardes (sol, polen, piar de pájaros, etc.), cuando alcanzamos la cumbre del monte de G., Miguel extrajo de su mochila una revista vagamente pornográfica que había aparecido en un cajón de su casa. “Mira, tío: ¡están en pelotas!”. No eran ninguna maravilla: fotografías cutres tomadas en algún decorado de mala muerte, pobremente iluminadas, de mujeres desnudas en poses pseudo-lascivas, con la mirada clavada (demasiado evidente) en el objetivo de la cámara; nada que no me hubieran enseñado con anterioridad Garrido o Dávila en el patio del colegio, mientras los profesores de guardia fingían vigilarnos.
Cuando quise darme cuenta nos habíamos internado en una zona boscosa. Miguel extendió la revista abierta sobre unas rocas y, frente a ella y sin mediar palabra, se bajó los pantalones y empezó a masturbarse como un energúmeno, ignorando mi presencia. Me llamó la atención el vello incipiente en la base de su pene, que en el mío aún brillaba por su ausencia. Sin saber qué hacer o cómo actuar, me limité a observarlo en silencio, y no sin cierta impaciencia incómoda. Terminó sobre la página de la izquierda, dejando caer sobre los pechos anónimos de una señora entrada en carnes cinco o seis gotitas de lo que entonces me pareció un misterioso líquido blanquecino. “¿Qué es eso, tío?”, acerté a preguntar. “Eso es que ya soy un hombre”, contestó risueño y enigmático Miguel, tratando de recuperar el aliento.
Nunca volvimos a hablar sobre aquello.
Años más tarde, ya en el instituto, Miguel y yo empezamos a distanciarnos. Él frecuentaba buenas compañías, gente que presentar sin problemas a los Viejos, mientras que yo, sin haber escuchado siquiera la famosa canción de Lou Reed, empezaba ya a sentir el poderoso influjo de la wild side en mis venas: gamberrismo urbano, alcohol, hachís, skateboards, pintadas, punk-rock y mala gente en general. Cuando nos cruzábamos por la calle fingía no reconocerlo, y él tampoco tardó en hacer lo mismo. Si hacerse mayor consistía en aquello, en renegar de los buenos amigos para juntarse con hijos de puta sin escrúpulos que venderían a su madre por un par de anfetas, entonces podría decirse que me gradué precozmente y con matrícula de honor. Pero los tiempos cambian, y me gusta pensar que algunas personas también lo hacemos.
Cuando ingresé en la facultad supe de Miguel gracias a Sagasta, un amigo en común de los tiempos del colegio que –quién me lo iba a decir– finalmente pasaría a engrosar las siniestras filas de jóvenes licenciados en Sociología. Me contó que también Miguel le había preguntado por mí en alguna ocasión y que no me costaría demasiado encontrarlo cualquier sábado en cierto local del centro. Apunté el nombre del sitio, que no me sonaba, y resolví dejarme caer por allí “un día de estos”. “Le alegrará verte”, sentenció sin demasiada convicción Sagasta. Desde aquel momento tuve claro que aquel garito era, al igual que mi propia adolescencia (sólo que en formato físico), un espacio a evitar por todos los medios a mi alcance. Aunque en realidad hubiese bastado con algo tan sencillo como no apuntar su maldito nombre.
Apenas transcurridas dos o tres semanas, sobre las cinco de la madrugada de un sábado terriblemente aburrido al que me estaba costando poner fin, logré divisar desde la puerta de entrada del Kripton, a través de la densa pantalla de humo que nos separaba, la inconfundible silueta (la chepa característica, invariable) del que no podía ser otro que Miguel, acodado hacia el fondo de la barra, bebiendo solo, quizás esperando a alguien. Pedí un cubata de ron y, con el vaso de tubo helándome la mano, animándome a avanzar, llegué hasta él sin hacer ruido, como si mi verdadera intención fuera darle caza –o sencillamente como si tuviera alguna intención en concreto, que no era el caso–. Extendí el brazo izquierdo, abrí la mano, palmeé con firmeza su giba. Qué sorpresa verte por aquí, Miguel. Se volvió lentamente. Era imposible que no me reconociera. Hola. Tardó varios segundos en esbozar una sonrisa.
Nos contamos lo único que se pueden contar dos personas que se encuentran desarmadas frente a su propio pasado: cómo nos había tratado la vida –la nuestra y la de los otros–, qué hacíamos y qué habíamos dejado de hacer, cuánto tiempo habíamos malgastado en lo primero y en lo segundo, hasta que terminamos hablando, como no podía ser de otra manera, de cosas absurdas con que paliar nuestro irrenunciable aburrimiento de paletos. Miguel parecía estar ya bastante borracho, pero seguía bebiendo un whisky tras otro cuando se agotaron los temas de conversación. Lo jodido del alcohol, me dijo, es que uno nunca sabe si toma porque le gusta o si le gusta porque toma. Hacemos el estúpido, Santi; constantemente estúpidos todos. Y siempre somos los mismos; tú eres tú y yo soy yo, y contra eso no se puede luchar ¿me entiendes? Ya lo creo que sí, claro que me entiendes, porque siempre fuiste más inteligente que yo. Eras inteligente, eres inteligente y serás inteligente, y por eso es probable que, por ejemplo, no te cases nunca. Casarse, sí, de matrimonio. Pero yo me caso el mes que viene, macho. Me caso, Santi: te lo juro, hostia. Me caso con una mujer maravillosa, ¿la conoces? No, qué va, cómo la ibas a conocer, claro. Pero ya te digo: guapa, limpia, ordenada, trabajadora… un encanto, Santi; un regalo. Y me voy a casar con ella porque la quiero, porque nos queremos mucho y queremos ser felices ¿sabes? Y vamos a serlo, por mis cojones que sí. Siempre viene aquí a recogerme. Suele, vamos. Bueno, sólo los fines de semana, no vayas a pensar que… ¿Son ya las cinco y media? A veces se me va la mano… con la bebida, digo; y ella me perdona, se hace cargo. Viene siempre. Es… ¿cómo se dice, Santi? ¿Es comprensiva, no? ¿Se dice así o cómo? Ya me parecía. Creo que estoy un poco borracho, tú bebes… bebes poco, Santi. Haces bien, coño. Bebes bien, bebes como Dios manda. Con moderación. ¿Te pido otra o qué? O no: mejor vamos fuera, que nos dé el aire ¿eh? El aire está bien, es bueno el aire.
El camarero del Kripton llevaba un buen rato haciéndome señas que sólo cabía interpretar como “saca a tu amigo borracho de una puta vez, anda”, así que pagué la cuenta y aproveché la momentánea lucidez de Miguel, su leve iniciativa, para ayudarlo a abandonar el local. Afuera todo estaba tranquilo; la dúctil comunidad de borrachos y/o noctámbulos restantes debía haberse refugiado ya en los after-hours de los barrios bajos. Nos sentamos en la acera empedrada, bajo unos soportales. Encendí un cigarrillo mientras Miguel retomaba su absurdo monólogo etílico. Son cosas, decía, cosas que no entendemos, cosas que no tienen demasiado sentido todavía. Pero lo tendrán, Santi; no pueden tardar demasiado en tenerlo. Tú eras mi amigo y eres mi amigo si todavía quieres serlo; porque no puedes no serlo, ¿verdad? Porque éramos buenos amigos, ¿eh? Esto es así. Y además te quiero presentar a Marifé, que es buena conmigo y ahora vendrá a buscarnos. Ella siempre viene. A veces viene. Suele venir. Ya verás. Nos queremos mucho y vamos a casarnos. ¿Te he dicho que me caso, tío?
Nos quedamos un buen rato allí sentados, aguardando la llegada de una mujer fantasma que –concluí entonces– segura y comprensiblemente se habría quedado en casa, “recogida”, harta de soportar los excesos de su improbable futuro marido. Imaginé a esa mujer, mientras Miguel seguía farfullando en su jerga incomprensible de borracho, hasta que la vi aparecer finalmente al fondo de la calle, presa de unos andares indignados, dando voces como una histérica, una mujer gorda y zafia que me pareció la antítesis de lo guapo, de lo limpio y de lo ordenado. Marifé –si así se llamaba–, muy poco dispuesta a escuchar mi trágico (por absurdo) discurso exculpatorio, se llevó a Miguel (lo que quedaba de él) a una esquina y lo abroncó largamente contra la pared a base de insultos y humillaciones varias, como si yo no existiera. Sin saber qué hacer o cómo actuar, me limité a observarlos en silencio. Como aquello no tenía visos de acabar en breve, di media vuelta y me fui sin despedirme.
De vuelta en casa, antes de meterme en la cama, me concedí el capricho de imaginar cómo se reconciliarían aquellos dos al día siguiente –si acaso lo hacían–; una escena de realismo sucio, filmada en un decorado de mala muerte, que vendría a ser algo así como venga, vamos, cabrón chepudo, tienes que prometerme que no volverá a pasar, te lo juro, cari, de verdad que no, ¿lo prometes? Te lo prometo, claro, y te quiero, y la tregua, y el perdón malherido, el futuro marido absuelto, y después los besos y las caricias, las carantoñas repugnantes, y el todavía apestas a alcohol, un juego entre risas, ya gastado, y quizás entonces ella, desnudándose maquinalmente, adoptaría alguna pose lasciva, impersonal, estática, mientras Miguel daba buena cuenta de su súbita erección bajándose los pantalones vaqueros, empapados en sudor, para terminar eyaculando torpemente, a modo de disculpa, sobre los pechos caídos de su cutre amada entrada en carnes.