A veces
querríamos escribir cosas que sólo nosotros mismos pudiéramos comprender,
desarrollar una escritura estrictamente privada. El problema es que siempre
habrá alguien que crea entender, alguien que dirá “me gusta/me disgusta esto”
mientras el autor sigue convencido de que esto
es en realidad aquello. A partir de
ese momento crítico en que se produce el robo de sentido, el escrito se
independiza (quizás para siempre) del autor que creía poseerlo.
Donde
existen palabras muere el secreto y nace –a veces– la literatura. El único modo
de preservar nuestro lenguaje privado consiste en negarse a escribir o en morir
sin ser leídos.
“–Oye:
tengo que contarte un secreto.
–¿Un secreto
secreto?
–No,
hombre; en tal caso no te lo contaría.”
(Diálogo
entre dos adolescentes en una biblioteca coruñesa)