viernes, 8 de febrero de 2013

SETENTA MILLONES DE IMBÉCILES

Nunca he tenido muy claro si la memoria subjetiva, esa nebulosa intransferible (a veces incluso, como el dolor, incomunicable) que configura en gran medida nuestra personalidad, nos resulta verdaderamente útil desde un punto de vista instrumental, si nos ayuda a, digamos, "habérnoslas" con la vida. Lo que sí se me aparece claro y distinto es que memoria y prejuicio son conceptos fatalmente emparentados entre sí, como si el recordar traumas pasados prefigurase ineluctables traumas futuros. Abstracciones aparte, lo que pretendo señalar es que tengo serias dudas sobre las supuestas bondades de la experiencia vivida o, dicho de otro modo, sobre ese irritante lugar común que asegura aquello de que "de todo en esta vida se aprende". Confieso: No creo haber aprendido nada, absolutamente nada, de mis traumas privados; si acaso, a convivir (forzosamente) con ellos. Pero no conviene confundir tolerancia con aprendizaje, ni quizás tampoco memoria con experiencia. Uno aprende, en el mejor de los casos, a conceptualizar, a nombrar lo que vive, lo que cree haber vivido. Sin embargo, decir que se puede aprender algo de todo ello, pretender dotarlo(se) de sentido en el tiempo, construir, en definitiva, una Historia Personal (a gusto o disgusto del consumidor) está sólo al alcance de los imbéciles y de los poetas.
Ahora es cuando alguien debería animarse a sentenciar que, por cada poeta, hay aproximadamente setenta millones de imbéciles construyendo vidas propias y ajenas, perseverando en el error terapéutico. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.