Tengo
un amigo –una persona extremadamente sensible e inteligente– que está
contemplando la posibilidad de (en sus propias palabras) ponerse a escribir en serio. Su reciente impulso me ha
hecho pensar precisamente en eso, en la diferencia entre
escribir-para-pasar-el-rato (que es lo que algunos, sin mayores pretensiones,
hacemos en nuestros respectivos blogs, por ejemplo) y escribir-en-serio (que
vendría a ser lo que yo mismo intento cuando no estoy perdiendo el tiempo en
esta página web). Miren: si hay algo que odio es dar consejos; el consejo es
siempre una forma camuflada de narcisismo. De hecho no descarto que la fórmula
“escribir en serio” constituya en sí
misma un desajuste lingüístico en lo relativo a las capacidades reales de cada
escritor. Escribir en serio, lo que se dice escribir en serio, está al alcance de (llámenme elitista) muy poca gente,
gente que seguramente no tenga nada que ver conmigo. A propósito de todo esto,
déjenme aclarar que nunca he dudado de las capacidades de mi amigo, al que no
me cuesta imaginar alzándose con el Premio Herralde de Novela. Pero como llevo
varios años dejándome la vida sobre el papel y además me han pasado cosas tan
insólitas como esta (a pesar de lo cual mi obra permanece inédita), a veces
pienso que sencillamente no vale la pena tomarse la escritura (la vida)
demasiado en serio. En definitiva, creo que escribir en serio consiste no sólo
en alcanzar el límite de nuestras posibilidades escritoras, sino en sobrepasarlo con creces. Ahora díganme: ¿cómo
se hace eso? ¿Es posible?
Hace
muchos años mi padre me dio el único consejo que no me importaría compartir con
un amigo: “En esta vida no basta con hacer todo lo que uno puede: hay que hacer
más de lo que se puede”. Delicioso
sofisma. Mucha suerte, querido N. Espero que tengas más que la que yo estoy
teniendo, no sólo a la hora de publicar, sino muy especialmente de cara a –como
decía Píndaro– llegar a ser lo que eres.