Los niños, tras una larga persecución por el pueblo, consiguen dar caza al perro que se ha escapado. Lo inmovilizan entre varios, tranquilizándolo con enérgicas caricias en el lomo, detrás de las orejas, en el cogote. El perro se calma, definitivamente a merced de la muchachada. Ahora está echado, resoplando. Uno de esos niños, probablemente su dueño, pronuncia un discurso que no logro descifrar –quizás se trate de una jerga preadolescente, en todo caso muy alejada del castellano–. Los otros niños aplauden al término de la declamación y recogen del suelo pequeños trozos de madera. Todo parece indicar que preparan una hoguera. Algunos se pintan la cara con hierbas y barro de los márgenes del camino. Otros despejan de piedras el entorno de la fogata. Uno enciende el fuego. Tras un griterío de aprobación, se reúnen alrededor de las llamas. Otro, recién llegado al ritual –el líder, presumiblemente–, se aproxima al perro y, con ademán autoritario, pide al dueño que se aparte. Éste le besa la mano y retrocede unos pasos. El jefe coge al can por el pescuezo, cierra los ojos y, con un seco movimiento de torsión, le rompe las vértebras. Soy incapaz de mirar cuando comprendo que van a empalar al animal. Me entretengo, mientras tanto, pensando en lo estúpido que he sido siguiendo a los niños hasta aquí. Después entonan cánticos y ofrecen el perro a sus divinidades.
Uno de los niños ha reparado en mi presencia. Me mira seria, desconfiadamente; sus ojos me dicen que yo no debería estar ahí. O quizás no. Puede ser que, de un modo más inocente, tan sólo esté implorando que no me chive a sus padres.