El señor que está fumando un cigarrillo al borde del acantilado piensa que, en caso de ser un suicida, ese sería un buen lugar para despedirse del mundo. Precipitarse al vacío sin más, renunciar a seguir viviendo –qué estupidez–. Pero hacerlo, al menos, de una forma bella, rotunda, épica; eso deberían hacer los suicidas. Quitarse de en medio en acantilados como ése. Es incapaz de comprender que precisamente ellos, que consiguen reunir el valor –o la cobardía, según se mire– de tirar su vida por la borda, no suelan dar, sin embargo, demasiada importancia al factor estético de un acto irrepetible, de una decisión última que deberían marcar con su sello personal.
Qué belleza. Las olas pelean cuerpo a cuerpo con la roca, deshaciéndose en espuma muchos metros más abajo. El sol se funde con el horizonte, apagándose en un mar viejo y cansado. El viento transporta vagos sonidos de pájaros o barcos.
El señor que está fumando un cigarrillo al borde del acantilado quiere volver a casa, pero no puede. Retrocede unos pasos, pero enseguida vuelve a asomarse al precipicio, cautivado por la poética del instante. Así pasa el resto de la noche, alejándose del borde para avanzar nuevamente hacia él, preguntándose si debería abandonar ese escenario ideal, o si, por el contrario, ha llegado la hora de acatar finalmente los designios de la belleza eterna.