Como cada mañana desde hace un par de meses, Tromper sale a correr no sólo para hacer ejercicio, sino también para huir simbólicamente de sus problemas cotidianos. Se ha levantado muy temprano, pensando en todas las preocupaciones que desea dejar atrás, al menos durante el tiempo que dedique a su sesión matinal de footing. Después se ha puesto el chándal y ahora sale por la puerta.
Tromper corre por el circuito de la alameda. Ha empezado a buen ritmo y se siente despejado y fresco, definitivamente optimista. Cree que será capaz de mantener su actual frecuencia cardiaca sin problemas durante al menos una hora, tal y como se había propuesto antes de empezar. No piensa en nada, luego la terapia funciona. Su mayor preocupación ahora es estabilizar el nivel de esfuerzo. Vamos, Tromper, tú puedes. Tromper sonríe, Tromper contento.
Cuando nuestro corredor completa por segunda vez el circuito, una masa indeterminada aparece a sus espaldas. Al principio no le da importancia, mucha gente sale a correr por la alameda a estas horas, dice para sí. Pero pronto comprueba, tras cambiar a propósito el ritmo de su trote, que ese alguien –al que ya casi puede oír respirando detrás de él– se adapta a su velocidad, y que, por lo tanto, le está siguiendo. Lejos de asustarse, Tromper se siente halagado. Sabe que muchos corredores inexpertos son incapaces de establecer su propio ritmo, y no es la primera vez que los observa literalmente pegados a otros corredores habituales, a los que toman como punto de referencia.
El caso es que, dejando la vanidad a un lado, a Tromper le gusta correr solo. Y ahora debe admitir que le está costando horrores zafarse de su perseguidor, por mucho que lo haya intentado a base de sprints y bruscos cambios de dirección. Sin embargo, le parece una grosería volverse sin más hacia él para pedirle explicaciones; sería ridículo: “Oiga, usted, ¿qué quiere de mí? ¡Déjeme en paz, por favor!”. Totalmente ridículo. Así que nuestro corredor decide volver a casa; ya ha hecho bastante ejercicio por hoy.
Tromper ya no corre, ahora se limita a caminar pausadamente en dirección a su piso. El perseguidor sigue ahí, tan sólo unos metros por detrás, también caminando. Se acabó, piensa, voy a llamarle la atención a este pesado. Nuestro corredor se da la vuelta y comprueba que su perseguidor detiene sus pasos al mismo tiempo que él. Ninguno de los dos se atreve a pronunciar palabra. Se limitan a jadear de puro cansancio.
Tromper vuelve a casa confundido, tratando de explicarse si es verdad lo que ha presenciado, pero sobre todo sopesando la posibilidad de que aquel extraño ser que le perseguía, con cara de hipoteca y de divorcio, quisiera decirle algo.