Acabo de soñar con un canción para cuando todo esté perdido, una canción perfecta que nos redima a todos. Me despierto confuso, tratando de recordar los acordes que la sustentan. Cuando he reconstruido mentalmente su esqueleto, afino mi guitarra y voy desgranando la melodía. Ya casi la tengo. De repente, advierto el error: la canción sonaba mucho más aguda en mi sueño, quizás una octava por encima –instrumento de cuerda, en todo caso–. Busco la cejilla, la adapto al mástil, recorro los trastes, pruebo nuevamente. No hay manera. Quizás con una mandolina, puede que incluso un ukelele. Me lanzo a la calle desesperado. Tras una larga carrera, irrumpo en la tienda de instrumentos musicales. El dependiente me increpa mientras revuelvo el almacén. Después se muestra comprensivo y trata de consolarme. “De todas formas no hay tiempo, ya no podemos hacer nada”, susurra. Ahora me abraza con fuerza. El asteroide se acerca. No les quedan ukeleles.