El
primer día del verano es también el más mentiroso del año, pues anticipa la ilusión
de todo aquello que no volverá a suceder. Uno sale a la calle y huele el cambio
de temperatura –porque el calor tiene un aroma especial, inconfundible–
pensando irremediablemente en playas de arena blanquísima, en bikinis (o speedos) prietos, en interminables
noches de luna llena junto a hogueras crepitantes, alrededor de las cuales se
habrán reunido amigos y guitarras, abrazos y confesiones, sonrisas y nostalgias
compartidas. Pero lo cierto es que desde hace años el calor nos agobia hasta el
punto de obligarnos a permanecer a cubierto cada vez que el termómetro supera
los treinta grados, que la playa nos aburre sin remisión a menos que tengamos
un buen libro a mano –y además el agua siempre está más fría de lo que parece–,
que muchos amigos llevan siglos desperdigados, injertados en diferentes
coordenadas geográficas o emocionales, y que ni siquiera los bikinis prietos
suponen un aliciente ahora que el top-less
campa a sus anchas. Entonces recordamos que el auténtico verano es un estado
mental, una proyección del subconsciente; una puta mentira, vamos. Y nos
conformamos con asumir la única conclusión razonable, la que nos permite seguir
adelante para así cargar con Junio, Julio, Agosto y sus respectivas memorias:
que aquel verano idílico (el que en cada caso fuere) tan largo, tan emocionante,
tan dulce e insoportablemente amarillo, fue también con toda seguridad un
verano nunca-sucedido, un paraíso perdido que –como en la canción de Iván Ferreiro– nunca perdimos porque nunca tuvimos, y que solamente está en nuestra
cabeza.