“Nunca
más, mientras yo sea alcaldesa de Madrid, cederemos, alquilaremos o
consentiremos en ningún edificio del Ayuntamiento un evento como éste”. Son
palabras de Ana Botella, a propósito de la catástrofe del Madrid Arena, que encarnan
a la perfección los atávicos recursos de la política del miedo: partiendo de
hechos escalofriantes (sucedidos o susceptibles de suceder), el poder sugiere o
directamente impone, a modo de solución, medidas desproporcionadas –y sin
embargo retóricamente eficaces– que a menudo se traducen en un flagrante
recorte de las libertades civiles y del sentido común. No es nada nuevo, y
tampoco se trata de recursos que podamos adscribir exclusivamente a la derecha
o a la izquierda políticas, al pensamiento religioso o al laico: no se
preocupen, que aquí hay para todos. La pena de muerte en los USA, por ejemplo,
está basada en el miedo a las reinserciones fallidas, a los monstruos que ellos
mismos producen. La abstinencia sexual sigue siendo, para el Vaticano, la mejor
solución contra los embarazos no deseados y la plaga del VIH. El gobierno
cubano lleva décadas rechazando el pluripartidismo, aduciendo que el invasor
yanqui podría aprovechar el cambio para infiltrarse en el sistema. Y muchos
políticos españoles “de centro” (¿qué será eso?) abominan del Estado de la
Autonomías, no vaya a ser que la pluralidad institucional acabe por romper
España. Todos echan mano del miedo, presentando la mutilación como respuesta
adecuada y legítima. Todos fingen (quizás sin saberlo) que la Retórica de Aristóteles nunca ha sido
escrita. Y sin embargo ahí está, desde el siglo IV a. C. (para el que se tome
la molestia de echarle un vistazo, claro).