Un día
te despiertas y comprendes que la Realidad –antipática ella– ha estado
conspirando durante toda la noche para inaugurar el nuevo día propinándote una
patada en la boca. Nada de qué preocuparse: es el estado de ánimo perfecto para
sumergirse en la lectura de tus escritores-pirados favoritos, de un Daniil Jarms, de un Henri Michaux, de todos esos esquizoides relatos sin pies ni
cabeza, puesto que ya no crees necesitar ni los unos ni la otra, sino
precisamente el valiosísimo testimonio de los que han sabido prescindir
creativamente de ambas cosas. Es posible, te dices, explicar el mundo desde
otros mundos; quizás sea la única manera. Explicarlo todo negándose a
comprender nada es una buena forma de hacer del mundo un anti-mundo, un
analgésico sin contraindicaciones, un silogismo a la inversa. Una cueva que
conduzca al exterior de algo. O un buen golpe de morros en las botas embarradas
de lo real.
Escribir,
leer para vengarse del mundo. Y que lluevan más patadas, que lluevan.