Conviene
resignarse: aceptemos de una vez que estábamos equivocados, que la tan ansiada
(y nunca prometida) revolución ético-estética de nuestro siglo se ha
materializado ya –¡y usted con estos pelos!– en forma de niñata semidesnuda
sacando un inocentísimo porro de su bolso de Chanel mientras el público aplaude
enloquecido –por cierto: ¿qué aplaude el público exactamente? ¿El gesto malote de Miley Cyrus? ¿La “osadía” de
encender un peta en un espectáculo
televisado? Uno ya no sabe–, el público aplaude, el público aplaude, el público
aplaude… la estupidez, supongamos. Nada de qué extrañarse, oiga: si un juez
puede expropiar sólo a medias (?) el
palacete de los Urdangarín en Pedralbes, si una asociación de víctimas del
terrorismo se permite sugerir a la propia Justicia que vaya contra la Ley, si
al Gobierno le da por anunciar a bombo y platillo nada menos que la Salida de
la Crisis (!), si el Papa ahora va de rojeras
por la vida (y hasta accede a ponerse una nariz de payaso), y si –lo que es
peor– todo esto es susceptible de ser aplaudido, a lo mejor tenemos que tomar
nota de lo que sucede en Bielorrusia: hacemos un “Lukashenko”, prohibimos los
aplausos, y que sea lo que Dios quiera. O algo.