O ese
otro momento en que decides (dictaminas, puerilmente concluyes) que se puede
escribir para comprenderse a uno mismo, que se puede escribir para comprender a
los demás, que se puede escribir para comprender el mundo, que se puede
escribir para descomprenderlo todo.
Ese otro momento en que vislumbras el resto de la supuesta escalera ascendente
y te dices “y a partir de la descomprensión,
un nuevo horizonte de sentido”, y decides (nuevamente dictaminas, puerilmente
concluyes) que los habitantes de las regiones inferiores (de los escalones
precedentes) no eran, no son, nunca
fueron verdaderos escritores, que los verdaderos escritores tienen que haber descomprendido antes todo lo anterior, y
que sólo a partir de ese momento, de ese espacio, uno puede llegar al final (¿el final de qué?, te
preguntas) para darse de bruces con la Creación o contra la Nada. Ese otro
momento en que darías lo que fuera, no ya por saber distinguir una cosa de la
otra, sino simplemente por alcanzar, oler, tocar ese espacio; por saber, en
definitiva, que existe, que es posible ese otro momento.