(1)
Elegimos,
sí, leer a Pirandello, a Schopenhauer, a Onetti o a Pavese. Pero nunca podemos
elegir del todo cómo los leemos; dicho de otro modo: no siempre nos resulta
posible iluminarnos o dejarnos
iluminar por ellos como nos gustaría. Uno sabe,
por ejemplo, que Parerga y Paralipómena
es una obra maestra, pero acaso no alcance a comprobarlo todas y cada una de las veces que se detenga a leer sus
páginas. Nos queda entonces el eterno darse de cabezazos contra la pared, la
desesperada búsqueda de un sentido que quizás en algún otro momento, en
circunstancias más felices o inspiradas, creímos haber encontrado. Y aun cuando
éste permanezca oculto, sobreviene sin embargo, alguna que otra vez, la
sorpresa que justifica nuestro infructuoso empecinamiento: nos descubrimos
dialogando. Dialogamos. Quizás tan sólo con nosotros mismos, pero dialogamos.
(2)
Mis
amigos deben estar ya hartos de oírme contar la anécdota, pero en fin: una vez,
en un autobús de camino a Pontevedra, con la luz del sol también empecinada en
cegar mi lectura, creí haber comprendido en su práctica totalidad –y tras meses
de estudio– el funcionamiento del sistema hegeliano. Pero (¡horror!), cuando
llegó el momento de abandonar ese mismo bus, algo se había perdido irremediablemente –acaso la propia luz solar–.
El caso es que nunca he vuelto a tener, desde entonces, una visión tan
abarcadora, tan nítida, del más complejo de los pensadores alemanes. Y no me
avergüenza confesar que, cada vez que retomo la Fenomenología del Espíritu, el diálogo que por todos los medios
trato de reanudar no es tanto con el gran (y en cierto modo inaprensible)
Hegel, sino más bien con ese-otro-yo que hace ya algunos años creyó haber
entendido algo.
(3)
Hay
quien lee únicamente si entiende o
para entender, quien considera que una lectura incomprensible o incomprendida
es siempre una pérdida de tiempo (llamémosle “Lector-Fascista”). Se ignora,
desde este punto de vista, el valor de la lectura como puesta-a-prueba-sin-frutos,
como fin en sí mismo; como pelea a muerte, no ya con el autor, sino contra
nosotros mismos, contra esa parte de nosotros mismos que sigue esforzándose
miserablemente en no-saber, en no-comprender, en no-mejorar. En el fondo, leer
cosas que no comprendemos es una decisión moral y, como tal, su puesta en
práctica debiera ser asimismo un imperativo del lector responsable. Una
fórmula: “Leer lo que no se comprende y aun cuando no se comprenda nos obliga
en cualquier caso a dialogar con nosotros mismos”. Dejando al margen todas las
obras vacuas que nos saldrán al paso (y que no serán pocas), sigue valiendo la
pena aguardar, sin demasiada esperanza, un fortuito golpe de sol en la cara.