miércoles, 11 de septiembre de 2013

SABER Y COMPROBAR


(1)
Elegimos, sí, leer a Pirandello, a Schopenhauer, a Onetti o a Pavese. Pero nunca podemos elegir del todo cómo los leemos; dicho de otro modo: no siempre nos resulta posible iluminarnos o dejarnos iluminar por ellos como nos gustaría. Uno sabe, por ejemplo, que Parerga y Paralipómena es una obra maestra, pero acaso no alcance a comprobarlo todas y cada una de las veces que se detenga a leer sus páginas. Nos queda entonces el eterno darse de cabezazos contra la pared, la desesperada búsqueda de un sentido que quizás en algún otro momento, en circunstancias más felices o inspiradas, creímos haber encontrado. Y aun cuando éste permanezca oculto, sobreviene sin embargo, alguna que otra vez, la sorpresa que justifica nuestro infructuoso empecinamiento: nos descubrimos dialogando. Dialogamos. Quizás tan sólo con nosotros mismos, pero dialogamos.

(2)
Mis amigos deben estar ya hartos de oírme contar la anécdota, pero en fin: una vez, en un autobús de camino a Pontevedra, con la luz del sol también empecinada en cegar mi lectura, creí haber comprendido en su práctica totalidad –y tras meses de estudio– el funcionamiento del sistema hegeliano. Pero (¡horror!), cuando llegó el momento de abandonar ese mismo bus, algo se había perdido irremediablemente –acaso la propia luz solar–. El caso es que nunca he vuelto a tener, desde entonces, una visión tan abarcadora, tan nítida, del más complejo de los pensadores alemanes. Y no me avergüenza confesar que, cada vez que retomo la Fenomenología del Espíritu, el diálogo que por todos los medios trato de reanudar no es tanto con el gran (y en cierto modo inaprensible) Hegel, sino más bien con ese-otro-yo que hace ya algunos años creyó haber entendido algo.

(3)
Hay quien lee únicamente si entiende o para entender, quien considera que una lectura incomprensible o incomprendida es siempre una pérdida de tiempo (llamémosle “Lector-Fascista”). Se ignora, desde este punto de vista, el valor de la lectura como puesta-a-prueba-sin-frutos, como fin en sí mismo; como pelea a muerte, no ya con el autor, sino contra nosotros mismos, contra esa parte de nosotros mismos que sigue esforzándose miserablemente en no-saber, en no-comprender, en no-mejorar. En el fondo, leer cosas que no comprendemos es una decisión moral y, como tal, su puesta en práctica debiera ser asimismo un imperativo del lector responsable. Una fórmula: “Leer lo que no se comprende y aun cuando no se comprenda nos obliga en cualquier caso a dialogar con nosotros mismos”. Dejando al margen todas las obras vacuas que nos saldrán al paso (y que no serán pocas), sigue valiendo la pena aguardar, sin demasiada esperanza, un fortuito golpe de sol en la cara.