Al
final va a ser que siempre estamos echando de menos El Quijote y, quizás por
no releerlo sin más una y otra vez hasta el día de nuestra muerte, como
autómatas sedientos de entuertos y aventuras, decidimos refugiarnos
periódicamente en obras-hermanas (declaradas o no) como el Cándido de Voltaire, el Peer
Gynt de Ibsen, las Desventuras del
buen soldado Svejk de Hasek o El
plantador de tabaco de Barth. La prueba definitiva de la vigencia de la
gran novela cervantina no se encuentra en ningún estudio, en ningún tratado, en
ninguna tesis; lo que realmente define la importancia de nuestro manco favorito
reside en un hecho incontrovertible: cada lengua, sin apenas excepción, tiene
su propia versión más-o-menos-camuflada del Quijote. Busquen, busquen.
Podría
decirse, en este sentido, que El Quijote
es grande porque sigue escribiéndose, o –mejor aún– porque nunca acaba de escribirse.