Resulta
a todas luces tentador contemplar el “Asunto Catalán” en su vertiente más
lúdica, menos tremenda; juzgarlo, digamos, como entretenimiento popular, que es
lo que muchos entendemos que se ha hecho de él –con magníficos resultados, por
cierto, si de distraer la atención del atribulado personal se trataba–. Y digo
que el asunto es entretenido porque la cosa va de banderitas de colores (muy
socorridas siempre), del supuesto Volkgeist
o “Espíritu de los Pueblos” (romanticismo alemán en estado puro) del
“Estado Opresor” (el famoso marxismo de derechas –valga el oxímoron– al que tan
acostumbrados nos tiene CIU), pero sobre todo, como viene siendo habitual en estos
casos, de los putísimos Orgullos Nacionales. Y cuando se juega con semejante
combinación de palabras (de ideas, a la postre), ya tenemos el chiringuito petao y funcionando a pleno rendimiento.
Así, mientras unos fascistas submentales –valga esta vez la redundancia–
asaltaban una delegación de la Generalitat en Madrid, otros simpáticos
encapuchados se hacían los héroes ante los suyos con un mechero y tal y cual. A
mí esto de sentirse orgulloso de algo que uno, por definición, no elige –el
lugar de nacimiento, y en ciertos casos incluso de residencia– siempre me ha
olido un poco raro; un poco a puta mierda, para entendernos. Tendrán ustedes
que perdonar mi estrechez de miras, pero sigo pensando que este espectáculo de
banderas y contra-banderas responde fundamentalmente a intereses de Marca©, de
Estado® y, en definitiva, de Pasta™. Donde otros se empeñan en dibujar un pulso
entre España y Cataluña uno no puede evitar ver una batalla propagandística,
fatalmente camuflada (la de toda la vida, oiga), entre la derecha española y la
derecha catalana –asunto bien distinto–, inmersas ambas en sendas campañas
intensivas de captación de socios (o sea, de votos). “¿La derecha? Se olvida
usted de ERC”, dirán algunos. De acuerdo: tendremos entonces que aceptar pulpo
como animal de compañía. Hay que joderse.