Me
gustan los relatos que quieren dejar de ser relatos para convertirse en otra
cosa. Cada vez me siento más fuertemente atraído por los relatos forzosa y
deliberadamente “fallidos”, aquellos en los que el autor pretende dar cuenta de
un fragmento de Verdad (ficticia o no-ficticia) tan inestable, tan desligada
del clásico esquema lógico de causa-efecto, que dicha Verdad se escurre frase
tras frase, párrafo tras párrafo, dando lugar a un estado-de-cosas singular, sólo
aparentemente inconexo, que en realidad refiere de un modo extraño y sutil a
un-otro-algo que nunca somos capaces
de apresar en su totalidad, poética o semióticamente hablando, por muchas veces
que los hayamos leído. Son relatos que, en definitiva, uno nunca acaba de leer,
y quizás en esto residan sus fortalezas y nuestros no siempre bienvenidos
desconciertos.
Tres
ejemplos muy diferentes entre sí:
“El
despoblador”, de Samuel Beckett (en Relatos).
“Radicales
libres”, de Alice Munro (en Demasiada
felicidad).
“Ante
el Rey de Suecia”, de Quim Monzó (en El
mejor de los mundos).